La
frase del título fue la que me vino a la mente cuando escuché un audio —que
creo que la mayoría de nosotros recibió— en el cual una madre, llorando, se
queja de que no pudo comprar algo de queso para rellenar una arepa y dársela de
cena a su hijo porque no le alcanzaba el dinero. Pasó por tres negocios y los dependientes lo
que hicieron fue burlarse de ella porque lo que tenía era seiscientos piches bolívares,
siendo que el kilo de queso blanco está ¿estaba? en 3800. Yo no sé si a ustedes les sucedió lo mismo,
pero a mí el corazón se me arrugó hasta ponerse como una pasita.
Esa narración tiene que compungir hasta al
más insensible de los venezolanos —exclusión hecha del ilegítimo y su combo,
que como que nacieron sin corazón en el pecho. La frase es el comienzo de un verso muy
antiguo que en su tiempo tradujo Lope de Vega y al que luego, gente como
Mozart, Verdi y Rossini, para mencionar solo unos pocos, convirtió en obras
musicales —Stabat Mater dolorosa iuxta
crucem lacrimosa dum pendebat Filius— que narra cómo María estaba,
llorosa, al lado de la cruz de la cual pendía su hijo. Ese tipo de dolor es inconmensurable, por lo
que me han explicado algunas personas a quienes quiero mucho y que han tenido
la desdicha de perder el fruto de su vientre.
Si la Virgen sollozaba por el hijo que le habían matado, la
criolla de la grabación llora por el hijo que le están matando poco a poco.
Eso
es lo que está haciendo este régimen: matarnos poco a poco, ya sea como
producto de las escaseces que ellos han creado artificialmente, o por el
incremento de las bandas criminales que han prohijado para que acaben con lo
que queda de la clase media, o por la infame carestía de medicamentos que todos
los venezolanos sufrimos por igual.
Únicamente por una razón: la filosofía política que predomina entre
ellos exige que todos seamos pobres para que tengamos que depender de las
migajas que de cuando en cuando lanzan desde el poder. Aunque, pensándolo mejor, son dos las
razones; la otra es el afán inescrupuloso que los caracteriza, de llenarse con
las divisas que le pertenecen a toda la población. Según la consigna del muerto en mala hora
(porque para bien de la nación debió morirse antes), “ser rico es malo”, a
menos que se pertenezca a la nomenklatura
en la cual su familia es una de las más favorecidas.
Como
esa madre, millones de otras están pasando por la misma crujía. Y a los padres nos duele enormemente los
sufrimientos y el hambre que tienen que padecer sus esposas y sus
descendencias. No hay lugar al cual uno
vaya que no escuche las quejas rabiosas de todos, inclusive de gente que hasta
hace poco creía en esta revolución de guate (ojalá sepan perdonar el empleo de
ese expletivo oriental, pero es que no encuentro otro para calificar
esto). Venezuela está al borde del
estallido social. Y los del régimen,
bien, gracias. Creen que con correr la
arruga bastará. Que el precio del barril
de petróleo va a volver pasado mañana a los cien dólares. Con lo cual podrán seguir importando comida
para calmar al pueblo y ellos seguir sisando del erario. Se equivocan.
En cualquier momento puede saltar la chispa. Y con ella, una matazón entre venezolanos…
Dios
quiera que nunca llegue. Ojalá todos
podamos mantener frías las cabezas y la sangre; ojalá pudiésemos hacer propias
las palabras de Daniel Webster, un senador estadounidense de mediados del siglo
XIX, en uno de los discursos más memorables de la historia del mundo, al ver
que se les venía encima la guerra de secesión:
“Es
a esta unidad a la que le debemos nuestra seguridad en el hogar y nuestra consideración
y dignidad en el extranjero. Es a esta unidad a la que estamos principalmente
en deuda por todo lo que nos hace sentir más orgullosos de nuestro país. Esa unidad
la alcanzamos por la disciplina de nuestras virtudes en la escuela severa de la
adversidad (...) Mientras esta unidad dure, tendremos altas, emocionantes y
gratificantes perspectivas de progreso delante de nosotros, para nosotros y
nuestros hijos.
Más allá de eso, no
busco penetrar el velo. Ruego a Dios que, en mi época al menos, esa cortina no sea
abierta. ¡Dios me conceda que mi visión
nunca sea abierta a lo que hay detrás! Cuando mis ojos contemplen por última
vez el sol en el cielo, que no lo vean brillar sobre los fragmentos rotos y
deshonrados de una unión una vez gloriosa; de unos estados separados,
discordes, beligerantes; sobre una tierra dividida por luchas civiles o empapada,
es posible, en la sangre fraternal. Que su
última mirada, débil pero fija, vea más bien la magnífica enseña de la república,
una vez reconocida y honrada por toda la tierra, todavía en alto, completa,
adelante; sus armas y trofeos brillando con su lustre original, sin una franja
borrada o contaminada, sin una sola estrella oscurecida, no teniendo como lema
una interrogante tan miserable como lo es: “¿Valió la pena?”, ni esas otras
palabras parecidas de ilusión y locura: “La libertad primero, la unidad
después”, sino (…) ese otro sentimiento, estimado por cada verdadero corazón
americano: “¡Libertad y unidad, ahora y para siempre, inseparables!”
Para
volver a eso, es esencial cambiar muchos de los poderes públicos. Y el primer paso lo constituye, sine qua non, el referendo
revocatorio. Porque a la culebra se la
mata por la cabeza…
Humberto
Seijas Pittaluga
hacheseijaspe@gmail.com
@seijaspitt
Carabobo
- Venezuela
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