Las diferentes
repúblicas latinoamericanas no han logrado restablecer un equilibrio
institucional legítimo y duradero, en reemplazo del que fue destruido, junto
con el Imperio Español, entre 1810 y 1824. Aquella legitimidad y aquel
equilibrio fueron desmantelados en nombre de la libertad y para establecer la
democracia, según el modelo que ofrecían, desde 1776, los Estados Unidos. A
partir de entonces, una multitud de constituciones y otros documentos políticos
han ratificado esa aspiración, sin que los hechos hayan venido jamás a
satisfacerla en forma convincente o duradera. En los últimos cincuenta años,
México ha sido el único país latinoamericano que no ha tenido cambios de
gobierno violentos, distintos a los previstos en las leyes y causados por
guerras civiles o por golpes de estado militares. Entre nosotros, la paz y la
democracia han sido rarezas frágiles; la tiranía o la guerra civil, las normas.
La evolución y el estado actual de la Revolución Cubana, en la cual pusimos
todos tantas esperanzas, y en este mismo momento la tendencia semejante de la
revolución nicaragüense, son las decepciones más recientes, pero seguramente no
las últimas, para quienes esperamos todavía que, contrariando nuestra historia,
el proyecto democrático pueda afianzarse y ganar una legitimidad definitiva en
nuestra América.
La explicación más
obvia y general para ese subdesarrollo político latinoamericano (causa y no
consecuencia del atraso económico) es haber sido fundada nuestra América por un
país admirable de múltiples maneras, pero que entraba justamente entonces en un
divorcio con el espíritu de los tiempos modernos, en un rechazo al
racionalismo, a la ciencia experimental, al secularismo, al libre examen; es
decir, a los fundamentos de las revoluciones industrial y liberal y del
desarrollo económico capitalista.
Simultáneamente, y
por motivos vinculados o no con su rechazo a la modernización, la sociedad
española va a iniciar en el mismo siglo XVI una decadencia, una lasitud y una
tendencia a la desintegración, aun en relación con sus propios valores y
coordenadas, de origen y significado medievales y precapitalistas. Esa lasitud
y esa tendencia a la desintegración, los países nuevos que España funda en
América las van a compartir y acentuar. El Nuevo Mundo hispanoamericano va a
ser el Viejo Mundo español con algunos muy serios problemas adicionales.
En España
invertebrada, Ortega y Gasset, tras afirmar que, por lo menos desde 1580,
"cuanto en España acontece es decadencia y desintegración", hace la
observación de que, así como la curva ascendente de una colectividad está
signada por la incorporación y la totalización, en el sentido de que cada
individuo y cada grupo se sabe y se siente parte de un todo, de manera que lo
que vulnera al todo afecta a cada cual, y viceversa, la decadencia ocurre
cuando las partes de la colectividad, los grupos, los individuos no se sienten
comprometidos con el destino común, descubren su particularismo, dejan de
sentirse a sí mismos como partes de un todo orgánico y, en consecuencia, dejan
de compartir los sentimientos y los intereses de los demás.
Si esto ocurrió en
España desde el siglo XVI, obviamente va a sucederle también a la sociedad hispanoamericana
desde su nacimiento. Es su condición original, y tanto más cuanto que el
particularismo español, el no sentirse cada uno de los españoles personalmente
comprometido con los intereses globales de su propia sociedad, va a
radicalizarse con el salto a América, que es tierra de conquista, de saqueo, de
esclavos, de botín.
Ese egoísmo no es
únicamente característico (como se quisiera hacer creer) de las clases altas
latinoamericanas, o de los nuevos ricos de la industria o el comercio, sino que
matiza la conducta de casi todos aquellos que logran alcanzar entre nosotros
una situación de poder, a cualquier nivel, y, desde luego, la actuación de los
grupos institucionales o accidentales que puedan definir y perseguir intereses
sectoriales. A esa categoría pertenecen las Fuerzas Armadas, las universidades,
los clanes regionales o políticos (a estos últimos se les llama partidos), los
sindicatos, las federaciones empresariales, los gremios profesionales, etc.
