El presidente, su gran hermano Enrique,
Humberto de la Calle, dos generales y el filósofo Jaramillo, como no nos pueden
convencer de las bondades de los acuerdos de paz nos los quieren imponer
destrozando la institucionalidad. Están haciendo añicos la Constitución del 91
ya que por vía legal no podrán hacer esa entrega humillante.
Aprobar un plebiscito que castra la voluntad
de la ciudadanía reduciendo el umbral de participación a un 13%, implica que
una minoría le impondría su voluntad al 87%. Eso no es legal ni legítimo en
ningún país del mundo para resolver algún problema de interés nacional.
Reducir los debates que deben hacerse en el
Congreso de la República para reformar la constitución política es incurrir en
una sustitución de la misma, ya que significa un harakiri, una autodestrucción
del ordenamiento fundamental o bloque de constitucionalidad que fue prohibido
expresamente por la Corte Constitucional cuando declaró que la segunda
reelección de Álvaro Uribe Vélez no procedía en razón de que el Congreso al
autorizarla destruiría ese Bloque de Constitucionalidad.
Cuando el Congreso de la República, valiéndose
de mayorías transitorias se automutila en su función esencial de legislar para
cederla al presidente de manera total y cuando el presidente, valiéndose de
esas mayorías hace aprobar, contra el espíritu de la separación de poderes,
facultades que en normalidad no tienen porqué ser concedidas a otro poder ni
mucho menos amputárselas por sí mismo, como se desprende del otorgamiento
de la Ley Habilitante próxima a ser aprobada, entonces es porque estamos en
presencia de un auténtico golpe de estado propiciado en nombre del nuevo “ideal
supremo”: la paz.
El resultado de todas las
arbitrariedades que estamos presenciando es, ni más ni menos, la destrucción de
pilares y fundamentos claves de la vida nacional que nos hacían viables como
sociedad y como país, pues…
Mal que bien, las relaciones políticas entre
distintas corrientes, tendencias y partidos se sostenían y tramitaban en el
marco de la democracia. Las aventuras guerrilleras estaban al borde de su
derrota militar y en términos políticos habían perdido toda perspectiva.
Mal que bien, la constitución del 91 era el
referente común y aceptado que nos remitía a un marco jurídico común.
Mal que bien, el Congreso de la República, a
pesar de los vicios de la dirigencia política, no funcionaba como un apéndice
del poder ejecutivo y procuraba moverse en el límite de sus funciones.
Mal que bien, la institución presidencial en
nuestra historia reciente no precisó nunca de poderes especiales ni de leyes
habilitantes ya que eso se consideraba propio de regímenes dictatoriales.
Mal que bien, la sociedad colombiana mantuvo
una actitud de crítica e invalidación de la violencia como método de acción
política para alcanzar el poder del estado. Ese amplio consenso nunca fue
obstáculo para acoger con generosidad a aquéllos grupos que negociaron la paz
con diferentes gobiernos.
En contra de una versión que se quiere imponer
a fuerza de repetición, la población colombiana no está polarizada entre
guerreros y pacifistas.
Con respecto a las negociaciones de paz con
las FARC, la sociedad ha mantenido a lo largo de los tres años largos una
actitud de aceptación de algunas concesiones en materia de justicia y de
participación política, pero, en lo atinente al castigo con cárcel reducida
para responsables de crímenes atroces y de su inelegibilidad política, cerca de
un 80%, según casi todas las encuestas realizadas por todas las firmas que las
hacen, consideran que en esos aspectos el Estado y el Gobierno no deben ceder.
El gobierno Santos pretende, atropellando la
realidad y la verdad, establecer una división de los colombianos acerca de si
quieren o no la paz. Nada más burdo y falso ya que, lo que quiere la
inmensa mayoría es que no se sacrifique la Justicia ni se violen mínimos
parámetros de lógica política y de respeto a la institucionalidad y al estatus
de las Fuerzas Militares.
De manera que, con los proyectos que está
aprobando el Congreso y las maniobras ilegales del Presidente Santos al
designar a su hermano Enrique, que carece de investidura legal, como
representante del Estado ante las FARC, Colombia como sociedad y como país,
está perdiendo la institucionalidad, se quiere suplantar la Constitución deformando
la división de poderes, revisando la doctrina militar, creando zonas vedadas a
otras fuerzas políticas y a las fuerzas del orden y de la justicia.
Estamos
perdiendo la unidad en torno a la democracia y la democracia es colocada en
inminente peligro en razón de ese conjunto de acciones ilegales y arbitrarias
que configuran lo que en esencia es un golpe de estado. Un costo demasiado
oneroso para incorporar a una guerrilla que no inspira confianza, que no piensa
pedir perdón a sus víctimas, que no reconoce nuestra democracia, que quiere
refundar el Estado, que espera hacer su revolución por decreto, que quiere
cambiar el constituyente primario por representantes de organizaciones sociales
de corte fantasmal que a nadie representan, que no quiere entregar las armas ni
sus riquezas, que pretende pasar el secuestro, el reclutamiento de menores y el
narcotráfico como delitos conexos del delito político.
Previo a todo este atropello, se les dio trato
de alta parte contratante, por lo que es razonable rezar un réquiem por nuestra
democracia o tomar el camino de la resistencia activa.
Juan Carlos Bermúdez
Reyes
jucabere@gmail.com
Colombia
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