Semana Santa: Tiempo
para entregar la vida a impedir que se
sigan crucificando inocentes, para bajar
de la cruz a tantas víctimas del odio y la violencia.
Posiblemente, muchos
de nosotros crecimos con la idea de un
Dios justiciero, incluso colérico y hasta cruel, que exigió la muerte cruenta y muy dolorosa
de su Hijo para perdonarnos nuestros
pecados. Esta idea solía –y suele- extremarse en la Semana Santa, y su
expresión más evidente es esa canción terrible “Perdona a tu pueblo, Señor. No
estés eternamente enojado…”. Nada más lejano de la imagen que nos ofreció Jesús de un Dios Amor,
incapaz de causarle mal a nadie.
La cruz es expresión
del amor hasta las últimas consecuencias. La cruz nos descubre el amor y la
ternura de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte, incluso en las situaciones más terribles. La
muerte en cruz fue una consecuencia lógica del modo amoroso en que Jesús vivió
su vida, fiel a su misión hasta el extremo. Frente a lo que han pretendido
hacernos creer ciertas teologías del
sacrificio, que Dios exigió la sangre y muerte de su hijo para pagar nuestros
pecados, el Padre no quiere la cruz, la sangre, el dolor. La quieren los
violentos que rechazan a Jesús y no aceptan su propuesta de un mundo donde
reine la justicia, la verdad, la fraternidad, el perdón. Dios no puede evitar
la crucifixión pues, para ello, debería destruir la libertad de los hombres y
negarse a sí mismo como Amor. Jesús en la cruz calla: silencio que es respeto a
quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y
amor.
A Jesús no lo mató la
voluntad del Padre, sino la maldad de los hombres. Lo mataron porque se atrevió
a proponer un Dios distinto, cercano, de todos, que no era propiedad del
grupito de doctores, religiosos y especialistas en Dios. Lo mataron porque se
atrevió a proponer que la verdadera religión consistía en la misericordia y el
servicio. Lo mataron porque se atrevió a poner de cabeza todos los valores del
mundo: en vez del poder, propuso el servicio; en vez del egoísmo, la
solidaridad; en vez de la violencia, la
mansedumbre; en vez de la venganza, el perdón; en vez del odio, el amor.
Seguir a Jesús es, en
definitiva, entregar la vida para que todos tengan vida abundancia; oponerse a
todo lo que traiga injusticia, dolor, maltrato, explotación; ayudar a bajar de
la cruz a tantos crucificados por la injusticia, la explotación, la venganza,
la miseria.
La escena es muy
conocida: Un niño judío se estremece colgado de una horca en un patio del campo
de exterminio de Auschwitz. De pronto se escucha el grito desesperado de un
presidiario: “¿Dónde está Dios?”. Otro compañero de prisión responde
susurrando: “Ahí, en esa horca”.
Dios no está nunca
con los violentos, con los que causan las guerras, con los que pisotean la
justicia para imponer sus deseos de venganza.
Dios está siempre con las víctimas, con los que sufren injustamente, con
los que son crucificados por la ambición o por el poder. Queda lejos de la fe cristiana un Dios que
organiza o bendice las guerras, un Dios vengativo y cruel. Dios está con todos
los que son víctimas de un poder abusivo y violento; está con todos los
perseguidos por atreverse a disentir y a proponer la reconciliación en lugar de
la venganza; está con los que se solidarizan
con el dolor de los inocentes; está con los que sufren la muerte lenta de no
saber qué les está pasando a sus
familiares desaparecidos; está
con todas las víctimas de cualquier tipo de violencia.
Antonio Perez
Esclarin
pesclarin@gmail.com
@pesclarin
Zulia - Venezuela
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