Una
economía sana implica, entre otras cosas, altos niveles de producción. Y, como
consecuencia, abundante oferta y accesibilidad a bienes y servicios de parte
del consumidor, sin mayor variación de precios, salvo aquella que propicie y
estimule la competencia. Lo que eso traduce en términos mundanos, es que cuando
una economía se comporta de esa manera, es decir, satisfaciendo todas las
necesidades, los ciudadanos gastan menos dinero de lo que ingresan.
Cuando
este concepto se traslada a la administración de un país, como es el caso de
Venezuela, se concluye en que algo anda muy mal internamente, en vista de que
la actual administración no se adapta a ningún concepto de economía sana.
Durante
los últimos 15 años le ingresó al país más dinero del que se incorporó a las
arcas públicas en los anteriores 100 años de la historia económica nacional. En
otras palabras, la nación percibió más dinero de lo que requería para cubrir
sus necesidades presupuestarias. Su problema, entonces, no fue -ni es- un asunto
de dinero. De haberlo administrado eficientemente, pulcramente,
transparentemente, hoy tendría un volumen enorme de reservas o capital
contingente. Y con él, sin ningún problema, podría cubrir cualquier situación
económica adversa e imprevista producto de efectos internos o externos, como es
el caso de la drástica caída del precio del producto bandera de exportación y
principal responsable del ingreso de divisas, el petróleo.
¿Pero
qué pasó en Venezuela ?. Aquí todos los componentes de la llamada lógica económica,
sencillamente, fueron menospreciados, ignorados, echados a un lado, violados,
desdibujados, puestos en un rincón en los despachos públicos responsables de
evitar que eso sucediera. Estos últimos, simplemente, en santa y obediente
actitud servil, optaron por someterse a la arrogancia de quien administraba
poder político y el erario público a su antojo, y se sentía ungido por la
bondad de la historia, para presumir, además, de sabiduría extrema.
La
consecuencia, desde luego, no podía ser otra que la actual: Venezuela, lejos de
disponer de cuantiosas reservas monetarias en consonancia con el nivel de
ingresos y de su pequeña población en razón de su amplitud territorial, hoy
debe restringir el cumplimiento de sus obligaciones en el gasto corriente, las
inversiones sociales y honrar sus deudas internas y externas.
Además,
es referencia internacional de un país petrolero signado contablemente como una
nación arrollada por una quiebra técnica, como por el uso alegre de una tras
otra devaluación del signo monetario, sin importarle en absoluto que allí está
la causa poderosa del asiento de la más alta inflación del mundo. Mucho menos
que, con dicha inflación, estén danzando encadenados los peores males sociales
a los que puede enfrentarse sociedad alguna: hambre, malnutrición,
enfermedades, delincuencia organizada o no, informalización comercial,
expansión del delito en cualquiera de sus modalidades, incluyendo el negocio
cuasilícito de estupefacientes de
consumo prohibido. En fin, pobreza al gusto de cualquier populista montado en la onda del engaño
colectivo.
En
el medio de esta verdadera tormenta social, el país, prácticamente se ha
quedado sin moneda. Porque el Bolívar, que alguna vez fue una de las monedas
más solidas y fuertes del mundo, su más objetivo valor lo calibra la propia
sociedad venezolana, al saber que el mismo tampoco alcanza para cancelar el
papel donde imprimen el billete de más alta denominación, es decir, el de cien
bolívares, porque es mayor que el del poder adquisitivo de ese papel moneda.
Mientras
tanto, en el uso de dicho recurso monetario, aparece la otra gran e inocultable
verdad: una población asediada por la inflación, el desabastecimiento, la
obligación de hacer colas o de terminar dependiendo del suministro en múltiples
“mercados negros”, imposibilitado de sacarle mayor provecho a su capacidad de
pago. Y también sometido a
compensaciones provenientes de aumentos compulsivos del salario mínimo, a
sabiendas de que los mismos, sencillamente, siempre van a estar rezagados, con
respecto a la incorregible y destructora inflación.
Unidas,
entonces, devaluaciones e inflación, se
ha creado una peligrosísima situación social, que ya comienza a ofrecer
referencias inquietantes ante el obvio efecto: hambre, carencias de bienes
imprescindibles, imposibilidad de acceder a servicios esenciales, ausentismo
estudiantil y laboral, incremento de la inseguridad, afianzamiento de la
anarquía, entre otros. La tormenta destructiva perfecta de la sociedad. El
perfecto desastre, además, del tejido
económico y productivo de la nación. Y, como diría Luis Ugalde S.J, la
destrucción de la base moral de la sociedad venezolana.
Dice
la historia que aquellos países que transitan por estos cenagosos caminos,
generalmente, siempre se reivindican, porque las sociedades tienden a construir
sus propios anticuerpos ante el afán destructor de ciertas minorías. Además,
las nuevas instituciones que emergen del dolor y de las miserias inducidas,
además, aprenden a saber cobrar responsabilidades y daños causados. Y eso
sucede, además, sin que la sanción que también nace impulsada por las
sociedades en proceso de evolución y transformaciones, esté necesariamente
aliada con el revanchismo y la venganza. En absoluto. Es un acto de justicia.
En
las calles del país, a solicitud de millones de ciudadanos, hay un clamor que
crece y se desatiende: el llamado a la reconciliación entre los venezolanos. Y
se entiende a las individualidades que, públicamente, o desde las sombras,
optan por pretender anular dicha petición. No obstante, lo que pierde el
sentido de lo racional y de lo civilizado en el medio de la ya citada tormenta
social, es que se insista en sepultar la oportuna propuesta del “Perdón” para
avanzar. Perdonar no equivale a claudicar. Es el más útil y práctico de los
recursos a que apela el liderazgo inteligente, cuando de la tormenta no se
quiere transitar hacia el camino de la tragedia, del odio convertido en nuevo
componente en la cultura de la sinrazón.
En
Colombia, luego de más de 50 años de guerra visceral, los grupos involucrados
en una patológica diferencia ideológica están dialogando actualmente, mientras
tratan de coincidir en la apelación al
perdón y al entendimiento. También lo
hacen cubanos y norteamericanos. En Venezuela, el grito es de “no a los puentes
y a la reconciliación”. ¿Entonces sí, acaso, a la muerte y a la destrucción?.
¿Para beneficio de quién?. ¿A favor de qué?. ¿Y en dónde quedan las necesarias
y urgentes soluciones que demandan millones de venezolanos, ansiosos de vivir
en paz y sin odios?. Si por mantener el control del poder hay que ir a la vida
entre tragedias -que no es vida-, imposible construir soluciones.
Diálogo
y entendimiento son las palabras mágicas, junto a la palabra de Dios: ¡Perdón¡.
Y en la Tierra y entre los hombres de bien : ¡No al Paredón¡.
Egildo
Lujan Navas
egildolujan@gmail.com
@egildolujan
Fedecamaras
Fedenaga
Miranda
- Venezuela
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