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Espero
que el señor Donald Trump no sea el candidato de los republicanos y mucho menos
el próximo presidente de Estados Unidos. No sólo por su deplorable manera de
enfrentarse al problema de la inmigración. Eso es desagradable y absurdo, pero
no lo más grave. Lo peor es que no tiene una psicología presidenciable.
Su
personalidad no es compatible con la delicada tarea de dirigir en el siglo XXI
una compleja y mastodóntica nación de 320 millones de individuos, enfrentados
por intereses y valores contrapuestos, adscritos a todas las etnias, culturas,
razas y religiones imaginables, artificialmente vinculados por la adhesión a
una Constitución y a unas instituciones comunes.
El
señor Trump, qué duda cabe, es un buen negociante capaz de descubrir
oportunidades de ganar dinero, para lo que se requiere una imaginación
específica aunada a la voluntad de arriesgarse –lo que también varias veces lo
ha precipitado a la bancarrota–, pero esos rasgos no necesariamente lo
capacitan para desarrollar una buena labor en la Casa Blanca.
Si
el gobierno de los Estados Unidos fuera una gigantesca empresa de servicios
–educación, sanidad, seguridad, transporte, relaciones exteriores, todo–, y en
vez de elegir a un presidente por la vía de las urnas contratara a una firma de
cazatalentos para que localizara a un buen CEO o presidente, ¿a quién
reclutaría esta hipotética compañía?
Ante
todo, tendría en cuenta la inmensa diversidad de la clientela a la que hay que
satisfacer, los instrumentos que tiene para lograrlo y las limitaciones legales
en las que debe llevar a cabo sus actividades. A partir de ese punto repasaría
a los clásicos y fijaría siete características ineludibles que ya fueron
exploradas por los pensadores de la época.
La
primera es la prudentia. Debe ser previsor, prudente. Debe autocontrolarse. No
se juega con el destino de la gente. Los grandes errores de los gobernantes son
producto de una jugada audaz que les salió mal. Napoleón se hundió cuando
invadió a Rusia (lo mismo que le sucedió a Hitler a mediados del siguiente
siglo).
La
segunda es la auctoritas. La autoridad emana de la experiencia, pero no
exactamente de la edad. En 1901 Teddy Roosevelt apenas tenía 43 años cuando el
asesinato de McKinley lo convirtió en presidente de Estados Unidos. John F.
Kennedy comenzó a gobernar en 1961 a los 44 años. Ambos poseían una inmensa
carga de autoridad.
La
tercera, muy relacionada con la anterior, es la gravitas. Hay que tomar las
cosas en serio y transmitir esa determinación a los subalternos. Incluye la
capacidad para decidir la importancia o prioridad de los asuntos. Un gobernante
que no sabe ponderar sus tareas está destinado a perder el tiempo inútilmente.
La
cuarta es la concordia. No se gobierna con el ceño fruncido, peleando con todo
el mundo y provocando temor. Esto es verdad dentro y fuera de las fronteras.
Gobernar es negociar, buscar consensos, pactar, comprender las debilidades
propias y las fortalezas del adversario. Hay que sostener los principios, pero
admitir, al mismo tiempo, que a veces son inevitables algunas concesiones que
nos repugnan porque no hacerlas acarrearía unos terribles males. La
flexibilidad no es una debilidad, como sostienen las personas autoritarias. Es
una virtud.
La
quinta es lo que los romanos llamaban humanitas. Es decir, la cultura, la
preparación. Todos los problemas son poliédricos, poseen múltiples lados y
aristas. Tienen consecuencias económicas, morales, sociológicas, legales. Para
entender la realidad y tomar decisiones acertadas es conveniente poder
abordarlos desde distintos ángulos de manera equilibrada y sin dogmatismos.
Esto requiere una buena formación.
La
sexta es la clementia. Es la virtud que lleva al gobernante a ser compasivo, a
pensar en el daño al prójimo que puede producirle con sus decisiones. A veces
la firmeza es contraria a la clemencia. Jimmy Carter, que no fue un gran
presidente, fue, sin embargo, una persona genuinamente compasiva que introdujo
en el debate internacional el tema de los Derechos Humanos y le hizo un gran
favor a la humanidad. Alguna vez dijo una frase que lo reivindica: “si yo no
puedo ejercer la compasión en la Casa Blanca no me interesa estar en ese
sitio”.
La
séptima es la industria, que para los romanos era el trabajo intenso. No hay
resultados buenos que no tengan detrás una gran carga de esfuerzo. El
gobernante tiene que trabajar mucho y hacerlo honradamente, por la gloria de
servir, y no para el beneficio personal.
Por
último, queda la suerte. Un buen jefe de gobierno puede tener esas siete
virtudes, y otras cuarenta, pero si el viento le da de frente, y lo agarra una
crisis económica violenta, lo atacan los enemigos exteriores, la naturaleza se
rebela y la sociedad a la que sirve presenta síntomas de anomia y no reconoce
ni respeta las normas, es muy poco lo que podrá hacer. Hay cien ejemplos.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
Vicepresidente
de la Internacional Liberal
Estados
Unidos
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