La política
contemporánea invita permanentemente a encarar debates que son absolutamente
periféricos e intrascendentes, que tienen la intención de ocultar contenidos
de mayor magnitud. No importa cuál sea el tema que propone la coyuntura.
Invariablemente todo gira alrededor de lo mismo.
Lo concreto es que el
gasto estatal está totalmente desbordado. La sociedad pretende que el Estado lo
haga todo, barato y bien. Eso requiere de recursos que no son inacabables. En
ese contexto, la disyuntiva central pasa por definir a quienes saquear en cada
ocasión.
Vale la pena recordar
que los gobiernos se alimentan de tres únicas fuentes y por más creatividad que
se le imprima a este dilema, serán los impuestos, el endeudamiento o la emisión
de dinero, las únicas alternativas a las que pueden recurrir los que conducen
los destinos políticos de la comunidad.
Se podrán buscar
atajos, se utilizarán ardides, se encontrarán inclusive métodos para dilatar
los impactos, pero inexorablemente la cuenta algún día se paga. Las vivencias
dan testimonio de que cuanto más retorcido es el artilugio, desenredarlo
resulta, a su vez, mucho más engorroso.
Esta es la
radiografía de muchas sociedades que han intentado hacer del gasto estatal un
mecanismo flexible, capaz de soportar cualquier dislate, sin advertir que han fabricado
una verdadera "bomba de tiempo".
Esa intrincada
construcción no resiste más y administrarla con sensatez parece casi imposible.
La clase política ha decidido no dar la mala noticia. Es por eso que siguen
hablando del Estado como un ente mágico que todo lo puede y que es capaz de
brindar múltiples soluciones a los problemas.
Tal vez sea el
momento de empezar a admitir que ese discurso está repleto de repetidas
falacias y absurdas mentiras. El Estado no puede siquiera resolver los asuntos
más elementales, esos que le dieron nacimiento en el origen de las sociedades
organizadas.
La Justicia ya no
goza de ninguna respetabilidad y los ciudadanos saben que su seguridad
personal, depende más de las acciones preventivas que encara cada individuo que
de la protección del las leyes. El Estado no aborda sus funciones esenciales
con eficiencia. No puede ocuparse siquiera de lo menos, por lo tanto tampoco
puede hacer bien el resto de esas misiones que la ciudadana, en un acto de
candidez e ingenuidad, le encomienda.
Claro que la política
miente cuando dice que puede hacerse cargo de esos nobles objetivos. El Estado
moderno no puede garantizar ni seguridad ni justicia, pero tampoco es eficaz a
la hora de educar o curar, mucho menos puede ser empresario o administrar algo
más complejo con cierto criterio.
Es tiempo de entender
que los dirigentes han ingresado al círculo vicioso del embuste eterno, solo
porque no han reunido el valor suficiente para confesar que el sistema que
ellos defienden ha colapsado y es ingobernable.
Es importante aceptar
que la mayoría de ellos, también, siguen en esa inercia crónica porque existe
una sociedad que prefiere la ceguera y la inocencia a la verdad, esa que se
verifica en la propia experiencia empírica.
Es más fácil delegar responsabilidades
que asumirlas como propias. Será por eso, probablemente, que los ciudadanos
siguen buscando a quien endilgarle la tarea que ellos mismos no desean tomar en
sus manos.
No se trata de
defenestrar a la política y convertirla en la única responsable de todas las
calamidades de esta era sino, en todo caso, de comprender que parte de este
desatino permanente le toca a cada uno en este juego.
La política debe ser
el instrumento para transformar la realidad. Pero es vital distinguir entre su potencial,
lo que se puede esperar de ella y su dramático presente, diferenciando lo que
debería hacer de lo que hace.
La dirigencia actual
ha elegido obedecer a la sociedad, intentando ser consecuente con sus demandas,
por eso solo dice lo que la gente quiere escuchar. Son los ciudadanos los que
parecen estar muy confundidos al creer que lo que el Estado gasta nace del
aire, al punto que muchos se han convencido de que si los políticos dejan de
robar, el dinero es inagotable.
La corrupción es mala
y no debería ser tolerada jamás, en ninguna de sus formas. Pero es muy ingenuo
creer que si el gobierno fuera honesto le sobrarían los recursos para hacer
todo lo que la gente pretende.
Como en la vida
misma, se precisa comprender que las necesidades insatisfechas son ilimitadas
pero también que los recursos son siempre escasos. En definitiva, solo se trata
de asignar prioridades y eso implica, irremediablemente, dejar de lado ciertas
cuestiones para privilegiar otras.
Mientras no se
comprenda esta lógica básica, se seguirá tropezando indefinidamente. En esto,
todos son responsables. Primero los líderes por no plantear con franqueza la
verdad, aunque sea políticamente incorrecta, pero también la ciudadanía que, a
estas alturas, ya no puede alegar ignorancia.
Se puede seguir
debatiendo sobre las circunstancias emergentes del presente, sobre si es mejor
crear nuevos impuestos o aumentar los existentes, emitir a mansalva o
endeudarse como tantas otras veces en el pasado, pero más tarde o más temprano,
habrá que enfrentar la verdadera discusión de fondo.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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