En su diagnóstico y recomendaciones el Decreto de
Emergencia Económica configura un fraude con pretensiones de liberar al régimen
construido por Hugo Chávez, y continuado por Nicolás Maduro, de la exclusiva
responsabilidad de haber destruido el aparato productivo nacional y generado
los graves problemas que encaramos en la actualidad.
El
Decreto supone que los problemas –inflación, escasez,
desabastecimiento- derivan de una supuesta “guerra económica” desatada por
factores nacionales y foráneos. Maduro, asesorado por un equipo de miopes e
ignorantes, pretende refugiarse en esa guarimba. No se pregunta por qué
Venezuela es el único país de América Latina, incluidos los del ALBA, donde tal
guerra se desencadenó. En Bolivia, su socio Evo Morales acordó una estrecha
alianza con los empresarios de Santa Cruz, la región más próspera del
Altiplano; resultado: Bolivia crece a tasas sostenidas y Morales gana
popularidad entre los sectores más pobres del país andino. En Ecuador el cuadro
es aún más favorable: Rafael Correa ha mantenido la dolarización de la economía
y ha conservado una relación cercana con los industriales; consecuencia: la
inflación se mantiene en un dígito y la economía crece de forma moderada, a
pesar de la caída de los precios del petróleo. Daniel Ortega, compañero de ruta
de Maduro, vive una prolongada luna de miel con los Estados Unidos y con los
empresarios nicaragüenses, lo que ha hecho posible la expansión de la economía
con un incremento de precios muy bajo. En la otra acera se encuentra Brasil,
hundido en una aguda crisis económica. En 2015 tuvo una caída del PIB de 2%,
algo insólito en la séptima economía mundial. A la señora Dilma, cuya presencia
en el Gobierno está seriamente amenazada, no se le ha ocurrido hablar de
“guerra económica” o disparates similares. Si lo hiciese, sus palabras serían
interpretadas como una burla cínica para intentar ocultar los desmanes y la
corrupción que hubo en la era de Lula y durante su administración.
Si
existiese la fulana “guerra económica” de la que hablan Maduro y sus adláteres,
las empresas públicas funcionarían como un teatro de operaciones sincronizado,
donde el Gobierno demostraría la eficacia de su modelo socialista. Resulta que
las empresas estatizadas están quebradas. Fueron arruinadas por la
incompetencia y la corrupción. Parece que hubiesen sido arrasadas por un
huracán. De las 16 industrias que
integran el complejo de la GVG, solo una muestra cifras positivas. Las demás
exhiben cuentas en rojo. PDVSA, la empresa más importante del país, y en su
momento una de las más importantes del planeta, luego de una década ocupándose
de todo, menos de explorar, refinar y vender petróleo, hoy se encuentra en la
banca rota. Le cuesta conseguir crédito internacional y socios para extraer
crudo de la Faja del Orinoco. Agroisleña, empresa líder en el ramo agrícola,
fue desbaratada por el chavismo. La fábrica de pañales desechables Guayuco,
creada con capital público, no ha producido ni un solo pañal. La Electricidad
de Caracas, que pasó a formar parte de Corpoelec, está postrada. Cantv y
Movilnet no están en capacidad de invertir para mantenerse al ritmo de los
cambios tecnológicos. No existe central azucarero, hacienda o hato que haya
pasado a manos del Gobierno, que no se encuentre en un estado lamentable. Hasta los hoteles estatizados se hallan en
condiciones deplorables. Si de guerra se habla, los soldados más letales son
los guardias rojos que invadieron esos activos, antes en manos privadas.
La inflación, la
escasez, el desabastecimiento, la caída del empleo de calidad, el aumento de la
buhonería y de los oficios improductivos, la falta de medicinas, forman el
colofón del socialismo del siglo XXI. Los delirios estatistas de Chávez y
Maduro y los afanes expansionistas del modelo revolucionario, no podían pasar
sin generar graves consecuencias. El régimen en vez de fortalecer el FEM (Fondo
de Estabilización Macroeconómica), concebido para ahorrar, consolidó el Fonden
(Fondo de Desarrollo Nacional) diseñado para gastar sin control. Los resultados
los estamos sufriendo.
El ardid de la “guerra económica” es una treta insolente concebida para enmascarar los excesos cometidos en nombre de la revolución. Ese decreto podrá servir para iniciar el debate sobre qué debe hacerse, pero jamás debe aprobarse como está redactado. Terminaría de acabar con lo poco que queda de economía productiva.
Trino Marquez Cegarra
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
Miranda -
Venezuela
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