El educador tiene una
irrenunciable misión de partero de la personalidad y del espíritu.
Con motivo de estar
celebrando el Día del Maestro y como homenaje a todos esos educadores y educadoras
anónimos que, a pesar de los problemas y dificultades, viven con ilusión y
entrega su vocación de servicio, quiero con estas líneas agradecerles su
abnegado trabajo, reafirmar la importancia de su misión e insistir en la
necesidad de valorarlos más. Ser maestro, educador, es algo más sublime e
importante que enseñar matemáticas, biología, computación o inglés. Educar es
alumbrar personas libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los propios ojos
para que los alumnos puedan mirarse en ellos y verse valorados, queridos,
importantes. El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión.
Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino
vocación. El genuino educador está dispuesto no sólo a dar clases, sino a darse,
a gastar su vida para que los demás tengan vida en abundancia.
El educador tiene una
irrenunciable misión de partero de la personalidad y del espíritu; ayuda a
nacer al hombre y la mujer posibles. La vocación docente reclama, por
consiguiente, algo más importante que títulos, diplomas, conocimientos y
técnicas. Formar personas sólo es posible desde la libertad que libera y desde
el amor que crea seguridad y abre al futuro. Cuando un maestro vive su diaria
tarea no como un saber, que le crea un poder, o como una función que tiene que
cumplir, sino como una capacidad que le invita a un servicio, está no sólo
ayudando a adquirir determinados conocimientos, destrezas y competencias, sino
que está dando sentido a su misión, está educando, está ayudando a ser.
Esto presupone una
madurez honda, una coherencia de vida y de palabra. Y esta coherencia es
imposible sin un permanente cuestionamiento y cuidado del propio proyecto de
vida. Sólo quien reconoce sus carencias y limitaciones y las acepta como
propuestas de superación, de crecimiento, es decir, de formación, será capaz de
aprender y por ello de enseñar. El que se refugia en sus títulos, el que se
coloca con autosuficiencia frente a los alumnos, será incapaz de establecer una
verdadera relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su
propia educación, será por ello, incapaz de educar.
Consecuencias
Si ninguna otra
profesión tiene, a la larga, consecuencias tan importantes para el futuro del
país y de la humanidad como la profesión de maestro, la sociedad debería
considerar esta profesión de un modo tan especial que los mejores jóvenes la
sintieran atractiva. Resulta muy incoherente alabar en teoría la labor de los
maestros y maltratarlos en la práctica. La sociedad exige mucho a los maestros
y les da muy poco. Se les exige incluso que tengan éxito en asuntos como la
enseñanza de valores, en los que las familias, el Estado y la sociedad han
fracasado estrepitosamente. Conseguir un buen maestro es la mejor lotería que a
uno le puede tocar en la vida. Pero si bien todo el mundo desea el mejor
maestro para sus hijos, muy pocos quieren que sus hijos sean maestros, lo que
evidencia la contradicción que reconoce por un lado la importancia de los
maestros, pero por el otro, los trata como a profesionales de segunda o tercera
categoría. Si queremos que la educación contribuya a acabar con la pobreza,
primero debemos acabar con la pobreza de la educación y con la pobreza de los
educadores. Es hora de abandonar la mera retórica y empezar a tratarlos con el
respeto y la valoración que se merecen.
Antonio Perez Esclarin
pesclarin@gmail.com
@pesclarin
Zulia - Venezuela
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