Lejos están los tiempos de la Europa del Tratado de
Maastrich (1992), de esa Europa que parecía avanzar hacia la integración a
través de un sistema monetario único, punto de partida para lo que se pensaba
iba a ser una unión política y cultural de histórica trascendencia. Hoy esa
bella utopía ha sido convertida en aterradora distopía, visión surgida de un
presente sombrío que se extiende a lo largo y a lo ancho de todo el continente.
Europa está en guerra. Hay que decirlo, aunque sus
temblorosos gobiernos no lo quieran aceptar. Es la guerra declarada por el ISIS
como fue la de ayer por Al Quaeda. En esa guerra se combinan todas las formas
de lucha, incluyendo a las políticas.
ISIS y sus organizaciones afines se ramifican al
interior de gobiernos islámicos, sobre todo los sauditas que dicen combatirlas.
No se trata entonces del simple “terrorismo internacional”, sino de una guerra
pluridimensional, de una que tiene lugar dentro y fuera de los Estados y, sobre
todo, dentro y fuera de Europa.
Barrios poblados de musulmanes de segunda y tercera
generación amenazan con convertirse en enclaves de una guerra en contra de un
Occidente real o imaginario. Esos ejércitos de jóvenes sin trabajo han pasado a
ser masa disponible en el renacer del terrorismo islámico. Con una Kalaschnikov cualquier desamparado cree
acceder a una vida heroica aún más allá de la muerte: en los cielos de las
vírgenes desnudas del islamismo vulgar.
Europa está siendo atacada desde dentro y desde
fuera. Pero no solo por islamistas. Mas destructiva aún que el yidahismo es la
acción corrosiva que se desprende de la formación de un antiguo-nuevo fenómeno:
un anti-europeísmo de origen europeo, ayer organizado en visiones nazis y
estalinistas y hoy vuelto a renacer bajo formas más sutiles: en populismos de
ultraderecha, en hordas xenofóbicas, en gobiernos clericales y reaccionarios
como los de Polonia y Hungría, en movimientos ultra- y mini-nacionalistas, y
por si fuera poco, y de un modo cada vez más evidente, en potencias militares
ayer cercanas a Europa, entre ellas Turquía.
Y apoyando a todas esas siniestras apariciones,
aparece como faro luminoso de atracción, la Rusia imperial de Putin.
Demasiado para la débil Europa política que recién
comenzaba a dejar atrás a la Europa puramente geográfica.
Pero aún más grave son las escasas defensas que
muestra la Nueva Europa. Quienes se oponen a la avanzada anti-democrática son
siempre los mismos, gente que oscila entre los 40 y 50 años, miembros de “esa
Europa podrida” formada “por vegetarianos y ciclistas”, según las fascistizadas
palabras de Witold Wasczykowski, ministro del exterior polaco.
En ninguna parte aparecen juventudes idealistas o
rebeldes. Las nuevas generaciones, o se hunden en la seudo-vida digital o pasan
a militar en las filas de los enemigos de Europa.
En el espacio de la política establecida tampoco
surgen reacciones. Conservadores democráticos y socialdemócratas, en lugar de
cerrar filas –con excepción de Francia-
se dedican a practicar rituales politiqueros del siglo XX, cuando se
repartían el poder en una sociedad industrial que ya ha dejado de existir.
Lo peor del caso es que todos los fenómenos
nombrados no son una simple lista. Cada uno se encuentra en estricta
correspondencia con el otro. Tiene así lugar una constelación formada por articulaciones
múltiples.
Veamos: Los bombardeos sobre el mundo islámico han
desatado las más grandes migraciones vividas por Europa después de la segunda
guerra mundial. En los estratos medios, sobre todo en lugares donde sus
habitantes nunca habían tenido contacto con extranjeros, han surgido
inevitables miedos transformados en pánico por la prensa sensacionalista y en
histeria por los partidos de ultraderecha.
Los grupos xenofóbicos que siempre habían existido
en sus rincones, viven su primavera dorada. De sectas han pasado a convertirse
en partidos que aglutinan a vastos movimientos de masas enardecidas. Ha llegado
la hora de Geert Wilders en los Países Bajos, de Vlaams Belang en Bélgica, del Partido de la Libertad
en Austria, de los Verdaderos Demócratas de Suecia, de Aurora Dorada en Grecia,
de los Finlandeses Verdaderos, del Partido Popular Danés, de Pegida y de
Alternativa para Alemania.