Como los
latinoamericanos no somos monstruos caídos de otro planeta, sino seres humanos
movidos por los mismos estímulos que los demás, no desconocen otras sociedades,
y sobre todo las que no han alcanzado todavía un grado satisfactorio de
integración, o las que han comenzado a declinar en su fuerza centrípeta (como,
ahora mismo, los Estados Unidos), iguales o parecidos fenómenos de egoísmo
individual, familiar o de clan; pero las latinoamericanas son las únicas
sociedades occidentales que nacen en proceso de desintegración. La única
sociedad europea comparable (en ese sentido) a las sociedades ibéricas
(peninsulares o americanas) es la italiana; y no es fortuito que haya sido un
italiano quien compusiera El príncipe, ese manual para tiranos, ese compendio
de técnicas para recoger una sociedad en migajas y mantenerla en un puño, que
es lo que han hecho todos los caudillos latinoamericanos, desde Páez y Rosas
hasta Fidel Castro.
A partir de esa
experiencia histórica, ha sido formulada reiteradamente, a veces en forma
oblicua, pero a menudo con toda claridad, la idea de que, por nuestra manera de
ser, los latinoamericanos no estamos hechos para la democracia y no debemos
intentarla sino, a lo sumo, con mucha cautela y con las riendas siempre tenidas
con firmeza por las manos de un poder ejecutivo fuerte. Y no se crea que esto
ha sido sostenido sólo por los apologistas positivistas de tiranos como
Porfirio Díaz o Juan Vicente Gómez. En Nuestra América (1891) nos encontramos
con estas frases sorprendentes de José Martí:
La incapacidad [de
autogobernarse Latinoamérica] no está sino en los que quieren regir pueblos
originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro
siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de
monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al
potro de un llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada
de la raza india... El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno
ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución
propia del país.
Bolívar mismo no
estaba diciendo otra cosa (y las palabras de Martí son, sin duda, un eco
deliberado de Bolívar) cuando, en su discurso al Congreso de Venezuela reunido
en Angostura en 1819, sostuvo que la entonces vigente Constitución de su país,
más o menos copiada de la norteamericana, era inaplicable en Venezuela; y que
hasta era cosa de asombro que su modelo en los EEUU hubiera subsistido casi
medio siglo sin trastorno, "a pesar de que aquel pueblo es un modelo
singular de virtudes políticas [y] no obstante que la libertad ha sido su
cuna". En cuanto a la otra América, la nuestra, si absurdo sería intentar
hacer funcionar en España las libertades políticas, civiles y religiosas de
Inglaterra, pues más disparatado aún resultaría dar a la América española las
instituciones de los norteamericanos. Ya lo había dicho Montesquieu: las leyes
deben ser apropiadas a las características de cada pueblo. Cuando Bolívar pudo
redactar una Constitución según sus ideas (la de Bolivia), propuso una
Presidencia vitalicia y un Senado hereditario. Es cierto que tal Constitución
tampoco funcionó, pero su significado (así como su coherencia con ideas
semejantes expresadas por el Libertador, desde 1812 por lo menos) es claro, y
por ello no es sorprendente encontrarnos con que el Discurso introductorio a la
Constitución de Bolivia figure en primer lugar en una antología del pensamiento
conservador latinoamericano, junto con textos de Mariano Paredes Arillaga y
Lucas Alamán[1].
Desprovistos
singularmente de espíritu crítico y autocrítico, los latinoamericanos no nos
hemos detenido a reflexionar sobre el sentido de admoniciones como las de
Bolívar o Martí. Hemos preferido persistir en redactar Constituciones ideales,
en fundar repúblicas aéreas y en sufrir en la práctica regímenes autoritarios
discrecionales, sin preguntarnos demasiado en qué consiste esa
"originalidad" a que se refería Martí, o por qué era (y sigue siendo)
inaplicable en nuestros países una Constitución calcada en la que sirvió a los
norteamericanos para fundar una estabilidad y una legitimidad que ha rebasado
dos siglos de vigencia ininterrumpida.
