Cierto es que Corea del
Norte 2016 no es lo mismo que Alemania 1933, pero lo que sí es igual es la
indiferencia con la que el mundo (salvo los interesados directos) tomó las
noticias sobre desarrollo de armas de destrucción masiva, la violación de
derechos humanos y demás atrocidades que en la Europa de entonces fueron el
preludio de la mayor desgracia vivida por la humanidad en toda su historia. La
excusa de la soberanía siempre es muy socorrida para justificar los tortuosos
caminos que algunos países asumen y la misma excusa sirve también hoy para que muchos otros ignoren –o hasta
justifiquen– esos excesos.
En días pasados, con
motivo del recuerdo del aniversario del holocausto padecido por judíos y otros
durante la Segunda Guerra Mundial, la Asamblea Nacional ofreció la tribuna de
oradores al señor Hilo Ostfeld en su condición de sobreviviente de la tragedia
genocida desatada por el nazismo. En su impactante intervención Ostfeld afirmó
que la mayor complicidad para las malas acciones no es solo dejar que se lleven
a cabo sino –peor aún– la indiferencia de quienes prefieren mirar para otro
lado. El aplauso que coronó la intervención no tuvo coloración por bancadas
parlamentarias: fue de pie y unánime.
Los venezolanos –en
otra escala, afortunadamente– tenemos alguna experiencia en la materia. Durante
los primeros años del chavismo el discurso atractivo de igualamiento social,
aderezado con generosos financiamientos, mucho sirvió al régimen para engatusar
a amplios sectores gubernamentales, ONG y ciudadanos de a pie con la esperanza
de reivindicaciones que –a no dudar– eran y son necesarias aún en el continente
y en el mundo.
Con el paso de los
años el encantamiento fue mermando y con el desinflamiento de la ubre
venezolana algunos fueron tomando nota –generalmente coincidiendo con la falta
de financiamiento– de que algo andaba mal. Hasta países democráticos, como
Argentina, Brasil, España y otros, privilegiaron por mucho tiempo la obtención
de grandes contratos para sus corporaciones por encima de valores de mayor
jerarquía, pero menor palpabilidad. Al día de hoy el escenario ha cambiado y es
la hora en que los reclamos son cada vez más frecuentes y altisonantes, lo cual
se traduce en que la pobre señora que conduce la Cancillería debe dedicar todo
su tiempo a protestar y desmentir en forma destemplada la catarata de
declaraciones críticas provenientes de todas partes del mundo.
Pero volviendo a
Corea del Norte –que tuvimos ocasión de visitar en 1988– ha comenzado una vez
más el ciclo de chantaje internacional con que ese país maniobra cada vez que
su situación de carencias internas (hambruna) lo requiere.
Hoy la prensa nos
dice que Pyongyang ha vuelto a arrancar una central nuclear, que ha reinstalado
su capacidad de producir plutonio y además –confirmado– que ha disparado un
misil de larguísimo alcance, capaz de transportar armas nucleares. Japón,
China, Corea del Sur y otros han encendido las alarmas.
La dinámica ya
conocida en cada ciclo anterior tiene como guion la amenaza –cada vez más
creíble– de que el país tiene la capacidad de desatar un conflicto con armas
nucleares y a partir de esa percepción generar temores que derivan en alguna
serie de reuniones que terminarán intercambiando la promesa de portarse bien
con la de otorgar ayuda alimentaria masiva, todo ello sin compromiso alguno de
democratizar la vida ni respetar derechos humanos. Así se vuelve a alimentar el
monstruo y arranca el nuevo ciclo. Así ocurrió con Hitler cuando Munich (1938),
cuando Polonia (1939), cuando el pacto Molotov-Ribbentrop (1941) y los demás
engaños con los que dirigentes de alto voltaje han embaucado al colectivo
humano que ha debido varias veces pagar un alto precio. ¿Dejaremos que lo mismo
vuelva a ocurrir a nuestra vista y aceptación?
Adolfo P. Salgueiro
apsalgueiro1@gmail.com
@apsalgueiro1
Internacionalista
Miranda - Venezuela
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