Las discrepancias en
el ámbito económico-social son suficientemente relevantes como para dividir
aguas entre liberales chilenos de derecha y de izquierda.
La familia liberal es
enorme. En ella caben distintas tradiciones e interpretaciones. Por lo mismo,
hablar de liberalismo sin ponerle segundo apellido resulta un poco vago a estas
alturas. En Chile, en el último tiempo, han surgido diversas iniciativas
políticas, comunicacionales, intelectuales y académicas que se consideran
inspiradas en el pensamiento liberal. Sin embargo, representan visiones de un
liberalismo en tensión. La Fundación para el Progreso, por ejemplo, realiza un
intenso despliegue para difundir las ideas de un liberalismo de cuño clásico.
Si hubiese sido publicado en el mundo anglosajón, el best-seller La tiranía de
la igualdad de Axel Káiser sería considerado parte de la corriente libertaria.
Sin embargo, en la naciente coalición de “centro liberal” –donde conviven
Ciudadanos, Amplitud y Red Liberal– varios de sus dirigentes abrazan los
postulados centrales del llamado liberalismo-igualitario, que en la teoría
política contemporánea se ha quedado con el nombre de liberalismo a secas. Lo
mismo respecto del Partido Liberal de Chile y su diputado Vlado Mirosevic.
Esta columna no
pretende zanjar quiénes son los auténticos o verdaderos liberales. No porque
sea imposible llevar a cabo una reflexión conceptual, sino porque términos como
liberalismo cargan con tanto bagaje histórico y ramificaciones contextuales
que, a decir de Quentin Skinner, lo mejor que podemos dibujar es genealogías.
Dicho de otra manera, no creo que haya impostores de mala fe en la gran familia
liberal. Seguidores de Rothbard y de Dworkin tienen diferencias de fondo, pero
ambos pueden ser sinceros en su identificación con el apellido común. Por
supuesto que me permito dudar de la comprensión del liberalismo en una persona
que al mismo tiempo se define como pinochetista, pero entiendo que las
distinciones en este campo admiten gamas de grises.
A simple vista, lo
que distingue a los liberales en Chile es su posición respecto a la
justificación y legitimidad del ejercicio redistributivo del Estado. Aquéllos
que se agrupan bajo el paraguas clásico son altamente escépticos al respecto.
Los liberales modernos, en cambio, no conciben una teoría de justicia sin un
componente igualitario en la distribución de las recompensas sociales. Aunque
ambos grupos suelen coincidir en la importancia de limitar las atribuciones
paternalistas del poder político, así como en combatir los intentos de
legislación moralizante, sus discrepancias en el ámbito económico-social son
suficientemente relevantes como para dividir aguas entre liberales de derecha y
de izquierda. Los primeros tienen por estandarte intelectual al viejo Hayek,
los segundos al bueno de John Rawls.
Sin perjuicio de las
legítimas diferencias descritas, a los liberales chilenos de la escuela clásica
les haría bien tomar nota de dos aportes de la escuela igualitaria, sin los
cuales se hace difícil entender la metodología liberal en la literatura
especializada. Estos dos aportes se resumen, en la obra de Rawls, en la idea de
justicia como imparcialidad y en la idea de un liberalismo esencialmente
político como consenso traslapado.
La idea de justicia
como imparcialidad se asocia a lo que algunos denominan el “primer Rawls” de A
Theory of Justice (1971). Es una visión tan intuitiva como poderosa, que se
desprende de un experimento mental –que Rawls llama la Posición Original– en el
cual nos imaginamos una situación en la cual no tenemos conocimiento de qué
posición nos tocará ocupar en la sociedad. La pregunta es qué arreglos
institucionales nos parecería justo acordar bajo dicho velo de ignorancia. ¿Por
qué se trata de una lección importante para los liberales ubicados en la
frontera mercurial? Porque en ese mundo abunda la percepción que la (desigual)
distribución actual es justa en la medida que –idealmente– no fue generada a
partir del fraude sino de intercambios voluntarios. Rawls es útil para
recordarles que eso no es enteramente cierto, y que fueron nuestras posiciones
de origen las que determinaron en gran medida las posiciones que actualmente
ocupamos. La idea de justicia como imparcialidad –mecanismo constructivista
prototípicamente liberal– nos pide que pensemos en lo justo sin tener en
consideración los privilegios que queremos naturalmente defender y transmitir a
nuestros hijos. De lo contrario, la igualdad de oportunidades es puramente
nominal y casi nunca efectiva.
Del “segundo Rawls”
de Political Liberalism (1993), los liberales chilenos debieran recoger la
importancia de fundar la convivencia política sobre un acuerdo que establezca
mínimos ideológicos compartidos. La renuencia que muchos liberales exhiben a la
hora de debatir el proceso constituyente revela una entendimiento parcial de
los requisitos procedimentales que el mismo liberalismo exige para justificar
el ejercicio del poder político en sociedades plurales. En estricto rigor, los
liberales debiesen ser entusiastas en la promoción de un acuerdo que redibuje
los esenciales constitucionales bajo condiciones ideales de imparcialidad,
tomando en cuenta que el actual marco normativo constitucional careció de
ellas.
En síntesis, si bien
los esfuerzos por revitalizar la vigencia del pensamiento liberal clásico en
Chile son loables desde la perspectiva del enriquecimiento del debate, no es
intelectualmente honesto referirse al liberalismo sin tomar en cuenta la
metodología predominante en la filosofía política contemporánea, la que en
muchos casos arroja resultados más igualitarios que los que algunos quisieran
aceptar. •••
Cristóbal Bellolio
@cbellolio
Académico de la Escuela de Gobierno UAI
http://www.capital.cl/opinion/2016/01/21/150124-mucho-hayek-y-poco-rawls
comentarios@capital.cl
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