Esa escasa o nula
inclinación nuestra por descubrir las raíces de nuestro subdesarrollo político
tiende a perpetuarlo. Permanecemos vulnerables a interpretaciones históricas y
a ofertas políticas construidas sobre la mentira, o que apelan a la verdad sólo
a medias. Nos seduce cuanta explicación de nuestras frustraciones remita la
culpa a factores exteriores a nosotros mismos. Y, desde luego, esquivamos
cuidadosamente, como quien rehúsa con horror un psicoanálisis, toda indagación
sobre la causa profunda de nuestros fracasos. Es por eso que el sistema
mexicano, con su mezcla singular de autoritarismo conservador y retórica
revolucionaria, aparece como el mayor logro político, hasta ahora, de nuestra
cultura latinoamericana. Diríase que es apropiado a la manera de ser de
nuestros pueblos ese torrente de palabras, encubridor de formas de ejercicio de
la autoridad esencialmente distintas (y hasta contradictorias) de lo que dicen
ser. De esa manera (y con la alternabilidad forzosa y la no reelección absoluta
de sus presidentes), los mexicanos han logrado combinar un poder ejecutivo casi
ilimitado con el gusto latinoamericano por no llamar las cosas por su nombre.
Se trata, desde
luego, de una solución inferior a la democracia pluralista y sincera, a la que
no podemos dejar de aspirar, puesto que la sabemos preferible y la vemos
funcionar al lado nuestro, en los Estados Unidos, pero superior a los
autoritarismos personalistas y desenfrenados que vino a sustituir. Además, no
debemos perder de vista que, en el mismo lapso de vigencia del sistema
mexicano, el resto de Latinoamérica ha conocido un abanico de formas de
gobierno mucho menos estimables todavía, tiranías tradicionales, aventuras
absurdas como el socialismo militar peruano, la mucho más seria (y, por lo mismo,
más inquietante) tecnocracia cívico-militar brasileña (la cual,
significativamente, incorporó la alternabilidad de los dictadores, al estilo de
México) y, además, verdaderas tragedias, como las sucedidas en Cuba, Chile,
Uruguay, Argentina y Nicaragua.
Dentro de este
panorama desolador, Venezuela ofrece la apariencia de una excepción y un
modelo. Es cierto que nuestro país, tras sacudirse en 1958 de una dictadura
militar más entre las muchas que ha sufrido en su historia, tuvo la fortuna
excepcional de encontrar gobernantes capaces de fundar instituciones
genuinamente democráticas y defenderlas contra el doble desafío de militares
reaccionarios y de la extrema izquierda en armas, inspirada y ayudada
activamente desde La Habana. Pero la democracia venezolana ha sido menos
afortunada en su manera de enfrentar sus desafíos internos. Ya antes de 1973
era posible sostener que debía su existencia y su estabilidad a fuertes y
crecientes ingresos petroleros. Luego el petróleo pasó a valer diez veces más,
en saltos sucesivos y siempre oportunos, para rescatar a Venezuela de un
crecimiento en el gasto público tan inverosímil como irrefrenable. Los
venezolanos nos las hemos arreglado para gastar todo ese ingreso petrolero y
para tomar además prestados, y gastar también, treinta mil millones de dólares
adicionales, sin por ello resolver los problemas fundamentales del país. Los
partidos políticos han puesto de lado la solidaridad de los años iniciales de
la etapa democrática. Los gobiernos (ahora monopartidistas, y no coaliciones
nacionales como en los años reconocidamente precarios) posponen decisiones
impopulares y prefieren tirarles dinero a los problemas. Crece el fantasma de
la uruguayización de la economía[2], la cual entraría en crisis si dejan de
aumentar regularmente los precios del petróleo. Podría temerse que los países
del Cono Sur, cuyas democracias aparecían en el primer tercio de este siglo tan
sólidas o más que la de Venezuela hoy, hayan transitado anticipadamente un
camino que ahora mismo podríamos estar recorriendo los venezolanos. Se trata de
una reflexión pavorosa. Una nueva dictadura militar en Venezuela no encontraría
ahora el pueblo dócil, diezmado por endemias y guerras civiles, pobre,
ignorante, desorganizado y habituado a la tiranías, que existió hasta hace una
generación. Una sociedad venezolana hoy razonablemente moderna, inmensamente
más compleja, politizada y habituada a ser halagada por ofertas políticas
populistas, realizadas a medias mediante la liquidación acelerada del petróleo,
haría forzosa no una dictadura limitada, una dictablanda, como se suele decir,
sino una tiranía brutalmente represiva y resuelta a gobernar indefinidamente,
como han sido las del Cono Sur, justamente por la complejidad y el adelanto
relativo de aquellas sociedades.
