Casi todos los
domingos salgo a la Ciclovía en Bogotá y a la altura de la calle 100 tomo hacia
el sur por la carrera 15.
He visto ese
letrero decenas de veces y otras tantas lo había olvidado, hasta que se me
ocurrió cambiarlo de bolsillo e incluirlo en esta columna.
Los seres humanos
tenemos una suerte de memoria RAM caprichosa que registra algunas cosas durante
segundos o minutos, otras durante horas, muchas menos durante días o meses.
Están, en una categoría aparte, los recuerdos que se nos alojan para siempre en
la memoria como si hubieran sido impresos por un hierro candente de esos que se
usan para marcar ganado. Una imagen poderosa de este fenómeno es la de Rosebud,
el trineo de la infancia que Charles Foster Kane recordaba al borde de la
muerte en Ciudadano Kane, la emblemática película de Orson Welles.
Hay personas
capaces de reconstruir una vieja conversación con lujo de detalles y de
recordar el color de la corbata que llevaba Antonio el año pasado cuando se lo
encontraron en un restaurante. Otros, en cambio, no recuerdan haber ido al
dichoso restaurante y mucho menos haberse cruzado allí con Antonio, encorbatado
o no. Truman Capote, miembro famoso de la primera cofradía, no llevó libreta al
visitar en prisión a los asesinos de la familia Clutter. Según él, tenía lo que
se llama total recall, o sea, de memoria total, y A sangre fría, escrito sin
notas, es prueba de ello. Einstein, miembro famoso de la cofradía contraria,
decía que “la memoria es la inteligencia de los tontos”. Yo no iría tan lejos.
La memoria contiene perlas, pero asimismo está llena de basura. Eso nos obliga
a volvernos recicladores mentales ingeniosos.
Por mi parte, fui
matriculado desde pequeño en la cofradía de los desmemoriados o, al menos, de
quienes tienen una memoria en extremo caprichosa. No tengo idea con quién me
crucé en qué restaurante el año pasado y ni siquiera suelo recordar cómo iba
vestido o qué comí la semana pasada. En contraste, recuerdo el número de
teléfono de la casa de mi infancia, demolida hace décadas para dar lugar a un
edificio. Digamos, para ejemplificar, que si yo hubiera ido sin libreta a
Holcomb, me hubieran salido unas diez o 15 páginas de impresiones varias,
salpicadas con tal cual frase sentenciosa, y quizá habría decantado unas
cuantas ideas interesantes para desarrollar luego. Nada más.
La importancia de
los recuerdos no suele ser el principal factor que los hace memorables. Basta
con que consideremos que un teléfono, una referencia o un argumento son
importantes para que el malcriado que llevamos dentro a cargo de nuestra
memoria los arroje a la basura. Este personaje del fuero interno, muy activo en
los desmemoriados, hace limpieza sin paga y sin haber sido contratado y
descarta lo que le viene en gana, no lo que nosotros le decimos.
Pese a que hoy
contamos con multitud de instrumentos que memorizan por nosotros —el
computador, el teléfono inteligente, el telepronter—, el mundo contemporáneo
con sus bombardeos constantes satura nuestra memoria, porque la información
disponible crece a un ritmo exponencial, mientras que nuestro cerebro sigue
siendo el del cazador recolector, aunque mejor entrenado. Así, el arte de
olvidar, que a mí se me da tan bien, se ha vuelto esencial. Claro, lo dice un
envidioso de la memoria ajena.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
Colombia
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