En 2016 se conmemoran 400 años
del fallecimiento de William Shakespeare.
Poco puede añadirse que no haya
sido dicho acerca de la magnitud y brillantez de este genio literario y profundo
conocedor del alma humana. Shakespeare hizo de la lengua inglesa a la vez un
instrumento de extraordinaria riqueza, precisión y versatilidad; inventó
centenares de nuevas palabras y giros idiomáticos, fortaleció la gramática y
potenció la poesía, la tragedia y la comedia con inigualable flexibilidad y
lucidez.
Por encima de todo, no obstante,
se encuentra a mi parecer el ya anotado atributo de su penetración psicológica
en los vericuetos del alma humana. No es fácil, quizás imposible, hallar en
otro cuerpo de obras producidas por un único autor una fuente tan inagotable de
observaciones, análisis y percepciones sobre los misterios y acertijos del ser
humano, como el que se encuentra en el legado de Shakespeare. Tan solo las
cuatro principales tragedias, Hamlet, Otelo, Macbeth y El rey Lear han
proporcionado durante siglos alimento para una verdadera montaña de estudios e
interpretaciones, muchas veces divergentes y hasta contradictorias, que ponen
de manifiesto la complejidad de estas y otras obras del gran dramaturgo, nacido
en el para entonces pequeño poblado de Stratford-upon-Avon.
Desde luego, la lectura de estas
obras en su idioma original constituye un severo desafío, aun para personas
cuya lengua materna sea el inglés y además lo manejen con destreza. Ver tales
dramas representados en el teatro es igualmente un reto muy exigente, debido
tanto a la complejidad de situaciones y personajes como al inglés utilizado por
un autor que escribió hace ya cuatrocientos años.
Pero claro está: el disfrute más
legítimo y concentrado de las grandes tragedias de Shakespeare, así sea en
traducciones, demanda de cualquier persona un esfuerzo de lectura de los textos
que no es posible subestimar, y que es en verdad insustituible.
Ahora bien, como ocurre con
varias grandes obras de la literatura universal (cabe pensar en La guerra y la
paz, Los miserables y el Fausto, entre otros ejemplos), la recreación de los
originales mediante otros medios, en particular el cine, ofrece opciones
interesantes, que no solo contribuyen a exponer o acentuar con mayor fuerza
algunos elementos fundamentales de los temas primigenios, sino que permiten
expandir el rango imaginativo tanto de los intérpretes como del público en
general.
De hecho, un periplo aconsejable,
y no solamente con relación a Shakespeare, consiste en leer las obras
inicialmente y luego verlas en otras versiones y a través de otros medios.
Destaco entre estos últimos el cine, debido a la fantástica fuerza que concede
a sus empeños el avance de las tecnologías del “séptimo arte”, con el empleo de
herramientas visuales y de sonido que hacen factible focalizar, extender y
multiplicar, según el caso, aspectos de los dramas y comedias originales,
resaltando puntos de particular interés o explorando pasadizos que antes se
hallaban casi ocultos o de alguna manera requerían de una más cuidadosa
fijación.
Esta experiencia de disfrute
estético me ha ocurrido con relación a la que es mi favorita entre las grandes
obras de Shakespeare: Macbeth. La he leído y visto en el teatro, y también tuve
oportunidad de apreciar en diversos momentos las versiones cinematográficas que
realizaron Orson Welles (1948), el notable director japonés Akira Kurosawa
(1957), y Roman Polanski (1971). Se trata desde mi perspectiva de películas
bien elaboradas y en muchos sentidos meritorias, pero admito que disfruté mucho
más, y la sentí como un logro en algunos planos superior, la nueva versión de
Macbeth ejecutada en 2015 por el joven director australiano Justin Kuzner, que
logré presenciar en una buena sala de cine (no en DVD) la semana pasada. Y la
aclaratoria importa, pues el nuevo filme de Kuzner alcanza su mayor conquista
en un plano estético, centrado en lo visual y en pantalla grande.
La trama de Macbeth, en sus
lineamientos esenciales, es bastante conocida y acá no puedo detenerme a
reconstruirla en mayor detalle. Lo que deseo destacar son dos aspectos. De un
lado el problema de la interpretación psicológica de los personajes y las
motivaciones de sus acciones. De otro lado la contribución que es capaz de
hacer el cine con respecto a una obra de esta categoría y dificultad.
En cuanto a las motivaciones de
la trama, es sabido que Macbeth y su esposa Lady Macbeth, el primero un
guerrero ambicioso y en apariencia disperso que se gana el respeto y gratitud
de su monarca, la segunda una mujer enigmática y rodeada de incógnitas,
conciben el propósito de asesinar al Rey y hacerse con el trono de Escocia.
Todo ello se deriva, al comienzo del drama, de los anuncios formulados a
Macbeth por tres personajes, especie de brujas, que profetizan en medio de
conjuros una serie de eventos por venir, entre ellos que Macbeth llegará a ser
Rey. La pareja lleva a cabo su sangrienta tarea, la traición se consuma y
Macbeth y su esposa se convierten en Rey y Reina. Pero a partir de allí empieza
a desplegarse un proceso oscuro de sucesivos crímenes, que remueve de forma
incontenible y angustiosa la conciencia de estos personajes.
El sentido de culpa y la
persecución de un fin que resulta a veces inasible e indescifrable carcomen sus
espíritus y finalmente les llevan a la muerte.
Toneladas de tinta se han vertido
en la interpretación de lo que impulsa a Lord y Lady Macbeth, con aportes que
incluyen desde el de Sigmund Freud y otras figuras de esta densidad hasta los
de decenas de otros estudiosos, que han procurado entender en sus inmensas
derivaciones una trama que relatada como lo hice luce relativamente simple,
pero que en realidad marcha cubierta por la niebla de la alucinación y los
extravíos del sueño y el sonambulismo. Este último se plasma específicamente en
un episodio que involucra a Lady Macbeth y que acrecienta el clima de estupefacción,
misterio y confusión que se capta al leer la obra y verla en el teatro, pero
que en manos de un cineasta hábil como Kuzner se transforma en algo muy
palpable, en un mundo de visiones y rastros que se pierden y reaparecen y que
son como retratos de conciencias en ebullición, acosadas por la incertidumbre y
el miedo.
Kuzner no es totalmente fiel a la
obra original. Semejante meta es superflua cuando la idea es precisamente
proponer una interpretación en un medio –en este caso el cine– distinto al
original. De hecho Kuzner proporciona algunas pistas de su propia iniciativa,
destinadas a otorgar al espectador claves interpretativas adicionales a las
halladas o meramente sugeridas en la obra de Shakespeare.
Sin embargo, y a fin de cuentas,
lo que esta película demuestra es el magnífico poder del cine para imprimir
fuerza adicional a una obra literaria, a un drama escrito para el teatro,
sacando a los personajes de los estrechos confines de escenarios simples y
ubicándoles en espacios muy diversos, retornándoles cuando es necesario a las
cuatro paredes de sus habitaciones y hasta empujándoles visualmente a las
cárceles de sus propias y atormentadas conciencias.
Sin ánimo de simplificar una obra
tan trascendente por su poder psicológico, Macbeth revela en última instancia
lo que podríamos quizá denominar “la atracción del mal” en el alma del ser
humano, lo que Kant describió como el “mal radical”, cuya excitante llamado es
tan seductor como terribles son sus consecuencias.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com
Filososfo Liberal
Caracas - Venezuela
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