Debe señalarse en
este punto que también el contexto internacional ha cambiado, y no precisamente
para facilitar la existencia de la democracia en América Latina. Desde 1960 las
fuerzas que entre nosotros comenzaron a materializarse en forma importante con
el establecimiento en Cuba de un gobierno comunista, han hecho notables avances
en el propósito de tercermundizar irrevocablemente a América Latina. Todos los
partidos más o menos socialdemócratas (sin excluir al PRI mexicano), de quienes
hemos recibido los latinoamericanos lo esencial de la prédica y también de la
conducción democrática que hemos tenido en la época contemporánea, cargan hoy
con un complejo de culpa por juzgar en el fondo ellos mismos que Fidel Castro
ha hecho la demostración de que se podía ir más lejos y más rápido en la vía
del antiimperialismo. En América Latina el antiimperialismo tiene la constancia
precisa de un enfrentamiento y una eventual ruptura, no con el mundo
capitalista avanzado en general, sino especialmente con los EEUU, país cuyo
éxito y poder nos causa humillación y amargura, sobre todo en comparación con
nuestro propio fracaso relativo en el mismo "Nuevo Mundo" y en el
mismo tiempo histórico.
Con la aceptación,
ahora generalizada, de las hipótesis que conforman la teoría según la cual ese
éxito de los norteamericanos se explica esencialmente por el despojo que hemos
sufrido y por el atraso social y político a los cuales nos han supuestamente
coaccionado los EEUU mediante los mecanismos del imperialismo y la dependencia,
América Latina ha metido el dedo en el engranaje del mito más peligroso y más
enervante entre los tantos que nos han servido para excusar nuestros defectos.
Es peculiarmente enervante ese mito porque, si todo cuanto anda mal en
Latinoamérica se debe a un agente externo, nada que hagamos antes de exorcizar
ese demonio (antes de "romper la dependencia", como Cuba) servirá
para mejorar la calidad de nuestras sociedades. Al contrario, los esfuerzos
mejor intencionados y más heroicos por lograr progresos dentro de la democracia
podrán ser descalificados (y lo han sido) como especialmente perversos, puesto
que demoran el advenimiento de la única verdadera salvación, que supuestamente
reside sólo en la mutación revolucionaria.
Un ejemplo de esta
enajenación, singularmente irónico puesto que puso término a un experimento
socialista, fue lo ocurrido en Chile entre 1970 y 1973. No hay duda de que el
desquiciamiento emotivo e ideológico producido en Latinoamérica por la
Revolución Cubana fue una de las causas fundamentales del fracaso y el
desenlace violento del gobierno de Salvador Allende. Sin la necesidad de estar
a la altura de Fidel y del Che Guevara, sin la presión a su izquierda de
fidelistas y guevaristas chilenos, sin la intervención de Cuba (cuya embajada
en Santiago tenía para 1973 más personal que el Ministerio de Relaciones
Exteriores chileno), y sin la modificación por todos esos factores del ánimo
institucionalista de las Fuerzas Armadas chilenas, Salvador Allende hubiera
terminado su mandato, y hubiera entregado la Presidencia a un sucesor electo
democráticamente, estaría vivo y el mundo no hubiera jamás oído hablar del
general Pinochet.
