viernes, 18 de diciembre de 2015

JUAN CARLOS BERMÚDEZ REYES, REQUIEM POR LA DEMOCRACIA COLOMBIANA, DESDE COLOMBIA

El presidente, su gran hermano Enrique, Humberto de la Calle, dos generales y el filósofo Jaramillo, como no nos pueden convencer de las bondades de los acuerdos de paz nos los quieren imponer destrozando la institucionalidad. Están haciendo añicos la Constitución del 91 ya que por vía legal no podrán hacer esa entrega humillante.

Aprobar un plebiscito que castra la voluntad de la ciudadanía reduciendo el umbral de participación a un 13%, implica que una minoría le impondría su voluntad al 87%. Eso no es legal ni legítimo en ningún país del mundo para resolver algún problema de interés nacional.
Reducir los debates que deben hacerse en el Congreso de la República para reformar la constitución política es incurrir en una sustitución de la misma, ya que significa un harakiri, una autodestrucción del ordenamiento fundamental o bloque de constitucionalidad que fue prohibido expresamente por la Corte Constitucional cuando declaró que la segunda reelección de Álvaro Uribe Vélez no procedía en razón de que el Congreso al autorizarla destruiría ese Bloque de Constitucionalidad.
Cuando el Congreso de la República, valiéndose de mayorías transitorias se automutila en su función esencial de legislar para cederla al presidente de manera total y cuando el presidente, valiéndose de esas mayorías hace aprobar, contra el espíritu de la separación de poderes, facultades que en normalidad no tienen porqué ser concedidas a otro poder ni mucho menos amputárselas por sí mismo,  como se desprende del otorgamiento de la Ley Habilitante próxima a ser aprobada, entonces es porque estamos en presencia de un auténtico golpe de estado propiciado en nombre del nuevo “ideal supremo”: la paz.
El resultado  de todas las arbitrariedades que estamos presenciando es, ni más ni menos, la destrucción de pilares y fundamentos claves de la vida nacional que nos hacían viables como sociedad y como país, pues…
Mal que bien, las relaciones políticas entre distintas corrientes, tendencias y partidos se sostenían y tramitaban en el marco de la democracia. Las aventuras guerrilleras estaban al borde de su derrota militar y en términos políticos habían perdido toda perspectiva.
Mal que bien, la constitución del 91 era el referente común y aceptado que nos remitía a un marco jurídico común.
Mal que bien, el Congreso de la República, a pesar de los vicios de la dirigencia política, no funcionaba como un apéndice del poder ejecutivo y procuraba moverse en el límite de sus funciones.
Mal que bien, la institución presidencial en nuestra historia reciente no precisó nunca de poderes especiales ni de leyes habilitantes ya que eso se consideraba propio de regímenes dictatoriales.
Mal que bien, la sociedad colombiana mantuvo una actitud de crítica e invalidación de la violencia como método de acción política para alcanzar el poder del estado. Ese amplio consenso nunca fue obstáculo para acoger con generosidad a aquéllos grupos que negociaron la paz con diferentes gobiernos.
En contra de una versión que se quiere imponer a fuerza de repetición, la población colombiana no está polarizada entre guerreros y pacifistas.
Con respecto a las negociaciones de paz con las FARC, la sociedad ha mantenido a lo largo de los tres años largos una actitud de aceptación de algunas concesiones en materia de justicia y de participación política, pero, en lo atinente al castigo con cárcel reducida para responsables de crímenes atroces y de su inelegibilidad política, cerca de un 80%, según casi todas las encuestas realizadas por todas las firmas que las hacen, consideran que en esos aspectos el Estado y el Gobierno no deben ceder.
El gobierno Santos pretende, atropellando la realidad y la verdad, establecer una división de los colombianos acerca de si quieren o no la paz.  Nada más burdo y falso ya que, lo que quiere la inmensa mayoría es que no se sacrifique la Justicia ni se violen mínimos parámetros de lógica política y de respeto a la institucionalidad y al estatus de las Fuerzas Militares.
De manera que, con los proyectos que está aprobando el Congreso y las maniobras ilegales del Presidente Santos al designar a su hermano Enrique, que carece de investidura legal,  como representante del Estado ante las FARC, Colombia como sociedad y como país, está perdiendo la institucionalidad, se quiere suplantar la Constitución deformando la división de poderes, revisando la doctrina militar, creando zonas vedadas a otras fuerzas políticas y a las fuerzas del orden y de la justicia. 
Estamos perdiendo la unidad en torno a la democracia y la democracia es colocada en inminente peligro en razón de ese conjunto de acciones ilegales y arbitrarias que configuran lo que en esencia es un golpe de estado. Un costo demasiado oneroso para incorporar a una guerrilla que no inspira confianza, que no piensa pedir perdón a sus víctimas, que no reconoce nuestra democracia, que quiere refundar el Estado, que espera hacer su revolución por decreto, que quiere cambiar el constituyente primario por representantes de organizaciones sociales de corte fantasmal que a nadie representan, que no quiere entregar las armas ni sus riquezas, que pretende pasar el secuestro, el reclutamiento de menores y el narcotráfico como delitos conexos del delito político.
Previo a todo este atropello, se les dio trato de alta parte contratante, por lo que es razonable rezar un réquiem por nuestra democracia o tomar el camino de la resistencia activa.
Juan Carlos Bermúdez Reyes
jucabere@gmail.com
Colombia

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