El tema y el tono de las columnas de opinión de la semana
pasada giraron en torno a la marcha
promovida por el Centro Democrático y el uribismo para protestar contra el mal
gobierno y contra la impunidad en el proceso de paz.
La reacción oficial osciló entre el desprecio, la
minimización, la ridiculización y el silencio. Una manera de decir que no les
importó aunque de puertas para dentro en el palacio de Nariño debe haber
preocupación ante el descontento generalizado y el malestar de la opinión
pública con las políticas que en diversos frentes adelanta el gobierno
nacional, y que se manifiesta, además, en las encuestas.
El atomizado campo de los grupos y tendencias de
izquierda armadas y civiles, moderadas y extremistas, fue unánime en la
estigmatización de un hecho que, gústeles o no, tuvo sabor democrático. Resulta
paradójico que Uribe, el Centro Democrático y el uribismo hayan logrado lo que
esas fuerzas nunca han podido alcanzar, su unidad. Unidad no alrededor de un
programa, de un proyecto de país, de fortalecimiento de las instituciones y de
la democracia o de crítica a un gobierno desastroso, sino para atacar, hasta el
delirio, a quienes consideran enemigos a muerte.
Para mí, como historiador, es inevitable no echar una
mirada reivindicativa a algunas marchas de nuestro pasado reciente. Quien apeló
a la movilización callejera, desfiles, marchas, concentraciones y otros
mecanismos, fue el liberalismo. En la campaña de Benjamín Herrera por la
presidencia en 1922, en la de 1930 con Olaya Herrera, miles de personas
expresaron con entusiasmo y alegría la convocatoria democrática que renacía
después de lustros de ausencia de competencia o de comicios en los que
participaban unos cuantos delegados. Luego, desde 1934 y hasta fines de los
cuarenta, tanto liberales como conservadores, en uso de reformas que ampliaron
los derechos electorales de los ciudadanos, resignificaron la calle y la plaza
pública como escenarios de la movilización popular.
Entre tantos caudillos y líderes que sobresalieron en las
artes de ganar adeptos cabe recordar a Olaya, a López Pumarejo, pero, sobre
todo a Jorge Eliécer Gaitán, el hombre de las multitudes, la política hecha una
fiesta. No obstante las tensiones propias del agudo y procaz enfrentamiento
ideológico entre rojos y azules, no hay registros de desórdenes, de hechos de
violencia o destrucción o de agresión a la policía, sino en casos aislados.
Gaitán, el más eficaz de todos, llegó a causar alarma en
razón de las marchas de sus seguidores que portando antorchas recorrían las
calles de Bogotá. Pero, nunca hubo un incidente que lamentar. Entonces, sus
rivales, entre quienes se encontraban liberales oficialistas, el alto clero, el
conservatismo y los comunistas, carentes de argumentos, lo tildaron de
fascista, embaucador, demagogo, etc.
A lo que quiero llegar es a una muy breve reflexión sobre
la necesidad de asumir las consecuencias del sistema democrático. Parece que
los escribanos de las izquierdas, incluidos liberales desteñidos,
socialbacanes, académicos del buenismo, desde verde pastel hasta rojos rubí, se
fastidiaron con la demostración del 2 de abril. La marcha de multitudes, poco
importa el número exacto que no fue de cuatro gatos ni de millones, se destacó
por su despliegue cívico, pacífico, ordenado, sin agresiones ni provocaciones,
sin llamados a la violencia ni a la guerra.
Las gentes soportaron la lluvia, lanzaron sus consignas
de protesta, sus exigencias y reclamos como corresponde en una democracia. El
paro armado promovido por una bacrim aliada de las guerrillas en Urabá, cumplió
un papel de saboteo de la marcha en algunas localidades.
No había un motivo para que las izquierdas salieran a
despotricar contra un hecho propio de la democracia, contra el ejercicio de un
derecho que ellos imploran y exigen desde tiempos inmemoriales, como si
quisieran que el derecho a protestar les fuera concedido y respetado a ellos y
solo a ellos.
He leído, en otras coyunturas, escritos que se lamentan
de los yerros de las izquierdas colombianas, de su inmadurez, de su dogmatismo,
de su espíritu de turba, de su incapacidad para la autocrítica. En esta ocasión
han revalidado todo eso que impide y obstaculiza ser reconocidos como una
fuerza democrática. Siguen siendo marginales, estrechos de miras, creyéndose
poseedores de la verdad y de la razón amén de vanguardia de un pueblo que no
les reconoce esa gracia.
Esas izquierdas ni se inmutan cuando los encapuchados
sabotean los desfiles pacíficos de los sindicatos o cuando las guerrillas, en
nombre de la paz y de la política sin armas, amenazan con hacer de Colombia un
campo experimental de las luchas sociales inspiradas en el odio de clases.
En toda la basura que escribieron sobre la marcha se
advierte un tufillo antilibertario y antidemocrático. Es como si desearan, sin
reconocerlo, que las fuerzas opuestas les tienen que desocupar el espacio
político. Su enfermiza obsesión antiuribista se alimenta en un antiguo y no
enterrado anhelo de construir una sociedad homogeneizada. Dicen querer la paz y
la reconciliación pero aniquilando a la principal fuerza política de Colombia.
Marchar está bien si son ellos los que marchan.
Ruben Dario Acevedo
Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc
Colombia
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