Durante algún tiempo en Venezuela se
pretendió clasificar, y hasta se llegó a internalizar en el subconsciente nacional, la existencia de dos tipos de
delincuentes: a unos los llamaban delincuentes comunes, a los otros,
pomposamente se les tildaba de delincuentes de “cuello blanco”. Éstos, siempre
vinculados a la corrupción pública y grandes delitos que generaban inmensas
fortunas. En ambos casos, la sociedad quedaba seriamente afectada.
Los
tiempos pasan y las clasificaciones también. El delito común sigue existiendo y
así se sigue tipificando. A los que se aprovechan de la cosa pública,
vinculados con la oligarquía roja, simplemente no se les investiga. Basta
recordar escándalos sin culpables: pérdida de toneladas de comida, el conocido
maletín de Wilson, colocaciones de millones de dólares en paraísos fiscales y
otros tantos negocios, raros y extraños, que no llegan al conocimiento del
espacio público. De eso no se sabe nada y mucho menos que hubiesen sido
castigados por la justicia.
Ante cualquier asunto irregular en el que
aparece vinculado algún afecto al régimen siempre se esgrime algún argumento
retorico que exculpa al involucrado y coloca el delito en un lugar inasible
para el común de los individuos. Así, sometidos a la retórica gubernamental,
las toneladas de comida podrida no eran tales sino unos cuantos inapreciables
kilos que ni alimentaban ni quitaban el hambre; la escasez y la inflación
obedecen a una guerra económica, de lo cual solo se sabe de unos malvados que
disparan desde un incierto lugar en Norte América.
En Venezuela no se produce droga –casi ningún
otro bien se produce, habría que puntualizar- pero sirve de puente aéreo para
colocarlos ilegalmente en los países consumidores. Los aviones de la Fuerza
Aérea han dado de baja varias avionetas dedicadas al tráfico de drogas, cuyos
tripulantes no tienen nombres ni apellidos, pero una de ellas birló el Satélite
Simón Bolívar y demás radares impidiendo que los pájaros de hierro rusos, en suelo patrio,
dieran cuenta de ella, a no ser que lo hicieran desde suelo extranjero. A Haití
fue a dar una avioneta con 800 kilogramos de cocaína, dicen los medios de
comunicación de varios países. Aquí, en Venezuela, algunos medios esperan la
cartilla con membrete rojo que orientará el tratamiento del asunto, mientras
tanto, lo informado forma parte de la canalla mediática.
Por lo pronto, estos jóvenes, familiares de
la pareja presidencial, criados bajo la mirada atenta de los postulados que
forjarían al hombre nuevo, a ese individuo con sólidas convicciones
revolucionarias, no visitarán el Madison Square Garden de Nueva York, sino que
serán presentados ante un tribunal de esa ciudad que los juzgará por intentar
introducir estupefacientes.
Se dice que los niños intentan imitar a su
entorno, al principio quieren ser bomberos porque la ven como una actividad
noble y digna de ser imitada, luego, ingeniero, médico, abogado o aquella
profesión que se identifica con seres queridos. Ahora, al parecer, la
revolución ha inoculado antivalores y los jóvenes quieren ser ricos de la noche
a la mañana, amasar grandes fortunas sin mayores esfuerzos.
La impunidad y la falta de justicia han hecho
que los Pablo Escobar Gaviria, los Chapo Guzmán, pasen a convertirse en un
ejemplo para juventudes. Ya se sabe lo que piensan los niños que crecen
alrededor de penales. El ejemplo no es el padre ni la madre, mucho menos
Miranda o Bolívar, son los pranes.
No se trata de una “embocada imperial” sino
de una autoemboscada de la cual debemos salir cuanto antes.
Leonardo
Morales P.
leonardomorale@gmail.com
@leomoralesP
Caracas-
Venezuela
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