DESDE ARGENTINA
Existe la teoría de que en la historia las
civilizaciones nacen, se desarrollan y mueren en un ciclo de vida semejante al
de los seres vivos. Si analizamos la historia universal no cabe la menor duda
de que el proceso descripto es su carácter esencial. Desde ese punto de vista
parecería que eso que llamamos Occidente y que yo, tal como me pregunté en mi
libro ¿Quién es Occidente?, no sé muy
bien qué es lo que es, estaría viviendo su Zenit. Más allá del acceso de Japón
a la segunda potencia industrial después de la Segunda Guerra
Mundial, ahora surge la amenaza de que la antorcha en algún momento del siglo
XXI sería pasada al Celeste Imperio donde viven hoy casi un quinto de la
población mundial.
En dos recientes artículos publicados en “Foreign
Affairs”, Richard Bernstein y Ross Munro, de una parte, y Robert Ross, de la
otra, trataron el tema. Los primeros sostienen que en la misma medida que la China se desprende de las
cadenas ideológicas del maoísmo y aumenta su riqueza, será cada vez más
amenazante y más peligrosa. La posición de Ross es distinta en el sentido de
que la China es
demasiado débil como para significar una verdadera amenaza para la hegemonía
política de Estados Unidos. Creo que ambas evaluaciones se integran en la
teoría anterior de la historia universal, y no toman en cuenta, ni la una ni la
otra, la diferente realidad que enfrenta la humanidad a partir de la existencia
de las armas nucleares y la revolución de las comunicaciones.
La guerra en el sentido escatológico que existió a
través de la historia ha desaparecido como elemento determinante de alcanzar la
supremacía mundial. Enfrentamiento y colisiones en el siglo XXI no significan,
como hasta la primera mitad del siglo XX, guerra. Este solo fenómeno cambia de
por sí la historia universal, donde las civilizaciones se sucedieron hasta
conformar hoy una sola civilización en eso que se ha dado en llamar
globalización. En ese sentido hoy están más vigentes las palabras de Kant en su
“Paz Perpetua” que el predicado hegeliano, de que la guerra era la forma en que
los estados hacían su irrupción en la historia. Hoy los estados están todos en
la historia con más o menos poder de negociación, pero no con más poder de
destrucción. No existe en la actualidad la capacidad de destruir sin ser
destruido. Es decir, las aspiraciones de poder no van a desaparecer de la faz
de la tierra pero los instrumentos para ejercerlos han sido y siguen siendo
modificados.
Cualquier país europeo que hasta la mitad del
siglo XX hubiera tenido el poder relativo de los Estados Unidos, habría
intentado la conquista mundial. La guerra era “the name of the game” (el nombre
del juego). Hoy hemos ido aprendiendo no a deponer los intereses nacionales en
pro de una hermandad sublime, sino a expresarlo de otra manera. Ya bien decía
Hume en sus escritos económicos: “...el incremento de la riqueza y del comercio
en cualquier nación, en lugar de perjudicar, promueve la riqueza y el comercio
de todos sus vecinos, y un estado puede difícilmente desarrollar su comercio e
industria cuando todos los estados que le rodean están hundidos en la
ignorancia, la pobreza y la barbarie”.
Es decir que la guerra no desaparecería de la faz
de la tierra por la moral, sino por el interés y el egoísmo humano consciente
del terror del holocausto y a través de
las comunicaciones. Demás está decir que la misma tecnología que hace a la
riqueza de las naciones, las hace más vulnerables. De qué le sirve a los
propios Estados Unidos hacer desaparecer de la faz de la tierra, ya fuera la Unión Soviética o
a la China ,
cuando al menos la mitad de su población
se pierde en el empeño. Pero más aún, cada vez existen menos naciones
cuya riqueza no dependa de su integración en la economía mundial. Eso quiere
decir algo más. Si Japón hoy se hundiese en el Océano Pacífico, una gran parte
de la riqueza de otros países y en particular de Estados Unidos desaparecería
con el imperio del Sol Naciente.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que esta
realidad no ha sido construida sólo a partir de hechos, sino que detrás de ella
han estado las ideas que dieron paso a lo que Popper denominara sociedad
abierta. Ha sido el reconocimiento de los intereses privados el que ha
construido la riqueza que se sustenta en la propiedad y el comercio. Ese mal
llamado “materialismo” ha sido la fuente de los mayores logros que han
permitido satisfacer las necesidades de la gente común. No sé en virtud de qué
espiritualidad la guerra pudo haberse considerado como un acto desinteresado y
digno frente a la concupiscencia adscripta al comercio. No hay que ir a las
castas hindúes para encontrar en toda la historia de la humanidad, la religión
y la guerra como los paradigmas excelsos de la virtud, en tanto que el
comercio, las finanzas y el trabajo eran descalificados por indignos. Fue sólo
cuando se revirtieron estos principios, a partir del pensamiento liberal, que
ha sido posible alcanzar el estadio de civilización que hoy disfruta una gran
parte de la humanidad. Esto no quiere decir que en función de la globalización
han de desaparecer ni las identidades nacionales ni las culturas. Pero sí que
éstas habrán de adaptarse a los principios que podríamos llamar de la
civilización, si es que los pueblos pueden aspirar a elevarse por sobre la
pobreza. Y ése no es el modo de la generosidad, sino del interés, no del
reparto, sino de la creación. Ninguna cultura que intente desconocer los
principios de la civilización universal puede esperar alcanzar los estadios de
libertad y bienestar que gozan hoy los países industrializados. Esos principios
no son otros que el reconocimiento del derecho del hombre a la búsqueda de la
propia felicidad, a la vida, a la libertad y a la propiedad. Y estos derechos
individuales parten del reconocimiento de la naturaleza falible del ser humano
tanto en el orden moral como en el del conocimiento. De ahí la necesidad de la
limitación del poder político.
Mi preocupación, entonces no surge del que otros
países orientales o africanos alcancen la riqueza que hoy parece patrimonio del
Occidente industrializado y Japón. El problema de Occidente está dentro del
mismo Occidente. Curiosamente el propio Bernstein, en su explicación de la
nueva posición China, de hecho reconoce el problema. Así dice: “La ironía en
las relaciones chino-americanas es que cuando China estaba bajo la féerula del
maoísmo ideológico y proponía tal ferocidad ideológica que los americanos
creían que eran peligrosos y amenazadores, era realmente un tigre de papel,
débil virtualmente sin influencia global. Ahora que China se ha liberado de la
trampa del maoísmo y se ha embarcado en un curso pragmático de desarrollo
económico, y de comercio global, parece menos amenazadora, pero de hecho está
adquiriendo la posibilidad de apoyar ambiciones globales y sus intereses con verdadero
poder”.
Es evidente que el poder surge en las propias
palabras de Bernstein del capitalismo que no es una faceta económica de la
existencia, sino una concepción ética que se implementa políticamente y produce
la riqueza. El estar bajo el umbral ideológico de Mao es precisamente la
actitud opuesta que diluye las motivaciones para la creación de riqueza en
función de un deber ser absoluto y fútil que significa la opresión y la
inseguridad. El problema en Occidente es precisamente que sus intelectuales
descreen de ese mal llamado sistema capitalista y en la medida que el estado se
apodera de la economía se cae, casi sin darse cuenta, en la trampa ideológica
del maoísmo. Ahí reside el peligro de que se cumpla el ciclo histórico y
Occidente dé lugar a otra civilización no distinta sino precisamente porque
aprendió lo que Occidente olvidara.
Armando Ribas
aribas@fibertel.com.ar
@aribas3
Argentina
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