PIDO LA PALABRA
¿Cómo revertir el grado de crisis nacional provocado por tanta
improvisación vinculada con la alevosía propia de una oratoria sin elocuencia,
sin dominio de un lenguaje prolífico o de un verbo equilibrado y respetuoso?
¿Por qué el lenguaje de la política (venezolana), amén de muchos casos
más, es soez, injurioso y humillante? Es una pregunta cuya respuesta no siempre
calza con las realidades. Lejos de aprovecharse como una herramienta a ser
manejada de forma escrupulosa, o como señala Miguel Ruiz en su libro Los Cuatro
Acuerdos, impecable, resulta huraño e impúdico. Sobre todo, en momentos tan
críticos como los actuales. Sin embargo, la chocarrería sigue caracterizando el
léxico de dirigentes políticos sin estar eximida del presente cuestionamiento,
el vocabulario del presidente de la República.
Cada vez que quien tiene sobre sus hombros la magnánima responsabilidad
de presidir al Estado y hablar en nombre de la República de Venezuela, apoyado
en el abuso legalizado que le concede la denominada Ley Resorte, recurso
jurídico éste para el anuncio de recriminaciones, represión e intimidación
haciendo uso del “espectro radioeléctrico propiedad del Estado”, y tomando la
palabra en cadena nacional de radio y televisión, lo hace para confundir,
insultar, exagerar, o para mentir, falsear o desvirtuar aspectos propios de la
institucionalidad y constitucionalidad nacional.
Casi siempre su lenguaje está inspirado en la rabia, el odio, el
resentimiento o el chantaje. O simplemente, en el desconocimiento del tema en
boga provocando por ello desesperanza, malestar o decepción. Y esto sucede al
común de los venezolanos por sentirse maltratados ante la virulencia de su
discurso. No hay duda de que el descuido de la palabra presidencial, está
elaborado con base en frases que buscan
generar zozobra no sólo por lo ambiguo, despectivo y menesteroso de la
intención implicada. También, por el carácter insultante de como se expresa
públicamente.
Ante tanta obstinación, cualquier pretensión de adelantar el diálogo,
entendido como recurso de conciliación o de aproximación a puntos de encuentro
o de posibles acuerdos, luce “cuesta arriba”. Con esa actitud presidencial,
está tendiéndose a ahondar la brecha entre una necesaria capacidad para
gobernar procesos sociales y políticos de suma complejidad, y los recursos para
alcanzar los correspondientes y aludidos objetivos marcados con el signo
democrático.
El concepto de oratoria de la mano del Jefe del Estado venezolano, quedó
para cubrir los desperdicios de un sistema de gobierno que, sin ningún
esfuerzo, pudo regarlos por todo el país hasta anegarlo completamente. Ha sido
tal la basura esparcida, que ni siquiera con la excusa del “socialismo del
siglo XXI”, pudo la arenga presidencial
motivar la conciencia necesaria para revertir los daños que ello ha causado a
la idiosincrasia nacional. Ni siquiera en medio de las actuales coyunturas,
donde la retórica para convencer a la audiencia se convierte en elemento de
significativa importancia en términos de su pertinencia de cara a la
consolidación de la democracia.
Pero, ¿cómo revertir el grado de crisis nacional provocado por tanta
improvisación vinculada con la alevosía propia de una oratoria sin elocuencia,
sin dominio de un lenguaje prolífico o de un verbo equilibrado y respetuoso?.
Pero además, ¿de una oratoria tallada por el rencor?
Definitivamente, es imposible. Por lo contrario, con ese lenguaje hueco,
pendenciero, umbroso y desvergonzado, se encendió el polvorín el cual compartió
espacio para que, por algunos años, pudiera el civilismo y el civismo estar a
resguardo del militarismo vejatorio, codicioso y fascista. Asimismo, de
presunciones totalitaristas, impositivas, arbitrarias y sectarias.
Precisamente ese lenguaje falseadamente revolucionario, en la voz de
quienes gobiernan a Venezuela, exalta la obscenidad mediante reproches e
insultos como su mejor fuente de ideas “sin piernas”. De ideas que no supieron
caminar. Mucho menos, correr. Porque fueron solamente ideas que infundieron
retroceso. Ideas que despertaron ofuscación. Y esa ceguera, testarudez o
locura, aún tiene registro en el sonido de las palabras de los discursos
ofrecidos desde las entrañas de un socialismo que desde su enfermiza definición,
se vio famélico. Y todo ello, por cuanto es poco lo que una dictadura estimula
que no sea corrupción, hambre y militarismo. Porque ni siquiera, conocimiento.
Más, cuando los derechos humanos son lacerados a través de la palabra que
corroe la paz y la armonía social. Por eso, hay términos y frases que son
objeto de toda vulneración. Porque en verdad, no hay respeto. Y este problema,
ha incidido crudamente sobre la convivencia social y la ciudadanía democrática.
Lo terrible de este drama, es que el uso prevaricador de un lenguaje tan
pésimamente hablado en momentos de tanta angustias como las que terminó
provocando la importunada “revolución bonita”, afectó a buena parte de la
población. Y hoy, es común escuchar mucha gente, expresarse groseramente. Pero
igualmente grave, escribir estropeadamente. Y no queda otra que acusar al
régimen de inducir un castellano que como buen verdugo, torturó, ultrajó,
sometió y lesionó la palabra culta, reivindicada por una sintaxis debidamente
expuesta. Ha sido como una lección de oratoria, al revés. De una oratoria que
lejos de animar proposiciones que se movilicen hacia delante, lo hacen hacia
atrás. Es decir, de una oratoria “de cangrejo”.
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
Merida - Venezuela
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