El ejemplo de la
Revolución Cubana, y el esfuerzo intenso y voluntarista de Fidel Castro y el
Che Guevara por utilizar Cuba como un foco de irradiación revolucionaria para
toda América Latina, fue la causa directa del naufragio de otras democracias de
viejo trayecto, ya muy debilitadas por el fraccionalismo, el populismo y la
demagogia. El corolario fue el surgimiento de un nuevo autoritarismo de
derecha, basado, como en el pasado, en el poder militar, pero mucho más
implacable aún, por la existencia ahora de clases obreras y medias numerosas,
frustradas en las expectativas irreales a que las habían conducido los
demagogos; y también porque, por primera vez desde el establecimiento de
ejércitos profesionales en América Latina, el partido militar se había
planteado el problema de su supervivencia en un contexto hemisférico y mundial
que en Cuba condujo a la disolución de esas fuerzas armadas profesionales y al
fusilamiento, cárcel o exilio de todos los oficiales.
En ninguna parte ha
sido esa situación más desalentadora que en Argentina, sin discusión el país
más avanzado de América Latina y el que, por lo mismo, a través de las
pesadillas que ha vivido, ha puesto de manifiesto crudamente la dificultad que
tiene la cultura hispanoamericana para superar su subdesarrollo político.
Durante unos años
(digamos entre 1965 y 1975) pudimos abrigar la ilusión de que se habían
moderado las pulsiones irracionales de nuestra sociedad, las cuales encontraron
tanta satisfacción en todo cuanto está implícito en la Revolución Cubana y en
la dictadura caudillista de Fidel Castro. Pero los sucesos de Nicaragua tienden
a demostrar lo contrario. No me atrevo por lo tanto a ser optimista en cuanto a
las posibilidades que tiene nuestra América de alcanzar, en un futuro cercano,
una evolución política que pueda liberarla de la crisis permanente y del vaivén
entre regímenes democráticos populistas, económicamente incompetentes y de
tendencia suicida, por una parte, y, por otra parte, regímenes autoritarios,
igualmente o más ineptos para la gestión económica, por lo menos en algunos
casos (como pudo verse en el Perú), y, además, redobladamente represivos por
las razones ya apuntadas. El muy peculiar sistema mexicano no es imitable, y
menos cuando los mexicanos mismos, que lo produjeron, dan muestras de estar
hastiados con él. Y persiste, desafortunadamente, en Latinoamérica, una
fascinación de muchos dirigentes por Fidel Castro, bastante comparable a la de
los conejos con la serpiente.
Casi sin excepción,
los mejor dotados y más cultivados entre los intelectuales latinoamericanos
(desde 1960, casi todos "de izquierda" y admiradores casi femeninos
del macho Fidel Castro) continúan esquivando cuidadosamente la reflexión
crítica profunda sobre nuestra sociedad, y persisten en dedicarse
apasionadamente a la empresa contraria: reforzar la idea fija y paralizante de
que todos los problemas de América Latina se deben a agentes externos, y que la
solución (o el desquite) la encontraremos en la revolución. Así, por ejemplo,
los economistas latinoamericanos han hecho una contribución desmedida a la
teoría de la dependencia como explicación suficiente del subdesarrollo, sin
preocuparse en lo más mínimo por el hecho de que, en relación con el país
capitalista original, Inglaterra, todos los demás protagonistas del sistema
capitalista, liberal, democrático, han sido competidores rezagados, cada uno en
su momento, por lo mismo, tan dependiente como quien más, y todavía, ahora
mismo, naciones como el Canadá y Nueva Zelanda, a las cuales, no sin razón,
Argentina se consideraba superior, en todo, hace unos años todavía.