En Polonia y Hungría ya son gobiernos. Emulando al
régimen autocrático de Putin, los presidentes Kaczynski y Orbán proclaman su
desprecio por las libertades democráticas, su rechazo a la república
parlamentaria y el culto a la personalidad y a los valores patrios.
Tanto Orbán como Kaczynski han procedido a
apoderarse de los aparatos de la justicia, a restringir la prensa libre y a
restaurar los ritos más oscuros del catolicismo medieval. La democracia para
ellos es solo un instrumento para acceder al poder y cercenar libertades
democráticas.
Más allá de las diferencias, a todos estos grupos y
gobiernos los unen tres principios: una islamofobia radical, un antieuropeísmo
rabioso (anti UE) y un total rechazo a uno de los pocos bastiones democráticos
que mantienen cierta solidez en Europa: la Alemania de Ángela Merkel. En ese
último punto los nacionalistas de la ultraderecha concuerdan plenamente con el
neo-izquierdismo de Syriza en Grecia y de Podemos en España. Como ocurrió en la
década de los treinta del siglo XX con el estalinismo y el fascismo, los
extremos han comenzado a retroalimentarse.
No es primera vez que Europa se encuentra amenazada
desde fuera y desde dentro. En los momentos en los cuales parecía claudicar,
siempre apareció un Churchill, un de Gaulle, un Brandt, e incluso, desde más
lejos, un Gorbachov. Las reservas democráticas son todavía abundantes. Los valores
legados por la Ilustración siguen vigentes. Pero eso no significa que no hay
que tomar en serio las amenazas que se ciernen sobre el continente.
Europa, en efecto, puede soportar deserciones de
países como Hungría o Polonia, recién llegados a la política post- Guerra Fría.
El problema es que esta vez hay tres naciones de la Europa histórica en
peligro. Me refiero a Francia, España y Alemania. Si cualquiera de ellas
sucumbe al influjo antidemocrático de nuestro tiempo, Europa puede dejar de ser
lo que ha sido y es: la fuente del Occidente político y cultural.
Francia se encuentra sitiada desde dentro por las
dos cabezas de la hidra antidemocrática. Por un lado, la cabeza islamista que
intenta convertir al país en blanco de operaciones terroristas. Por otro, la
cabeza ultranacionalista representada por el Frente Nacional y su líder Marine
Le Pen.
Hasta ahora la Francia republicana resiste; y no
sin cierto heroísmo. Sus partidos democráticos hacen causa común. Pero de una
manera u otra los fundamentalistas islámicos y anti-islámicos han logrado
imponer sus condiciones. Los terroristas han desatado el miedo colectivo y su
correlato: la más abierta islamofobia. Los ultraderechistas han politizado a la
islamofobia hasta llegar a convertirla en alternativa de poder. Con ello han
logrado reducir la multicolor política de Francia a solo dos opciones. O con la
le Pen o sin la le Pen.
Está de más decir que el dualismo empobrece
radicalmente a la política. Obligados a pactar entre sí los socialistas y los
republicanos, las diferencias son atenuadas y los debates, que son la sal de la
política, tienden a desaparecer. Aún perdiendo Marine Le Pen ha logrado uno de
sus propósitos: la despolitización de la democracia francesa.
España, aunque así lo parezca, es otro gran país amenazado.
Hasta hace poco tiempo parecía ocurrir lo contrario. La crisis del bipartidismo
(PP y PSOE) había dado origen a un interesante cuadrilátero gracias a dos
partidos emergentes: Podemos y Ciudadanos.
Podemos podría haber sido el representante del movimiento
de los indignados del 2011. Pese a sus infantilismos, sus vacíos programáticos
y sus oscuras vinculaciones con el régimen chavista de Venezuela, parecía traer
aires nuevos a la letárgica política del país, integrando a muchos
desorganizados sin adscripción política.
Ciudadanos, a su vez, ha intentado romper con la
dicotomía clásica (izquierda y derecha) buscando soluciones no ideológicas a
problemas reales. Además, su doble condición de partido catalán y español lo
facultan para ser el puente de plata entre las autonomías y toda la nación.
El primer gran problema surgió desde Cataluña donde
la extrema izquierda representada en la CUP y los conservadores de Junt pel Sí
plantearon el desafío de la escisión plebiscitaria. El segundo problema
apareció cuando otras regiones
(Valencia, el País Vasco, Navarra) comenzaron a asumir el modelo
catalán. El tercero, el más grave, fue y es el ofrecimiento de Pablo Iglesias
para convertir a Podemos en el partido eje de los “independentismos” de
ultraizquierda y ultraderecha. El cuarto problema ha sido y es el oportunismo
de Pedro Sánchez quien insiste en ser presidente a través de una alianza de las
izquierdas (PSOE y Podemos) pasando por alto, como si no existiera, el peligro
secesionista.
