Bolívar es sin duda
el hombre más trascendental que haya nacido en Venezuela. Su genio, su
clarividencia y sobre todo su obra emancipadora lo proyectan como un patrimonio
del conjunto de los ciudadanos, no solo de nuestro país, sino de medio
continente suramericano liberado por su empeño y su espada, y como un símbolo
que debe estar colocado por encima de parcialidades y banderías.
Fueron precisamente
autócratas, megalómanos y caudillos de todo pelaje quienes pretendieron
construir en torno a su figura un tinglado que les sirviera de justificación a
sus despropósitos, profanando y ultrajando la memoria de un hombre cuya prédica
y acción, aparece indisolublemente ligado a principios libertarios y
republicanos.
Antonio Guzmán
Blanco, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, cuatro de
los mayores déspotas de nuestro accidentado devenir, intentaron emparentar sus
despropósitos con la obra y el nombre de Bolívar, implantando simbologías,
rituales y cultos que pretendían colocarlos como albaceas, intérpretes o
continuadores de la obra inconclusa del padre Libertador.
La manipulación del
nombre y la figura de Bolívar, en tiempos de Hugo Chávez, llegó al paroxismo;
utilizando al padre de la patria para apellidar un proyecto político sectario y
personalista, se dividió, confrontó y discriminó a una inmensa masa de
venezolanos, que al oponerse al demencial empeño de imponer un modelo político
atrasado, opresivo y fracasado, se calificaban como traidores a la patria y por
tanto segregados del paraguas protector de un bolivarianismo de utilería,
levantado solo como mecanismo de control
político y electoral sobre la sociedad.
En función de
manipular la significación del Libertador, se fue creando una especie de
identidad, de sincretismo, de fusión, entre la obra del grande hombre, y los
objetivos de poder personal e indefinido de Hugo Chávez, y para ello se reescribió, distorsionó y
tergiversó la historia nacional y se construyó un relato propagandístico
perverso, según el cual los objetivos de Bolívar habían quedado inconclusos y
traicionados por la acción de élites y oligarquías lugareñas que obedeciendo a
intereses mezquinos habían destruido su legado y lo habían condenado al
ostracismo, muriendo con la inmensa frustración de ver perderse el proyecto e
ideario al que había dedicado su existencia.
Borrando de un
plumazo la bicoca de 169 años de evolución histórica (es decir, entre diciembre
de 1830 y diciembre de 1999) los apologistas de Chávez lo colocaron como el
hombre a quien el destino y la providencia
habían asignado el protagónico rol de rescatar, continuar y concluir la
frustradas realizaciones del Libertador, y en función de esa desmesura, y aun
cuando no se atrevían a señalarlo explícitamente, Chávez terminaba, en esa
narración interesada y mentirosa, siendo superior y más grande que Bolívar,
pues mientras este había muerto frustrado, amargado, perseguido, proscrito,
viendo hacer añicos sus proyectos de unidad latinoamericana, en cambio el
prócer de Sabaneta había podido concluir su obra reivindicadora y liberadora
plenamente y sin contratiempos.
Obviando
deliberadamente los grandes, incomprendidos e infructuosos esfuerzos realizados
por Bolívar, hasta su último aliento por la unidad de los venezolanos, e
incluso de los pueblos de América, Hugo Chávez y sus paniaguados utilizaron su
“revolución bolivariana” como un mecanismo de división, cisma, ruptura y
desgarramiento entre compatriotas, y su retórica incesante llamaba en forma
permanente a excluir, perseguir y segregar a todos quienes no comulgaran con
sus ideas anacrónicas, desfasadas y antihistóricas, llenándolos de dicterios y
descalificaciones.
Hoy, cuando a
propósito del retiro de los cuadros de Bolívar y Hugo Chávez del hemiciclo de
sesiones de la Asamblea Nacional, el oficialismo, aún turulato luego de su
contundente derrota electoral del 6-D, ha querido armar una alharaca,
comprometiendo incluso al Alto Mando Militar en una labor de clara inherencia y
parcialidad política contraria a sus deberes profesionales y constitucionales,
es bueno significar que ha debido y debe
diferenciarse en el trato a una y otra figura, y ha podido también ser
más elegante en los procedimientos.
Bolívar en cualquier
formato o rostro que lo simbolice, debe ser asumido, respetado y venerado como
un patrimonio común de los venezolanos, porque la grandeza de su obra
libertaria lo coloca por encima de cualquier diatriba opugna banderiza. En el
caso de Hugo Chávez, un líder cismático, controversial, pendenciero, que se
autoasignó el papel de excluir, estigmatizar y descalificar a quienes no
comulgaban con sus patológicas ambiciones de mando perpetuo, tienen sus no
pocos seguidores el legítimo derecho de recordarlo, honrarlo y si quieren
incluso rendirle culto, rezarle o pedirle milagros, mereciendo esos
sentimientos el mayor respeto, por eso lo lógico era, de la manera más
considerada, entregarle el retrato a sus parciales, para que le escogieran un
lugar de veneración o peregrinación.
A lo que no puede
aspirar el menguado oficialismo es a imponerle a una parte cada vez más
importante del país que divergió de Chávez, y confrontó sus métodos, atropellos
y abusos, el culto por una figura que para muchos fue el verdadero inspirador y
gestor del desastre y la destrucción que hoy estamos padeciendo los
venezolanos.
Rafael Simon Jimenez
rafaelsimon57
Barinas – Venezuela
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