La figura del buhonero tradicional, aquel que
recorría los sitios más inhóspitos del país desde los primeros años del siglo
pasado para ofrecer sus mercaderías, fue desapareciendo a medida que se
extendía la disposición urbana y los caseríos se convertían en jurisdicciones
orgánicas. El marchante, “o el turco”, que por cierto no era turco sino árabe,
como se definía al detallista que trasladaba mercancías hasta el rancho más
aislado para vender “fiao”, jugó un rol social tan importante del que él mismo
no estaba consciente.
El comprador tenía la prerrogativa de pagar
las mercaderías que adquiría a crédito de acuerdo a sus ingresos. No existían
cláusulas contractuales ni cuotas fijas. Pagaba “al turco” lo que podía en sus
visitas quincenales. Hoy la inseguridad ha acabado con esa figura recíproca que
hasta hace poco formaba parte de la cultura popular. El buhonero tenía una
connotación de movilidad permanente; no se limitaba a espacios fijos. Luego
pasó a ocupar parte de las aceras, calles, plazas y parques incomodando al
transeúnte hasta convertirse en serio competidor de los comercios formales. ¿A
qué viene la cita?
La revolución inmersa en controles, desorden
administrativo y cautivo de una ideología restrictiva, ha incitado la creación
de grupos sintomáticos no para competir sino para especular con productos
desaparecidos de los mercados formales. El bachaquero transmutó el concepto
holista de distribución móvil que beneficiaba al pobre para transfigurarse en
monopolista de productos básicos con precios incrementados hasta de 1000%.
¿Cómo queda entonces el asunto del “precio justo” instaurado por la revolución?
¿De qué sirve esa restricción ante tanto desconcierto?
El absurdo proceso confiscatorio contra
comercios formales, tipo Dakazo, lejos de atenuar la insuficiencia distributiva
y de precios, la acrecienta aceleradamente. La conversión de buhonero a
bachaquero ha parido un esquema cultural, por demás fraudulento, cimentado en
una comercialización semioscura en perjuicio del más pobre. Alimentos, repuestos,
baterías, equipos mecánicos y eléctricos y hasta medicinas, han sido arrancados
al comercio formal para ser monopolizados por un deleznable marketing que fija
precios, condiciones y disponibilidad de provisiones.
El gobierno voltea la cara para que ese
esquema distributivo subsista como “plan auxiliar” de la revolución mientras se
constriñe al consumidor para que asuma un estándar social sumiso y conformista.
Conformismo sin meta. Basta observar a los pequeños auxiliando a sus padres en
anárquicas colas o resignados ante la voluntad del bachaquero para
corroborarlo. ¿Estará pensando el régimen encajarle a nuestros niños unos
lentes de sol para que vean el mundo de manera distinta a la realidad mundial
como si una pena compartida fuese media pena?
Esa tarea no será fácil para gobierno. A los
prestigiadores les resulta muy difícil engañar a los niños porque ellos aguzan
los sentidos antes de pensar. Observan con exactitud y ven lo que quieren; no
lo que otros pretenden imponerle. Esa capacidad instintiva de observar, sobre
todo en un medio ambiente hostil, no puede ser disimulada si también la
perciben 30 millones de venezolanos. Al pequeño no podrán convencerlo que las
colas, como factor de supervivencia, “son sabrosas” y que es un fenómeno común en
otros países.
No hay más cabida para engañar al ciudadano.
La no fiabilidad de las declaraciones oficialistas es tan notoria e irracional
que no convence ni al más fanático “revolucionario”. El parroquiano evalúa la
situación del país con sus propios valores; no con lo que la presión oficial
pretende imponer. El gobierno busca que la gente se abstenga de descalificar
las colas o (vocablo espinoso para un artículo de opinión) al bachaquerismo,
para justificar su fracaso.
¡Por Dios! Los relatos y vivencias del pueblo
sometido a colas o inclinado ante el bachaquero para obtener algún producto
básico o medicina, son aterradores. En ese contexto, el gobierno no está en
condiciones de orientar ni de usar ficciones seductoras basadas en lo que
Alexander Mitscherlinch (1908-1982), autor alemán, filosofo, psicoanalista
social, denominó ante un auditorio repleto cuando en 1969 recibía El Premio de
la Paz que conceden los libreros alemanes, como La Coartada de la Estupidez
Ilustrada. Se refería a la dirigencia que procura reducir las percepciones del
entorno hostil con mentiras.
El oficialista, también víctima de este
proceso empobrecedor, ya no acepta respuestas sedativas como las que
demagógicamente ofrecía el finado. Ha entendido que una dirigencia inepta sumió
al país en una trama social claramente degradante que los humilla cada día más.
El que está en cola ya no cae en la trampa lingüística del socialismo; prefiere
surtir en algo su nevera vacía que llenarse de divagaciones que sólo refuerzan
su condición de pobreza.
¿Se solventa la crisis de inmediato una vez
electos los congresistas del cambio el 6-D? ¡No!, pero sin duda es la señal de
una nueva fisonomía política capaz de confrontar los conflictos en vez de
ocultarlos. Cambio para recuperar la paz y el equilibrio perdido.
Miguel Bahachille M.
miguelbmer@gmail.com
@MiguelBM29
Miranda - Venezuela
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