Cuando oía o hacía una reflexión miraba fijamente al interlocutor, solo la
desviaba para tomar nota en una hoja de papel doblada sobre si misma, para
calzarla luego en el bolsillo de la camisa manga larga blanca de rayas azules,
que normalmente portaba. Sus ojos escrutaban constantemente detrás de unos
lentes de delgada montura color carey; y su rostro sereno, alargado y prematura
calva, denotaba una sólida formación profesional de ingeniero, de allí su
meticulosidad. O quizá fue su paso por el seminario jesuita que le condicionó a
la escucha, la observación, y la prudencia al hablar y actuar.
No se hizo sacerdote porque atendió al llamado del creced y multiplicaos, de
hacerse una sola carne, cuando Cristiana se atravesó en el camino. Y miren que
dio frutos, no solo en hijos y nietos, sino en construcción de libertades,
democracia, respeto y tolerancia.
Le respetábamos porque nos sabíamos respetados, y por sus ejecutorías al frente
de un país que terminaba un largo período de guerra, intolerancia,
arbitrariedades y persecuciones, con su evidente toque de apropiación de lo
indebido.
“Ganaron, pero gobernaremos desde abajo”, dijo un resentido comandante Ortega,
obligado a entregar el poder a una señora que no tenía enemigos sino cuatro
hijos, un esposo mártir y una exquisita y sencilla sabiduría para gobernar, con
mano firme y sonrisa amable, a un pueblo levantisco, de lagos y volcanes, pero
también de músicos, poetas, pintores y escritores.
Tampoco era política. El desespero de un pueblo entregado a la ruina y
arbitrariedad de un proyecto llamado a fracasar porque se inició con la
traición, hizo que se conformara una etérea alianza de 14 partidos que se
denominó UNO. La victoria fue aplastante, quedaron lejos los tiempos cuando
Carlos Andrés le aparcó cuatro Mirages en Costa Rica a Tacho Somoza, porque
amenazó bombardear el país de donde salían guerrilleros, exiliados y, políticos
sin consignas, a implantar la libertad en la tierra de Sandino y Rubén Darío.
Y lo hicieron, solo que once años después, cuando el 25 de febrero de 1990 se
instauró el Estado de Derecho en Nicaragua, con una Asamblea independiente y
plural que, alguna vez quiso darle un golpe de Estado a doña Violeta. Fueron
años intensos, agrios, de violencia, mezquindades, reconstrucción y
pacificación. El sindicato Parrales Vallejo levantaba barricadas cada vez que
se lo ordenaba una Dirección del FSLN, que terminó años después, por encarcelar
a Henry Ruíz (Comandante Modesto), enjuiciar a Ernesto Cardenal, expulsar a
Sergio Ramírez, Dora María Téllez y a Enrique Mejía Godoy (el cantor de la
revolución) de sus filas.
¿Cómo y con quién gobernar un país en bancarrota, contras, recontras,
liberales 1,2,3, conservadores 1,2,3; socialcristianos 1,2,3? Y allí nació la
dupla que rescató al país y le dio dignidad entre las naciones, doña Violeta
nombró a Antonio Lacayo Oyanguren su yerno, el ingeniero, el administrador, el
seminarista, como Ministro de la Presidencia, encargado de los acuerdos de
transición, el organizador y negociador, el esposo, el padre, el amigo. Y lo
hizo, con honor, paciencia, lealtad y eficiencia. Buena parte de la historia de
Nicaragua se fue con él, cuando el helicóptero que lo trasportaba se estrelló
contra el río San Juan apenas despuntando el sol. Iba allí, como el gaviero de
Álvaro Mutis, como hizo en el pasado: divisando el horizonte, evitando
tropiezos, traiciones y salvando obstáculos con su fe y honor de hombre libre
tras de sí. Que el Creador tome en cuenta sus ejecutorías por la paz, la
libertad, el respeto a la dignidad, y el inmenso amor por su familia y su
nación.
Juan Jose Monsant
Aristimuño
@jjmonsant
El Salvador
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