No es, pues,
sorprendente que Fidel Castro y su revolución continúen teniendo en América
Latina un prestigio por otra parte difícilmente comprensible para un observador
no latinoamericano, aun de izquierda. Para éste, Castro aparece ya
desenmascarado como un tirano típicamente latinoamericano, un caudillo más; su
revolución, como un fracaso espantosamente costoso para el pueblo cubano y
hasta para toda América Latina; su mayor contribución a los asuntos de nuestra
época, los servicios que presta a los soviéticos, a quienes ha entregado la
juventud cubana para que hicieran de ella, primero, un ejército desmesurado y,
luego, una fuerza expedicionaria. Esta empresa tiene que haber sido concebida y
haberla comenzado a realizar la URSS desde hace bastante tiempo, al menos desde
1965, justamente cuando se hizo aparente el fracaso de las teorías foquistas
del Che Guevara recogidas por Régis Debray en el famoso librito Revolución en
la revolución. A partir de entonces, los rusos asumieron directamente la
administración del recurso Cuba, el adiestramiento militar de la juventud
cubana y su envío a todos los lugares del mundo, por remotos que sean, donde
los rusos mismos serían vistos con recelo. Pero lo que puede parecerle a un
observador no latinoamericano como algo vergonzoso para la nación cubana, y
como una sangrienta vejación para su juventud, obligada a representar el papel
de senegaleses[3] del imperio soviético, significa en América Latina un
prestigio suplementario para Fidel. Los latinoamericanos prosoviéticos, o, más
generalmente, "de izquierda", no son los únicos que no le han hecho
críticas a Fidel sobre este asunto. Casi sin diferencia, también los
socialdemócratas, los liberales y hasta los conservadores latinoamericanos (y,
desde luego, muchos militares) sienten un orgullo secreto de descolonizados
porque soldados de aquí, por primera vez en la historia, han puesto pie en
África, el Magreb, Yemen, Vietnam, Afganistán, Camboya.
Cuando Fidel fue
recibido en visita oficial a México, en mayo de 1979, el presidente López
Portillo lo saludó en el aeropuerto como "uno de los hombres del
siglo". Esta hipérbole de López Portillo, sincera o hipócrita,
presumiblemente lo ayudó ante la opinión pública de su país, lo cual podría
hacernos temer que tal vez estemos los latinoamericanos menos cerca hoy que
ayer de una adhesión existencial al proyecto democrático inscrito formalmente
en las Constituciones y los Códigos de nuestras repúblicas desde la
Independencia.
[1]Pensamiento
Conservador (1815-1898). Compilación de José Luis Romero y Luis Alberto
Romero., Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978.
[2]Me refiero al
suicidio de la democracia en Uruguay, país del cual se decía hasta hace algunos
años que era "la Suiza de América", pero el cual, paulatinamente,
arruinó su salud fiscal, y luego su contrato social democrático, mediante concesiones
populistas, cada vez más onerosas, a actividades no productivas, transferencias
de recursos cada vez mayores a una seguridad social en principio admirable pero
que desbordó las posibilidades reales de la economía, proliferación burocrática
agravada por jubilaciones a temprana edad con sueldo completo, etc. El
consiguiente colapso de la economía arrastró en su caída las estructuras de la
democracia uruguaya. A esa tendencia y a sus consecuencias se las llama
uruguayización.
[3]Los franceses usaban
tropas negras africanas en las guerras mundiales y en sus expediciones
coloniales en Asia y los países árabes.
Este ensayo fue
publicado originalmente en las revistas Vuelta (México) y Dissent (EEUU) y
reproducido en Marx y los socialxdismos reales y otros ensayos (Monte Ávila,
1988). Recientemente lo rescató el instituto Cato de Washington DC.
Instituto Cato
@ElCatoEnCorto
"La #Democracia
en Latinoamérica" por Carlos Rangel http://ow.ly/TmwA5
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