Cuando el periodista
Alfredo Peña decidió ser Alcalde Metropolitano durante los albores de la
denominada revolución, la columna vertebral de su campaña electoral se basó en
una frase dura, agitadora del más sereno y tranquilo de los espíritus de
cualquier habitante caraqueño: ¡plomo al hampa¡. Y la causa, por supuesto, era
conocida por cualquiera que viviera en la ciudad Capital.
Ya electo, decidió
importar un esquema antihamponil que había triunfado en Nueva York y de cuya
efectividad siempre hubo dudas. Por aquello de que si bien malandro es
malandro, no eran comparables las urbes; tampoco el profesionalismo del
hamponato que se desarrollaba -y crecía- especialmente en esta parte del mundo.
Sin embargo, el
Alcalde caraqueño de entonces, Juan Barreto, sí creyó en el propósito de su
colega de profesión, y se gastó una fortuna importando unos dirigibles
asiáticos cuya utilidad comenzó y terminó, cuando el hamponato que ya comenzaba
a convertirse en poder supremo en el país, asumió que tales unidades aéreas
bien podían ser utilizadas como polígonos de bajo costo. Al día de hoy, nadie
sabe para qué sirvieron, y si existe alguien que cumpla con la norma informando
acerca de, realmente, para qué sirvió el citado desembolso, quién lo hizo y
quién lo recibió.
Desde entonces, han
transcurrido poco menos de dos décadas. Y Caracas, con el resto del país a su
lado, hoy es un espacio en el que lo único que hace suponer la existencia de
una autoridad es la escasez de todo, porque la abundancia que se percibe la
representan aquellos que, en un 95%, son los favorecidos por la impunidad, de
la no justicia nacional. Los mismos,
quizás, que dirigen el delito organizado a la venezolana, incluyendo el del
siempre lucrativo negocio de los estupefacientes.
El país,
sencillamente, es un espacio libre para morir, a pesar de casi 30 planes
gubernamentales contra la inseguridad puesto en marcha durante los últimos 17
años, cuya utilidad nadie los conoce, porque priva la inutilidad, incluyendo el
del propagandismo dirigido a un convencimiento colectivo que ya no cae en
terreno fértil.
Más allá de la de
Caracas, vivir en Venezuela es una posibilidad peligrosa. Así de peligrosa está
la vida en Venezuela, que un disparo en la oscuridad no tiene destinatario.
Cualquier ciudadano puede ser ganador en esa ruleta de la muerte. Así lo dicen
las encuestas cuando arrojan como resultado que la inseguridad en Venezuela es
el primer problema al que se enfrenta la población. También las muertes
violentas y homicidios que solamente en el 2015 se tradujeron en 27.875
venezolanos menos. En una cifra
escandalosamente alarmante, lo suficientemente alta en razón de la población
que aún vive, y también para que
Venezuela haya sido catalogada de país de alta peligrosidad, y cuya Capital le
disputa la deshonrosa posición a la Capital de El Salvador, San Salvador, de
estar entre las dos ciudades más peligrosas del mundo.
En Venezuela, la
amenaza de esa violencia comienza desde el arribo al principal aeropuerto del
país. Ya una conocida trasnacional petrolera se refirió al hecho, cuando en
enero de este año difundió un alerta roja entre los miembros de su Directorio y
Ejecutivos, advirtiéndoles sobre el robo
de equipajes, de los asaltos a mano armada y hasta de secuestros, al dirigirse
a los estacionamientos del citado centro de llegada y salida.
Y, seguramente, lo
hacía con base en las referencias internacionales sobre lo que aquí sucede.
También de acuerdo a lo que ha fijado la 0rganización de las Naciones Unidas,
cuando afirma que el comportamiento del número de homicidios “es el mejor indicador para medir la
violencia criminal en un territorio". Por supuesto, cantidades de muertes
como las que se producen en el país, sólo se dan en naciones en estado de
guerra.
Si al número de
homicidios se le suma la cantidad de heridos, arrebatones y secuestros, todos
productos de actos vandálicos, se deduce, obviamente, hasta dónde llega el
estado de angustia en que viven los venezolanos, y por qué los visitantes no
pueden –ni deben- estar ausentes del riesgo que implica moverse sobre suelo
nacional.
Los expertos dicen
que en Venezuela asesinan a tres personas cada hora del día, y que eso sucede
durante los 365 días del año. También que
esa es la razón principal del éxodo masivo de venezolanos hacia otros
países, en donde, a juicio de los que se van, hay mayores condiciones de
seguridad para trabajar y alcanzar alguna posibilidad de vida menos azarosa que
en su propia Patria. De hecho, es una verdadera fuga que sobrepasaría los dos
millones de personas en edad productiva, representada por estudiantes, jóvenes
familias de parejas universitarias, profesionales calificados y, además, condenados
internamente a ser cada día un pobre más, y a compensar sus ingresos familiares
“matando tigres”, es decir, desarrollando alguna actividad ajena a su
profesión.
