Es fácil culpar al
desplome de los precios del petróleo por la crisis económica de Brasil. Es
también un error. Las heridas de Brasil han sido autoinfligidas por una
combinación de políticas contrarias al crecimiento que se remontan a 2008. Los
resultados eran predecibles.´
En el tercer
trimestre, la economía brasileña se contrajo la friolera de 4,5% respecto del
año anterior. El Fondo Monetario Internacional pronostica que en 2015 el Producto
Interno Bruto de Brasil se contraerá 3% y en 2016 otro 1%. Esto sigue a un
estancamiento en 2014.
En septiembre,
Standard & Poor’s despojó al país de su calificación de grado de inversión.
El miércoles pasado, Moody’s dijo que está contemplando una rebaja similar de
la deuda de Brasil. La tasa de inflación anualizada a finales de noviembre fue
de 10,5% y CIBC Capital Markets prevé un déficit fiscal de 10,5% para este año.
Los medios de
comunicación internacionales echan la culpa de la recesión brasileña a los
precios del petróleo, abatidos por el fortalecimiento del dólar, y al
debilitamiento de la demanda global. Pero Brasil es una de las economías más
cerradas del G-20. El año pasado, sus exportaciones de bienes como porcentaje
del PIB eran de apenas 10,5%, comparado con 18,24% de México, según CIBC
Capital Markets. Todos los exportadores de materias primas de América Latina
están sintiendo el impacto de la caída del petróleo y los commodites, pero
ninguno se ha visto tan perjudicado como Brasil. Chile y Perú, grandes
exportadores de materias primas, todavía están creciendo. Por otra parte, los
precios más bajos de los commodities también compensan el alto costo de hacer
negocios en Brasil. En 2014, 40% de las importaciones brasileñas estaban
vinculadas a las materias primas, incluidos fertilizantes, gasolina, aluminio
para la fabricación de acero, y crudo dulce.
Una década atrás
había razón para pensar que la gran prosperidad brasileña estaba a la vuelta de
la esquina. Tal optimismo giraba en torno a las reformas económicas, fiscales y
monetarias realizadas por el presidente Fernando Henrique Cardoso entre 1995 y 2002.
Su sucesor, Luiz
Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT), asumió el cargo en
2003. Sus antecedentes como líder sindical militante y discípulo de Fidel
Castro generaron pánico en los mercados. Para detener la estampida, Lula se comprometió
a no meterse con la autonomía del banco central o la estabilidad del real
brasileño, y a no alterar radicalmente la política económica.
Geanluca Lorenzon,
director de operaciones del Instituto Mises Brasil, con sede en São Paulo, me
dijo en una entrevista telefónica la semana pasada que durante un tiempo Lula
incluso profundizó el compromiso del gobierno con la restricción fiscal. Sin
embargo, en 2008, durante su segundo mandato, la crisis financiera global
golpeó al país, y Lula dio su brazo a torcer.
Lorenzon dice que Da
Silva acudió entonces al estímulo del gasto, mientras que el banco central,
supuestamente autónomo, comenzó a permitir una mayor inflación como forma de
impulsar el crecimiento.
En una cultura
política predispuesta al abuso de poder del gobierno, romper las normas
establecidas durante la gestión de Cardoso —que fueron precisamente diseñadas
para limitar dicho exceso— permitió el retorno de las malas costumbres.
Desde los años 60,
Brasil ha buscado su industrialización a través de altos niveles de
proteccionismo y subsidios para los productores nacionales. El fracaso de esa
estrategia es evidente. Sin embargo, permitir la quiebra de las empresas no
competitivas tenía un costo político que ni Da Silva ni su sucesora, la
presidenta Dilma Rousseff, estaban dispuestos a pagar.
En lugar de eso,
incrementaron el proteccionismo y los subsidios, y el crédito se expandió
rápidamente a través del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social
(BNDES) y otras entidades de propiedad estatal. También se financiaron grandes
déficits públicos con préstamos mayormente internos. Los déficits se vieron
exacerbados por la triplicación de la administración pública durante los
gobiernos del PT y aumentos injustificados del salario mínimo, prestaciones
sociales y beneficios de jubilación.
En un artículo de
noviembre de 2010 en su sitio web, el Instituto Mises Brasil señaló que entre
mayo de 2009 y septiembre de 2010, el crédito total se expandió 25%. No es
casualidad que en 2010 Brasil creciera 7,5%. Pero esto, como bien se entiende
ahora, no fue debido a los aumentos de productividad. Analizando
retrospectivamente esa mala asignación del capital, el instituto escribió en
febrero pasado que “lo que realmente sucedió es que la economía brasileña se mantuvo
viva por las nuevas y crecientes dosis de crédito estatal”.
El crédito del BNDES
era barato para las empresas bien conectadas políticamente que el gobierno
quería salvar, pero eso le ha salido caro a la nación. El crédito subsidiado
también fue a los hogares. Lorenzon me dijo que, en la actualidad, la familia
brasileña promedio tiene una carga anual de servicio de deuda equivalente a 46%
de sus ingresos. El programa de préstamos inmobiliario más grande del gobierno
tiene hoy una tasa de incumplimiento de casi 22%.
Para salvar sus
préstamos a las empresas nacionales, el gobierno ha elevado los aranceles a las
importaciones y ha promovido el consumo de productos fabricados en Brasil. Esto
ha perjudicado la innovación y el desarrollo. Las grandes reservas de petróleo
marino probablemente no se desarrollarán mientras los inversionistas estén
obligados por las reglas de contenido brasileño a usar equipos nacionales.
Brasil está
cosechando los frutos de una política industrial nacional que no puede producir
crecimiento ni prosperidad. La burbuja de crédito ha estallado. Los
consumidores, las empresas y el gobierno no van a volver al equilibrio sin un
ajuste doloroso. No hay que echarles la culpa a los precios del petróleo.
Mary Anastasia
O'Grady
Mary Anastasia
O'Grady
O'Grady@wsj.com
@MaryAnastasiaOG
Wall Street Journal
Blog de Mary
Anastasia O'Grady
Nueva York - Estados
Unidos
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