Parece que los
principios ya no importan mucho a la hora de hacer política. Al menos eso es lo
que surge al observar lo que hace la inmensa mayoría de los dirigentes cuando
debe fijar posturas y brindar discursos en público.
Queda en el aire esa
sensación de que las decisiones se toman en base a un conjunto de conveniencias
circunstanciales, a un pactado intercambio de beneficios mutuos y siempre de la
mano de ocultos acuerdos que la gente desconoce, no por azar, sino por expresa
voluntad de los protagonistas.
La política sigue
siendo una actividad de escaso prestigio. Las acciones poco transparentes de
quienes la ejercen no ayudan demasiado. La gente percibe que los que hoy opinan
de una manera, mañana pueden hacerlo de un modo diametralmente opuesto, sin
siquiera sonrojarse.
Debe quedar en claro
que cambiar de parecer no es un pecado. De hecho, puede ser el síntoma de una
meritoria evolución y sinónimo de una gran honestidad intelectual. Cuando una
visión sobre la realidad es cuestionada y los argumentos que sostienen esa
crítica tienen suficiente sustento, pueden dar paso a una idea mucho mejor,
superadora y con mayor fundamento. En esa circunstancia, ese gesto de
reemplazar opiniones debe ser aplaudido.
Se requiere, para
eso, de una colosal capacidad para dudar de lo que se ha dicho siempre y estar
dispuesto a someter las propias miradas al complejo desafío de una
interpelación constante frente a otras ideas, contrastándolas con nuevas
perspectivas e interpretaciones diferentes y originales.
Lamentablemente, esto
se verifica con mayor frecuencia en los ámbitos científicos y académicos, que
en el mundo de la política, donde la hipocresía, la versatilidad y el cinismo
parecen ser, no solo moneda corriente, sino una virtud en el desempeño de esa
tarea.
Cuesta comprender la
falta de escrúpulos de muchos dirigentes que con la misma potencia que
sostenían hoy una visión, luego reniegan de ella. Vale la pena insistir en esto
de que el problema no pasa por cambiar de posición frente a un tópico
cualquiera, sino en la escasa dignidad para aclarar los motivos de esa
revisión, que pudiendo ser genuina, se desacredita ya no por la eventual
mutación, sino por la inocultable ausencia de explicaciones.
Mucha gente se
indigna frente a este tipo de montajes burdos, excesivamente habituales en la
política contemporánea. Pero no menos cierto es que estas mismas sociedades no
han tenido la osadía suficiente para repudiar con determinación estas acciones
que tanto critican por lo bajo. La queja aparece por poco tiempo, en el
intercambio superficial entre amigos, pero luego se olvida rápidamente con
preocupante displicencia.
Ya se sabe que lo que
no tiene costo político para un dirigente, lo que no implica una caída en sus
posibilidades futuras, termina convirtiéndose en un estímulo. Es bueno
comprender que en países como estos, ese tipo de imposturas se reiteran hasta
el cansancio, cíclicamente, justamente porque la sociedad las pasa por alto
borrándolas de su registro.
Todo esto también
ocurre como consecuencia de un premeditado proceso de vaciamiento ideológico
que se ha vivido en las últimas décadas con mayor impulso, bajo el paraguas del
endiosado pragmatismo.
Los partidos
políticos que se han ocupado expresamente de hacer una apología de la
flexibilidad de sus creencias han generado deliberadamente este fangoso terreno
que les resulta muy cómodo porque pueden decir lo que sea sin costo alguno y
cambiar de visión con total maniobrabilidad.
En los países más
serios, con mayor gimnasia cívica, los partidos promueven un conjunto de ideas,
se identifican con ciertos preceptos y la gente sabe que esperar de ellos
frente a cada tema planteado. Sus posturas no son sorpresivas y el margen de
ductilidad se utiliza solo para cuestiones instrumentales, pero no para
abandonar los principios básicos.
Mientras se siga
idolatrando a los pícaros, mientras se continúe con esta detestable práctica
ciudadana de apoyar a personas despreciables, los resultados serán estos y
habrá que soportar esta maldita inercia.
La política actual
prioriza solo sus intereses. Hace acuerdos a espaldas de todos, canjea favores
personales, ofrece ventajas sectoriales y privilegios de casta. Esa volubilidad
le resulta tremendamente funcional y cuenta con la complicidad de una
irresponsable ciudadanía que avala ese esquema porque prefiere no apegarse a
una escala de valores tan inquebrantable.
Nadie ha
"recuperado la capacidad de reflexionar, ni de decir lo que piensa".
En todo caso, sería más apropiado reconocer que
hoy resulta conveniente hacer esto, decir eso y borrar con el codo lo
que se escribió con la mano. Es solo una muestra de la perversidad de un sistema,
del descaro de una generación de políticos y de una sociedad que tiene mucho
que replantearse, porque no solo ha votado a personajes como esos, sino que
aprueba a diario, tal vez sin darse cuenta del todo, este tipo de conductas que
no son aisladas, sino que forman parte de su inalterable escenografía.
Muchos repiten hasta
el cansancio aquello de que "la política es el arte de lo posible", y
utilizan esta frase para justificar su eterna adaptabilidad y sus ambiguas
posiciones. Que estos episodios se hayan naturalizado más allá de lo deseable
no los convierte, de modo alguno, en éticamente correctos.
El presente no es
fruto de la causalidad. Buena parte de lo que sucede tiene que ver con lo que
se hace mal y la clase política no es la excepción a la regla, sino en todo
caso, una prueba irrefutable de la decadencia moral de una sociedad que, en su
vida diaria, funciona de idéntico modo, con un doble estándar, reclamando a los
demás un status moral que no se pide a sí misma. No solo la política hace
siempre lo que más le conviene. Muchos individuos también han caído en la
tentación de desechar las convicciones.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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