“La universidad gratuita es la universidad del privilegio” Andrés Cisneros
La
semana pasada, nuestro ex-H° Congreso sancionó una ley, absurda y demagógica,
que prohíbe a las universidades públicas tomar exámenes de ingreso y arancelar
la enseñanza. Ese disparate se suma a otra antigua norma, que impide que se
conozca la evaluación de colegios secundarios e institutos universitarios
públicos o privados, y así iguala hacia abajo, porque frustra la sana
competencia entre ellos, basada en la calidad y en la calificación de los
títulos que otorga cada uno.
Después
de más de un siglo en que fue un verdadero faro mundial de excelencia, en los
últimos años y, sobre todo, en esta "década ganada", la educación
argentina -como tantos otros indicadores nacionales- ha ido barranca abajo; se
ha ido deteriorando, arropada en imbéciles teorías populistas, verdaderas
fórmulas para perpetuar privilegios. Basta para confirmarlo analizar qué
porcentaje de alumnos de la universidad proviene de las clases media-baja y
baja. Sin necesidad de estudiar cifras y estadísticas, unas simples preguntas
bastan para confirmar el aserto: ¿resulta el mismo esfuerzo estudiar una
carrera para un hijo de la clase media, cuyos padres pueden mantenerlo, que
para quien proviene de una familia obrera, que necesita del trabajo del propio
joven para subsistir?, ¿resulta comparable la situación de quien llega a la
facultad en su automóvil o vive muy cerca de ella con la de quien debe invertir
horas en llegar?
Todos
sabemos que la universidad pública se sostiene con el aporte del Tesoro que, a
su vez, se alimenta de los impuestos que pagamos todos; ¿es justo que los más
pobres soporten con su diario esfuerzo una universidad que no tiene exigencias
de ningún tipo y a la cual sus hijos no podrán asistir?; ¿por qué el país todo
tiene que pagar para que se estudien carreras que no sirven al conjunto social
y que, en la enorme mayoría de los casos, forman gente que no encontrará
inserción laboral en el campo elegido, produciendo frustración y resentimiento?
Nuestras ciudades están llenas de arquitectos-taxistas,
abogados-administrativos, médicos-enfermeros.
En
la Argentina, como bien dice Alieto Guadagni, el promedio de permanencia en los
claustros de estudiantes de carreras con curricula de cinco años es siete y, a
diferencia de todos nuestros vecinos, la universidad sólo gradúa veintidós de
cada cien que ingresan. Ese estiramiento artificial de la vida universitaria
genera, naturalmente, mayores gastos en salarios docentes y no docentes, en
infraestructura, en medios para la investigación, etc., todo lo cual recae
sobre las espaldas de la población en general, inclusive de aquellos sectores
cuyo único consumo son los alimentos de primera necesidad, gravados con el IVA.
Tomando como ejemplo la Facultad de Derecho, que gradúa anualmente miles de
abogados para un mercado saturado de ellos, el exceso de competencia hace que
se bastardee el ejercicio profesional, que los honorarios sean cada vez más
magros, y que los letrados no consigan vivir de su talento; sin embargo, se
sigue otorgando el título a futuros frustrados, y el costo de esa absurda
ecuación lo soporta toda la ciudadanía.
Mientras
tanto, grandes conglomerados internacionales en industrias de punta se ven
impedidos de instalarse en el país porque no encuentran suficientes ingenieros
informáticos, matemáticos, geólogos, químicos, físicos, geógrafos, etc.. En
resumen, y como en tantas otras cosas, los argentinos queremos que la realidad
sea tal como la deseamos, y no como lo que en verdad es. Y seguimos intentando,
a lo largo de décadas, obtener resultados distintos con los mismos
procedimientos. ¡Vaya estupidez!
Mi
propuesta de cambio es muy simple. Se trata de calcular –la Argentina dispone,
sin duda, de los medios para hacerlo- cuántos nuevos graduados de cada una de
las disciplinas necesitará el país a cinco años vista. Basta, para hacerlo, con
introducir en una computadora la información que suministren las empresas y el
sector público, incluyendo a los potenciales inversores que se acerquen.
Con
el resultado de esa investigación, se constituiría un primer cupo de alumnos de
la universidad. Para formar parte de él, los estudiantes deberían rendir un muy
exigente examen de ingreso –en matemáticas, lengua, ciencias y ciencias
sociales- y mantener el nivel de excelencia durante toda la carrera, comprobado
mediante pruebas cuatri o semestrales. A los miembros de ese primer cupo,
obviamente, no sólo no se les cobraría matrícula alguna sino que, por el contrario,
se les pagaría un sueldo razonable, que les permitiera inclusive mantener a su
familia, durante todos sus estudios y devolver lo recibido durante los primeros
diez años de ejercicio profesional. Como es obvio, quienes lograran graduarse
integrando ese primer cupo encontrarían una clara salida laboral, ya que tanto
el Estado cuanto las empresas los buscarían afanosamente.
Luego,
crear un segundo cupo que sólo tuviera en cuenta la capacidad física de cada
una de las facultades. Ese segundo cupo, formado por quienes opten por carreras
que el país no necesitará –y, por ende, es injusto que deba soportar- o por los
estudiantes que no lograran el nivel de excelencia requerido para el primero,
debería pagar para estudiar. Así de simple: si quieres hacerlo, bien, pero
págalo.
Incorporaría,
además, a esas normas una ley que impusiera al sector público la obligación de
contratar, como consultora externa, a la universidad estatal, y abonar los
honorarios correspondientes.
Veamos
qué efectos produciría la solución propuesta. En primer término, produciría
mejores graduados, y el país dispondría de profesionales excelentes en las
disciplinas más necesarias. Luego, impediría la permanencia del “estudiante
crónico”, ese al cual el bajo nivel de exigencia actual en cantidad de materias
aprobadas por año le permite permanecer en los claustros indefinidamente,
incordiando a quienes pretenden mantener el ritmo normal de la carrera.
Con
el producido de las matrículas pagadas por los integrantes del segundo cupo,
más los honorarios que la universidad generaría por sus servicios de
consultoría externa, se formaría un interesante presupuesto propio, que
permitiría mejorar sensiblemente los salarios docentes e invertir en
infraestructura y en medios de investigación. Al pagar verdaderos salarios, se
incrementaría la vocación por la enseñanza y se concitaría el entusiasmo
vocacional, lo cual habilitaría también a exigir cada más en la calidad de la
enseñanza por la competencia natural entre los profesores quienes, además,
podrían dedicarse en tiempo completo a sus cátedras, como sucede en las mejores
universidades del mundo.
El
círculo virtuoso que propongo, que se da de bruces con la ley sancionada, se
cerraría con el nivel de excelencia en los claustros docentes, lo cual
transformaría nuevamente a la universidad en un verdadero faro capaz de
iluminar el futuro del país, dejando de ser el miserable fanal que sólo permite
ver la escalera descendente que tenemos delante.
Enrique
Guillermo Avogadro
ega1@avogadro.com.ar
@egavogadro
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