Hemos convertido
nuestros hogares en improvisados laboratorios para edificarnos con receta de la
abuela en mano, algún improvisado producto desaparecido de facto de los
anaqueles de supermercados y establecimientos comerciales.
Cualquier razón de
inventiva debe desbocarse sin miramientos, pues urge una respuesta inmediata a
la carencia. Ya se ha improvisado con ungüentos de esencias antiguas, pastas
hechas con ramas aromáticas, cáscaras de naranja, aceites de árboles, almidón
de maíz, sales medicinales, bicarbonato o algún viejo perfume escondido en un
empolvado gabinete, para subsanar de manera perentoria tan menesteroso insumo.
Sin lugar a dudas, la
sudoración se convierte en un peligroso dictamen de desavenencia social.
Queremos evitar con decencia, una altisonante sinfonía de olores en el
transporte público, cuyas culpabilidades ancestrales se comienzan a pagar,
cuando se debe levantar el brazo por estar parado u otros ciudadanos menos
aseados colocan de forma tenaz sus axilas cerca de nuestras candorosas fosas
nasales.
Conseguir un
desodorante en este improductivo, perturbable y nada benévolo sistema
socialista, se erige como una abrasadora competencia de detective comercial. En
años pasados se percibían desmesuradas marcas y formas de presentación.
Podríamos decantarnos por aquel que más nos diera protección. Habían de barra,
spray o aerosol, gel, bolita e innumerables formas para palear nuestra tortuosa
transpiración.
Hasta llega como
mohín jovial, aquel repetitivo chiste de King Kong usando de desodorante a
Kojak vestido de cuello de tortuga. Hace un año debíamos de recurrir al nuevo
deporte extremo, como son las acaloradas colas para la compra. Pero en la
actualidad, el valorado desodorante no se consigue ni husmeando con persistencia
en la búsqueda de una pesquisa para saber cuándo llega al local de expendio.
De la noche a la
mañana se suscitó un cambio en la venta de este insumo. Llegamos a niveles de
tiempos ignotos, cuando lo científico era menos sofisticado en la industrialización
de una nación. Al traste con lo convencional. Ya no importa la manera, lo
fundamental radica en acallar las glándulas sudoríparas e inhibir el
crecimiento de tan desagradable bacteria. Ahora llega en su forma más económica
y saludable, como lo es el desodorante en sobre.
Como si fueran
condimentos para cocinar una sopa, nuestra higiene personal es manejada con
sobrecitos de fragancias aromatizantes, cuyo único método es untar esa pasta
profunda con la yema de los dedos en toda la extensión de las axilas.
La nueva y primitiva
presentación de este producto de higiene personal quizá no guste a la gran
mayoría del conglomerado nacional, pero la necesidad aguarda por una respuesta
acunada en la idea de evitar un olor furtivo, inadecuado, con tufo a cebolla
agria. La otra salida no sé qué tan honrosa, es efectuar el espeluznante tour
del mercado informal, donde este preciado insumo cuesta la módica suma de dos
mil bolívares, como si tasáramos cada centavo por las gotas de sudor generadas.
De seguro los
cavernícolas no utilizaban desodorante; meditación no tan convincente de la
supervivencia. En una localidad de Venezuela cobran 100 bolívares por una
untada en barra y hasta se ha visto que engañan al ingenuo con el envase del
producto lleno de detergente.
Sólo nos queda la
fabricación casera, acostumbrarnos a los sobrecitos mágicos o arriesgarnos a
ser sorprendidos en un acalorado día, por las falsas notas de una agónica
sinfonía.
José Luis Zambrano Padauy
jzambranopadauy@yahoo.com
zambranopadauy@hotmail.com
@Joseluis5571
Zulia - Venezuela
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