Recuerdo que hacia el final del primer gobierno de Lula leí un artículo que me dejó perplejo. Contaba cómo Lulinha, el hijo del presidente, se había vuelto multimillonario durante el mandato de su padre.
Es posible, aunque
altamente improbable, que algo así sea factible sin violar la ley, pero la
ética del asunto es sencillamente escandalosa. Pese a que el artículo me dejó
una espinita, me dije que si en Brasil les parecía normal que un antiguo
monitor de Parque Zoológico de São Paulo se llenara de millones en un parpadeo,
quién era yo para escandalizarme miles de kilómetros al norte. Pues bien, ahora
sabemos que bajo aquel feo lunar se escondía un mortal melanoma.
Ocioso sería negar
que la izquierda populista latinoamericana tuvo, con altibajos, su edad de oro
y que tal vez falten episodios menores de la saga. Hasta teóricos posmodernos
le surgieron: Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. El mensaje implícito de la gente
iba algo así: mientras el mandatario me favorezca a mí y a los míos sin
pedirnos nada a cambio, sobre todo no trabajo, pues que agarre su pedazo de la
torta: ladrón o no ladrón queremos a Perón. Claro, para poder favorecer a
grupos amplios de la población y al mismo tiempo llenarse los bolsillos y los
de sus cómplices, el populista ha de tener acceso a dinero abundante. El
contraste con la socialdemocracia es nítido. Esta financia con impuestos el
Estado de bienestar en el grado en que la gente lo exige y cumple la ardua
tarea de cobrarlos a la población, muy en especial a los ricos. Pero al
populista le fastidia cobrar impuestos, tarea dispendiosa e impopular. Necesita
alguna bonanza disponible en las arcas del Estado, plata fácil. ¿Que son
fuentes no renovables? Pamplinas, a gastar se dijo.
Perón, si no el
inventor sí el gran promotor de esta corriente en América Latina, entendió que
el grueso de la ostentación debía hacerse a la luz del día, así los giros a
cuentas cifradas permanecieran ocultos. Su mujer, Evita, se vestía como una
princesa, siendo evidente que aquello era imposible de costear con el sueldo de
su marido; Lula y sus compinches dispusieron de las grandes reservas de
Petrobras, tasadas a más de US$100 el barril, y de los altos precios de los
commodities; Chávez se apropió sin parpadear de la colosal renta petrolera de
Venezuela y la suplementó con los crecientes ingresos del narcotráfico; los
Kirchner le dieron un buen mordisco al boom exportador argentino y, para
redondear, se apropiaron de los fondos de pensiones e imprimieron dinero a la
lata; Evo echó mano del gas que sus antecesores en un acto vergonzoso vendían a
Brasil por debajo del precio internacional. Colombia, en contraste, vio surgir
el uribismo, un populismo de derecha, más raro, alimentado sí por las modestas
rentas del país, pero sobre todo por los triunfos militares sobre una guerrilla
delirante.
Lo que estamos viendo
en Brasil es un corolario obvio: para funcionar, el caudillo tiene que
emascular el sistema judicial, pues es imposible robar a manos llenas sin dejar
rastro. Y, en efecto, si uno repasa la historia de la izquierda populista
latinoamericana casi siempre ve a los jueces mirando para otro lado mientras
los Lulinhas se forran los bolsillos. Ahora, lenta, muy lentamente la justicia
ha empezado a reaccionar echando a la cárcel a políticos corruptos, incluidos
varios mandatarios y exmandatarios. ¿Se acabó la guachafita? Ojalá.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
Colombia
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