El
populismo y la demagogia han dejado huellas que no se borran de la noche a la
mañana. No se puede pretender que este colosal deterioro cicatrice
espontáneamente. El punto de inflexión parece estar a la vuelta de la esquina y
el eventual cambio va más allá de lo meramente electoral.
El
hartazgo ha hecho su parte y, a estas alturas, es evidente que la mayoría
espera que la dinámica actual se modifique pronto dándole lugar a un período
diferente. Pero es indispensable eludir ese exitismo que antepone lo emocional
por sobre lo racional, con todo lo que eso conlleva.
Ningún
país salió de procesos funestos y prolongados a gran velocidad. La historia mal
contada, a veces, simplifica en demasía haciendo creer a muchos que el odio, el
resentimiento y el caos, pueden ser reemplazados mágicamente por el amor, la
convivencia y el progreso. Nada de eso ha ocurrido en un breve lapso, en
ninguna parte del planeta.
La
transición, aun en la hipótesis de que se recorra el sendero correcto y con
escasos tropiezos, no da sus frutos rápidamente. Es vital disponerse a superar
cada etapa, sabiendo que cada una de ellas implica sobrepasar desafíos
específicos, que se lograrán solo con grandes esfuerzos, pero también con
importantes sacrificios en el presente.
El
futuro se muestra de un modo atractivo y por eso entusiasma tanto. Pero es
central no equivocarse y fantasear con la idea de que todo sucederá en un
conveniente contexto de éxitos concluyentes y triunfos categóricos.
No
se trata de suavizar la euforia. Todo es bastante más complejo y tiene que ver
con establecer expectativas absolutamente razonables. Es saludable evitar
frustraciones innecesarias y esquivar las grandes decepciones, pero también
sirve esta postura para disfrutar, como corresponde, cada avance.
Es
fascinante soñar con lo mejor, ser ambiciosos y aspirar al logro de
extraordinarias metas. No es bueno ponerse límites y se deben intentar alcanzar
elevados estándares. Pero esos enormes retos deben obtenerse, con impulsos
sucesivos, con pequeñas victorias que propicien la siguiente.
La
situación actual es preocupante. Muchos de los indicadores han sido
deliberadamente alterados y la basura se ha escondido bajo la alfombra. Ahora
vendrá la difícil tarea de transparentarlo todo. Se visualizará renovada
información que algunos imaginaban pero que no estaban disponibles. Es
imperioso construir ese diagnóstico para evaluar la gravedad de lo acaecido y
empezar, desde allí, a diseñar ese camino que permita resolver uno a uno los
desmadres de este tiempo perdido.
Suponer
que ese procedimiento será simple sería de una gran ingenuidad. Que algunos
ciudadanos estén exultantes porque entienden que el ciclo vigente ha llegado a
su fin es esperable, pero la clase dirigente tiene la inmensa responsabilidad
de advertir a todos acerca de lo que ha sucedido en el pasado y lo que ahora
tienen en sus manos de cara al porvenir.
Los
groseros despilfarros, los obscenos excesos, la dilapidación imprudente de los
recursos de todos ha sido una de las características de esta era. No se sale de
allí solo con emotivos discursos, excitantes festejos, ocultamientos piadosos y
mentiras que intenten mitigar el malhumor social.
Desactivar
el explosivo coctel que engendraron los gobernantes demandará no solo de varios
años, sino de una singular inteligencia que permita desarticular cada torpeza
cometida, dominar cada adversidad concreta, minimizando el seguro impacto
negativo que recaerá sobre tantos.
Algunos
asuntos llevarán mucho tiempo. Tal vez sea necesario esperar varias
generaciones para olvidar estos infortunios. Un mandato de gobierno no bastará
para resolverlo todo. El daño ha sido gigante y no debe ser subestimado. Aún
resulta imposible dimensionar la magnitud del desorden.
La
destrucción de la cultura del trabajo y una perversa mutación de los valores
morales no se solucionan con cuantiosas inversiones, mayor seguridad jurídica,
el sinceramiento de las variables, la apertura de los mercados y la integración
con el mundo. Ni siquiera una alta dosis de sensatez y el regreso del sentido
común alcanzan para restablecer parcialmente esas profundas heridas que el
régimen deja como legado.
Pese
a lo que muchos sostienen, lo económico no es lo más importante. Es solo una
parte del problema que, claramente, debe ser abordado para evolucionar. Pero es
trascendente entender que la batalla que asoma se dará en otros campos que
precisarán de más esmero y dedicación.
Por
astutas que sean las decisiones y empeño que se le asigne a la gestión, la
recuperación será invariablemente lenta y gradual. Habrá que prepararse para
esta dificultosa fase, acompañando apropiadamente su ritmo.
Después
de todo, no se ha llegado hasta aquí de casualidad, sino con la imprescindible
complicidad de esta sociedad que hoy parece dispuesta a darse una nueva
oportunidad. La autocrítica tendrá que ser la protagonista excluyente si
realmente se espera una transformación con mayúsculas.
Se
necesitará entonces de mucha paciencia, de bastante prudencia y de una tenaz
perseverancia, para no cometer los mismos errores del pasado. La actitud adecuada
será la verdadera clave. Por eso resulta fundamental disponer de esa madurez
cívica que admita expectativas moderadas.
Alberto
Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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