¿Se está delinquiendo
en Venezuela por subsistencia?. ¿Puede alguien asegurar que el nuevo activador de la violencia y de la
expansión de los homicidios en el país, está asociado a las otras calamidades
sociales que representan la escasez y el hambre?. Lo que sí es cierto, es que,
según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, en diciembre del año
pasado hubo 9 saqueos a locales y vehículos de carga, además de 12 tentativas
que fueron controladas. También que
durante todas las semanas del 2015 se reportó un promedio de 6 eventos
con estas mismas características, y que, a su alrededor, han ido “naciendo”
nuevas variables del delito organizado a nivel nacional, basada en la reventa
de bienes a precios regulados y subsidiados por el Estado, en el llamado
mercado del “bachaqueo”.
No son pocos los que
afirman que, en Venezuela, la muerte en manos del hampa –y de lo que se le
parece- es el único y verdadero evento más democrático que se registra en el
territorio nacional. Porque afecta a todos por igual: a partidarios del
Gobierno, de la oposición; a los que prefieren mantenerse al margen de
tendencias grupales. También a los que vienen de visita al país. Y lo que eso
plantea, desde luego, es solución. No honrando el grito de guerra del Alcalde
Metropolitano que ya no lo es y que, desde luego, vive plácidamente en un país
en donde le garantizan su derecho a la vida. Sí atacando sus causas integral y
responsablemente. Haciéndolo con base en políticas de Estado no comprometidas,
condicionadas ni secuestradas por dialécticas oxidadas, mucho menos por la
doble jugada procriminal de atacar el delito, mientras se le ofrece amparo a
cambio de favores.
Muchos aún creen que,
hasta que la solución profesional y verdadera llegue, hay que seguirle dando la
oportunidad a las Fuerzas Armadas para que, en honor a su divisa, cumplan con
la función de salvaguardar la seguridad ciudadana. Lo dicen porque consideran
que las policías ya no pueden controlar el hampa, y que la delincuencia ha
entendido perfectamente que, sin sanción, lo más oportuno -y hasta aconsejable-
es impedir que ese personal esté en la calle. Y lo hace asesinándolo.
Atemorizándolo.
¿Cuántos funcionarios
institucionales ha perdido el país en los años cuando se han activado los casi
30 “planes” para enfrentar el delito y la violencia en el país?.
Las bandas
hamponiles, en abierto, seguro y declarado desafío, han asaltado sitios
policiales y puestos de la Guardia Nacional. Y ante esa demostración de que,
entonces, policías y militares corren el
mismo riesgo permanente de ser asaltados para robarle el armamento
reglamentario y de ser asesinados, la impresión que tiene la ciudadanía es que
aquí los hampones, aparte de estar mejor dotados en armamento como
equipos, están más seguros en la calle
que aquellos ciudadanos que tienen la responsabilidad de hacerles frente.
Realmente, ¿esas
bandas son una mayoría armada, o una minoría mejor organizada para ocuparse de
lo que hacen, incluso dentro de las propias cárceles?.
Si son mayorías o son
minorías, no es el tema. Sí que las posibilidades de formación y capacidad
represiva de la institución uniformada, representan un recurso valioso para
combatir a quienes, sin duda alguna, cada día que transcurre exhiben mayor
posibilidad de avance en su sometimiento de la población pacífica y
desarmada. Por otra parte, en un país en
donde el culto al pretorianismo pareciera estar enquistado en la visión del
presente y del futuro de la nación, siempre resultará más honroso saber que se
cuenta con una organización armada para la defensa, la salvaguarda de la Patria
y de su población, antes que tratar de convencerlos de que son más útiles
arreando pollos, ordeñando vacas y criando cerdos.
El hampa ha declarado
la guerra a todo lo largo y ancho del país. Ha asesinado a más de 200 mil
personas en sólo diez años. Y ha demostrado lo que sí es una guerra en la que
las armas están de una sola parte, y las vidas las ponen los desarmados. Lo que
no existe es esa tal “Guerra Económica”, porque ella, en verdad, no pasa de ser
un argumento discursivo y justificativo de un fracaso no admitido. En otras
palabras, una simple excusa.
El Poder Ejecutivo y
el Legislativo saben que están ante una situación y realidad que no justifica
discusiones. Que exige soluciones inmediatas. Los ciudadanos, más que diatribas
y escarceos políticos, exigen acciones. La recuperación de la esperanza también
pasa por evitar que el hampa siga haciendo sentir que goza de poder omnímodo.
Inclusive, de impedir que ella pretenda quedarse, además, con el control de la
venta de la comida y de las medicinas a partir del saqueo dirigido y muchas
veces protegido.
Egildo Lujan Navas
@egildolujan
Fedecamaras
Fedenaga
Miranda - Venezuela
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