Si todos estos problemas se articulan y amplían,
España será, como alerta Albert Rivera,
definitivamente despedazada. De más está decir lo que eso significaría para el
ideal de una Europa Unida.
El gran peligro de España está concentrado
definitivamente en Podemos y en su ambicioso líder Pablo Iglesias.
Si los españoles no se dan cuenta a tiempo se verán
un día en la obligación de tender un cordón sanitario alrededor de Podemos del
mismo modo como hacen los franceses con el Frente Nacional. La comparación no
es antojadiza. Si dejamos el chapuceo ideológico a un lado, veremos que Podemos
y el FN tienen no pocos puntos en común. Ambos han votado en contra del euro en
el Parlamento Europeo. Ambos no disimulan simpatías por Putin. Ambos son
enemigos de la UE. Y no por último, ambos ven en la persona de Ángela Merkel a
una enemiga total. En ese ultimo tema no están solos.
El liderazgo del gobierno Merkel ha sido uno de los
principales diques en contra de las tendencias disgregadoras de Europa. Ese
liderazgo fue primero nacional. Al aplicar dosificadamente las medidas
anti-crisis, Alemania fue el primer país europeo en salir de la recesión.
Ante el tecnocratismo de los jerarcas de la UE,
Merkel debió asumir un liderazgo continental. Razón más que suficiente para que
los izquierdistas europeos hubieran sustituido la noción de el “imperialismo
norteamericano” por la del “imperialismo alemán”. Pero todos saben, sobre todo
Alexis Tsipras, que si no hubiera sido por Merkel, Grecia estaría hoy en
cualquier parte, menos en Europa.
Frente a las pretensiones expansivas de Putin,
Merkel ha sido el principal obstáculo, hecho que la ha llevado a ejercer
liderazgo político, atrayendo hacia sí a Hollande, otro de los que llegó al
poder agitando consignas anti-Merkel. En fin, en todos los niveles, Merkel
emerge como líder indiscutida. Razón más que suficiente para que los europeos
anti-europeos la conviertan en blanco de todos sus ataques.
Lo que nadie pensó fue que en su propio país,
Merkel llegaría a ser símbolo de la reacción antidemocrática. Todo comenzó con
su política frente a los refugiados provenientes de los países islámicos, sobre
todo de Siria.
Merkel fue confrontada con un dilema. O levantaba
muros al lado de los cuales el de Berlín habría sido un juguete, o abría
puertas a las masas que pedían refugio. Eligió la segunda alternativa. Ya sea
por su espíritu cristiano, ya sea por su compromiso en una guerra en la cual
Alemania ya está participando, ya sea por su visión de estadista que le permite
ver en la futura integración de los trabajadores emigrantes una sustitución
para una población laboral en franco descenso, el hecho es que Merkel, con su
política migratoria se ha transformado en la enemiga número uno de la
ultraderecha alemana y europea.
En estos momentos tiene lugar en Alemania una
sincronizada sublevación política. Desde los partidos xenofóbicos, Pegida,
pasando por la más elitista Alternativa para Alemania y sectores
ultraconservadores de la CSU, hasta llegar a algunas fracciones
socialdemócratas que imaginan capitalizar “las próximas elecciones”, son disparados
dardos en contra de Ángela Merkel.
Merkel se encuentra en estos momentos aislada. De
la Linke (la Izquierda) nunca va a recibir apoyo. Y los Verdes tienen, entre
varias, la mala costumbre de no meterse en política.
Merkel, sin embargo, sigue manteniendo popularidad
entre los sectores más esclarecidos de la sociedad alemana. Liderazgos
sustitutivos no asoman por ninguna parte. Nadie posee su capacidad para lograr
consensos entre posiciones antagónicas. Pero está claro que no podrá salir del
paso sin hacer concesiones. ¿Hasta dónde? De esa pregunta depende no solo el
destino de Alemania.
Pensando en términos macro-históricos puede que esa
luz nacida una vez en Atenas, aún sin apagarse, deje de brillar sobre Europa.
Si así ocurriera, otros deberán asumir su legado luminoso. ¿América? O mejor:
¿Las tres Américas? Es solo un pensamiento. Es solo una idea
Fernando Mires
mires.fernando5@gmail.com
@FernandoMiresOl
@FernandoMires1
Alemania
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