lunes, 29 de febrero de 2016

EGILDO LUJAN NAVAS, UN DISPARO EN LA OSCURIDAD

Cuando el periodista Alfredo Peña decidió ser Alcalde Metropolitano durante los albores de la denominada revolución, la columna vertebral de su campaña electoral se basó en una frase dura, agitadora del más sereno y tranquilo de los espíritus de cualquier habitante caraqueño: ¡plomo al hampa¡. Y la causa, por supuesto, era conocida por cualquiera que viviera en la ciudad Capital.

Ya electo, decidió importar un esquema antihamponil que había triunfado en Nueva York y de cuya efectividad siempre hubo dudas. Por aquello de que si bien malandro es malandro, no eran comparables las urbes; tampoco el profesionalismo del hamponato que se desarrollaba -y crecía- especialmente en esta parte del mundo.

Sin embargo, el Alcalde caraqueño de entonces, Juan Barreto, sí creyó en el propósito de su colega de profesión, y se gastó una fortuna importando unos dirigibles asiáticos cuya utilidad comenzó y terminó, cuando el hamponato que ya comenzaba a convertirse en poder supremo en el país, asumió que tales unidades aéreas bien podían ser utilizadas como polígonos de bajo costo. Al día de hoy, nadie sabe para qué sirvieron, y si existe alguien que cumpla con la norma informando acerca de, realmente, para qué sirvió el citado desembolso, quién lo hizo y quién lo recibió.

Desde entonces, han transcurrido poco menos de dos décadas. Y Caracas, con el resto del país a su lado, hoy es un espacio en el que lo único que hace suponer la existencia de una autoridad es la escasez de todo, porque la abundancia que se percibe la representan aquellos que, en un 95%, son los favorecidos por la impunidad, de la no justicia nacional.  Los mismos, quizás, que dirigen el delito organizado a la venezolana, incluyendo el del siempre lucrativo negocio de los estupefacientes.

El país, sencillamente, es un espacio libre para morir, a pesar de casi 30 planes gubernamentales contra la inseguridad puesto en marcha durante los últimos 17 años, cuya utilidad nadie los conoce, porque priva la inutilidad, incluyendo el del propagandismo dirigido a un convencimiento colectivo que ya no cae en terreno fértil.

Más allá de la de Caracas, vivir en Venezuela es una posibilidad peligrosa. Así de peligrosa está la vida en Venezuela, que un disparo en la oscuridad no tiene destinatario. Cualquier ciudadano puede ser ganador en esa ruleta de la muerte. Así lo dicen las encuestas cuando arrojan como resultado que la inseguridad en Venezuela es el primer problema al que se enfrenta la población. También las muertes violentas y homicidios que solamente en el 2015 se tradujeron en 27.875 venezolanos menos.  En una cifra escandalosamente alarmante, lo suficientemente alta en razón de la población que aún vive,  y también para que Venezuela haya sido catalogada de país de alta peligrosidad, y cuya Capital le disputa la deshonrosa posición a la Capital de El Salvador, San Salvador, de estar entre las dos ciudades más peligrosas del mundo.

En Venezuela, la amenaza de esa violencia comienza desde el arribo al principal aeropuerto del país. Ya una conocida trasnacional petrolera se refirió al hecho, cuando en enero de este año difundió un alerta roja entre los miembros de su Directorio y Ejecutivos, advirtiéndoles sobre  el robo de equipajes, de los asaltos a mano armada y hasta de secuestros, al dirigirse a los estacionamientos del citado centro de llegada y salida.

Y, seguramente, lo hacía con base en las referencias internacionales sobre lo que aquí sucede. También de acuerdo a lo que ha fijado la 0rganización de las Naciones Unidas, cuando afirma que el comportamiento del número de homicidios  “es el mejor indicador para medir la violencia criminal en un territorio". Por supuesto, cantidades de muertes como las que se producen en el país, sólo se dan en naciones en estado de guerra.

Si al número de homicidios se le suma la cantidad de heridos, arrebatones y secuestros, todos productos de actos vandálicos, se deduce, obviamente, hasta dónde llega el estado de angustia en que viven los venezolanos, y por qué los visitantes no pueden –ni deben- estar ausentes del riesgo que implica moverse sobre suelo nacional.

Los expertos dicen que en Venezuela asesinan a tres personas cada hora del día, y que eso sucede durante los 365 días del año. También que  esa es la razón principal del éxodo masivo de venezolanos hacia otros países, en donde, a juicio de los que se van, hay mayores condiciones de seguridad para trabajar y alcanzar alguna posibilidad de vida menos azarosa que en su propia Patria. De hecho, es una verdadera fuga que sobrepasaría los dos millones de personas en edad productiva, representada por estudiantes, jóvenes familias de parejas universitarias, profesionales calificados y, además, condenados internamente a ser cada día un pobre más, y a compensar sus ingresos familiares “matando tigres”, es decir, desarrollando alguna actividad ajena a su profesión.

