Los
ciudadanos tienen la oportunidad de votar por una alternativa al peronismo.
Pero el 22 de noviembre, el poder kirchnerista moverá todos los resortes a su
alcance, como la intimidación, el soborno y el fraude, para evitar una derrota.
Los
resultados de las elecciones del domingo pasado en Argentina desmintieron todos
los sondeos de opinión según los cuales el candidato Daniel Scioli, apoyado por
la jefe de Estado, Cristina Fernández de Kirchner, ganaría en primera vuelta. Y
han abierto la posibilidad de que el país que fue algo así como el faro de
América Latina salga de la decadencia económica y política en que está hundido
desde hace más de medio siglo, y recupere el dinamismo y la creatividad que
hicieron de él, en el pasado, un país del primer mundo.
La
condición es que en la segunda vuelta electoral, el 22 de noviembre, gane
Mauricio Macri y el electorado confirme el rechazo frontal que ha recibido en
la primera el kirchnerismo, una de las más demagógicas y corruptas ramas de esa
entelequia indescifrable llamada peronismo, un sistema de poder parecido al
antiguo PRI mexicano, en el que caben todas las variantes del espectro
ideológico, de la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando por todos los
matices intermedios.
La
novedad que encarna Macri no son tanto las ideas modernas y realistas de su
programa, su clara vocación democrática, ni el sólido equipo de plan de
gobierno que ha reunido, sino que por primera vez el electorado argentino tiene
ahora la oportunidad de votar por una efectiva alternativa al peronismo, el
sistema que ha conducido al empobrecimiento y al populismo más caótico y
retardatario al país más culto y con mayores recursos de América Latina.
No
será fácil, desde luego, pero (por primera vez en muchas décadas) sí es
posible. La victoria, en las elecciones para la gobernación provincial de
Buenos Aires, tradicional ciudadela peronista, de María Eugenia Vidal, de
inequívocas credenciales liberales, es un indicio claro del desencanto de un
vasto sector popular con una política que, detrás de la apariencia de medidas
de “justicia social”, antiamericanismo y prochavismo, ha disparado la
inflación, reducido drásticamente las inversiones extranjeras, lastimado la
credibilidad financiera del país en todos los mercados mundiales y puesto a
Argentina a orillas de la recesión.
El
fenómeno peronista es más misterioso que el del pueblo alemán abrazando el
nazismo.
El
sistema que encarna la señora Kirchner se va a defender con uñas y dientes,
como es natural, y ya es un indicio de lo que podría suceder el que, el domingo
pasado, el Gobierno permaneciera mudo, sin dar los resultados, más de seis
horas después de conocer el escrutinio, luego de haber prometido que lo haría
público de inmediato. La posibilidad del fraude está siempre allí y la única
manera de conjurarlo es, para la alianza de partidos que apoya a Macri,
garantizar la presencia de interventores en todas las mesas electorales que
defiendan el voto genuino y —si la hubiera— denuncien su manipulación.
Dos
hechos notables de las elecciones del 25 de octubre son los siguientes: Macri
aumentó su caudal electoral en cerca de un millón setecientos mil votos y el
número de electores se incrementó de manera espectacular, del 72% de los
inscritos en la pasada elección, a algo más del 80% en esta. La conclusión es
evidente: un sector importante del electorado, hasta ahora indiferente o
resignado ante el statu quo, esta vez, renunciando al conformismo, se movilizó
y fue a votar, convencido de que su voto podía cambiar las cosas. Y, en efecto,
así ha sido. Y lo ha hecho discretamente, sin publicitarlo de antemano, por
prudencia o temor ante las posibles represalias del régimen. De ahí la pavorosa
metida de pata de las encuestas que anunciaban un triunfo categórico de Scioli,
el candidato oficialista, en la primera vuelta. Pero el 22 de noviembre no
ocurrirá lo mismo: el poder kirchnerista sabe los riesgos que corre con un
triunfo de la oposición y moverá todos los resortes a su alcance, que son
muchos —la intimidación, el soborno, las falsas promesas, el fraude—, para
evitar una derrota. Hay que esperar que el sector más sano y democrático de los
peronistas disidentes, que han contribuido de manera decisiva a castigar al
kirchnerismo, no se deje encandilar con los llamados a la unidad partidista
(que no existe hace mucho tiempo) y no desperdicie esta oportunidad de enmendar
un rumbo político que ha regresado a la Argentina a un subdesarrollo
tercermundista que no se merece.
No
se lo merece por la variedad y cantidad de recursos de su suelo, uno de los más
privilegiados del mundo, y por el alto nivel de integración de su sociedad y lo
elevado de su cultura. Cuando yo era niño, mis amigos del barrio de Miraflores,
en Lima, soñaban con ir a formarse como profesionales no en Estados Unidos ni
en Europa, sino en Argentina. Esta tenía entonces todavía un sistema de
educación ejemplar, que había erradicado el analfabetismo —uno de los primeros
países en lograrlo— y que el mundo entero tenía como modelo. La buena
literatura y las películas más populares en mi infancia boliviana y
adolescencia peruana venían de editoriales y productores argentinos, y las
compañías de teatro porteñas recorrían todo el continente poniéndonos al día
con las obras de Camus, Sartre, Tennessee Williams, Arthur Miller, Valle
Inclán, etcétera.
El
empobrecimiento sistemático del país multiplicó la desigualdad y la fractura
social.
Es
verdad que ni siquiera los países más cultos están inmunizados contra las
ideologías populistas y totalitarias, como demuestran los casos de Alemania e
Italia. Pero el fenómeno del peronismo es, al menos para mí, más misterioso
todavía que el del pueblo alemán abrazando el nazismo y el italiano el
fascismo. No hay duda alguna de que la antigua democracia argentina —la de la
república oligárquica— era defectuosa, elitista, y que se precisaban reformas
que extendieran las oportunidades y el acceso a la riqueza a los sectores
obreros y campesinos. Pero el peronismo no llevó a cabo esas reformas, porque
su política estatista e intervencionista paralizó el dinamismo de su vida
económica e introdujo los privilegios y sinecuras partidistas a la vez que el gigantismo
estatal. El empobrecimiento sistemático del país multiplicó la desigualdad y
las fracturas sociales. Lo sorprendente es la fidelidad de una enorme masa de
argentinos con un sistema que, a todas luces, sólo favorecía a una nomenclatura
política y a sus aliados del sector económico, una pequeña oligarquía rentista
y privilegiada. Los golpes y las dictaduras militares contribuyeron, sin duda,
a mantener viva la ilusión peronista.
Recuerdo
mi sorpresa la primera vez que fui a la Argentina, a mediados de los años
sesenta, y descubrí que en Buenos Aires había más teatros que en París, donde
vivía. Desde entonces he seguido siempre, con tanta fascinación como pasmo, los
avatares de un país que parecía empeñado en desoír todas las voces sensatas que
querían reformarlo y que, en su vida política, no cesaba de perseverar en el
error. Tal vez por eso he celebrado el domingo 25 los resultados de esa primera
vuelta con entusiasmo juvenil. Y, cruzando los dedos, hago votos por que el 22
de noviembre una mayoría inequívoca de electores argentinos muestre la misma
lucidez y valentía llevando al poder a quien representa el verdadero cambio en
libertad.
Mario
Vargas Llosa
vargas_llosa@gmail.com
@Mariovargasllo
España
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