¿Se está delinquiendo en Venezuela por subsistencia?. ¿Puede alguien asegurar que  el nuevo activador de la violencia y de la expansión de los homicidios en el país, está asociado a las otras calamidades sociales que representan la escasez y el hambre?. Lo que sí es cierto, es que, según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, en diciembre del año pasado hubo 9 saqueos a locales y vehículos de carga, además de 12 tentativas que fueron controladas. También que  durante todas las semanas del 2015 se reportó un promedio de 6 eventos con estas mismas características, y que, a su alrededor, han ido “naciendo” nuevas variables del delito organizado a nivel nacional, basada en la reventa de bienes a precios regulados y subsidiados por el Estado, en el llamado mercado del “bachaqueo”.

No son pocos los que afirman que, en Venezuela, la muerte en manos del hampa –y de lo que se le parece- es el único y verdadero evento más democrático que se registra en el territorio nacional. Porque afecta a todos por igual: a partidarios del Gobierno, de la oposición; a los que prefieren mantenerse al margen de tendencias grupales. También a los que vienen de visita al país. Y lo que eso plantea, desde luego, es solución. No honrando el grito de guerra del Alcalde Metropolitano que ya no lo es y que, desde luego, vive plácidamente en un país en donde le garantizan su derecho a la vida. Sí atacando sus causas integral y responsablemente. Haciéndolo con base en políticas de Estado no comprometidas, condicionadas ni secuestradas por dialécticas oxidadas, mucho menos por la doble jugada procriminal de atacar el delito, mientras se le ofrece amparo a cambio de favores.

Muchos aún creen que, hasta que la solución profesional y verdadera llegue, hay que seguirle dando la oportunidad a las Fuerzas Armadas para que, en honor a su divisa, cumplan con la función de salvaguardar la seguridad ciudadana. Lo dicen porque consideran que las policías ya no pueden controlar el hampa, y que la delincuencia ha entendido perfectamente que, sin sanción, lo más oportuno -y hasta aconsejable- es impedir que ese personal esté en la calle. Y lo hace asesinándolo. Atemorizándolo.

¿Cuántos funcionarios institucionales ha perdido el país en los años cuando se han activado los casi 30 “planes” para enfrentar el delito y la violencia en el país?.

Las bandas hamponiles, en abierto, seguro y declarado desafío, han asaltado sitios policiales y puestos de la Guardia Nacional. Y ante esa demostración de que, entonces,  policías y militares corren el mismo riesgo permanente de ser asaltados para robarle el armamento reglamentario y de ser asesinados, la impresión que tiene la ciudadanía es que aquí los hampones, aparte de estar mejor dotados en armamento como equipos,  están más seguros en la calle que aquellos ciudadanos que tienen la responsabilidad de hacerles frente.

Realmente, ¿esas bandas son una mayoría armada, o una minoría mejor organizada para ocuparse de lo que hacen, incluso dentro de las propias cárceles?.

Si son mayorías o son minorías, no es el tema. Sí que las posibilidades de formación y capacidad represiva de la institución uniformada, representan un recurso valioso para combatir a quienes, sin duda alguna, cada día que transcurre exhiben mayor posibilidad de avance en su sometimiento de la población pacífica y desarmada.  Por otra parte, en un país en donde el culto al pretorianismo pareciera estar enquistado en la visión del presente y del futuro de la nación, siempre resultará más honroso saber que se cuenta con una organización armada para la defensa, la salvaguarda de la Patria y de su población, antes que tratar de convencerlos de que son más útiles arreando pollos, ordeñando vacas y criando cerdos.

El hampa ha declarado la guerra a todo lo largo y ancho del país. Ha asesinado a más de 200 mil personas en sólo diez años. Y ha demostrado lo que sí es una guerra en la que las armas están de una sola parte, y las vidas las ponen los desarmados. Lo que no existe es esa tal “Guerra Económica”, porque ella, en verdad, no pasa de ser un argumento discursivo y justificativo de un fracaso no admitido. En otras palabras, una simple excusa.

El Poder Ejecutivo y el Legislativo saben que están ante una situación y realidad que no justifica discusiones. Que exige soluciones inmediatas. Los ciudadanos, más que diatribas y escarceos políticos, exigen acciones. La recuperación de la esperanza también pasa por evitar que el hampa siga haciendo sentir que goza de poder omnímodo. Inclusive, de impedir que ella pretenda quedarse, además, con el control de la venta de la comida y de las medicinas a partir del saqueo dirigido y muchas veces protegido.

Egildo Lujan Navas
@egildolujan
Fedecamaras
Fedenaga

Miranda - Venezuela

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