ARTICULO PUBLICADO EN "MUJER ANALITICA"
El 25 de noviembre próximo se celebra el Día Internacional de
Eliminación de la violencia contra la Mujer, declarado como tal Día por la ONU en su
Resolución N° 54/134 el 17 de diciembre de 1999. La fecha fue elegida como conmemoración del
brutal asesinato en 1960 de las tres hermanas Mirabal, activistas políticas de
la República Dominicana, por orden del gobernante dominicano Rafael Trujillo
(1930-1961). Tal Declaración, además de
fijar el acto conmemorativo se justificó en que la violencia contra la mujer es
una violación de los derechos humanos y que es una consecuencia de la discriminación que
sufre, la afecta y le impide el avance en muchas áreas, incluidas
la erradicación de la pobreza, la lucha contra el VIH/SIDA y la paz y la
seguridad y que como agresión contra un género humano se puede evitar, consagrando además que la prevención de esa violencia es posible y
esencial. Con anterioridad, el 20 de diciembre de 1993, la Asamblea
General había aprobado la Declaración
sobre la eliminación de la violencia contra la mujer (A/RES/48/104), Y el Lazo Blanco se convirtió en el símbolo del
Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer por iniciativa de Canadá
para crear conciencia en la sociedad de erradicar la violencia de los hombres
contra la mujer después de la matanza de 16 universitarias por un hombre que
gritaba “feministas". Es propicio,
pues, reflexionar sobre el tema violencia que se ejerce contra el género femenino por parte del género masculino. Pero quisiera hacerlo desde una perspectiva
ética, por encima de lo social o antropológico e ideológico, porque reconozco
que por no darse igual valor a lo moral en la justificación de un tratamiento
especial para la violencia contra la mujer, cuando toda violencia es condenable
y debe evitarse, no llega a comprenderse
en plenitud su justificación sino como
una reivindicación más del feminismo.
La justificación del tratamiento especial de la violencia contra
la mujer dentro de los delitos o agresiones contra las personas, es la violencia sexual por su condición de tal,
bajo el contexto de su supuesta inferioridad y por los daños irreparables que causa a la mujer, no solo
físicos sino sobre todo psíquicos y en
su genitalidad que es el aspecto
corporal del sexo femenino, es decir,
su intimidad. La Organización Mundial de la Salud considera que la genitalidad
o sexualidad corporal es la condición central del ser humano, es decir, su
condición esencial como persona. Por tratarse
de lesiones a la intimidad femenina
las modalidades que presenta la violencia contra la mujer no solo
comprenden actos de violencia directa sino también la coerción y amenaza cuando
se ejerce sobre ella, por lo que
constituyen tipos especiales la
violencia sexual, el tráfico de
mujeres, la explotación sexual, la mutilación genital, el maltrato emocional y el acoso psicológico, que justifican que se
les dé un tratamiento específico en el ordenamiento jurídico y en las políticas
públicas. Asimismo, por el valor que desde el punto de vista humano
tiene la intimidad de la mujer y por la persona del agresor, normalmente su pareja masculina, que utiliza la dominación, posesión o control de su vida en perjuicio de su
autonomía, como factor estructural de violencia, considero que más que una
reivindicación u obligación legal la erradicación de la violencia en contra
de la mujer es un imperativo moral. Por lo que desde el punto de vista
de mi pensamiento cristiano sobre las situaciones vulnerables de la mujer, me permito hacer las siguientes
reflexiones sobre esta violencia
interpersonal derivada de la falta de
protección de la mujer o de sus desigualdades
para asumir eficazmente su defensa o de conseguir su protección por el Estado y por la sociedad.
Desde el punto de vista del
pensamiento cristiano la violencia
contra el género femenino tiene su mejor
justificación en el principio de la
igual dignidad de todas las personas, hombres y mujeres, que como recuerda San
Juan Pablo II en su Carta Apostólica "Mulieres Dignitatem", está en la entraña misma del mensaje anunciado por Jesucristo de la reciprocidad
entre varón y mujer, inscrita en la
naturaleza humana, cuando se quiso estigmatizar
a la mujer con las cargas del pecado humano, al
considerar el mismo Jesús a su
madre como el mejor símbolo de la
dignidad de la mujer. Puede parecer esta
consideración una cuestión meramente religiosa, cuando en verdad en la realidad
nada más digno que la consideración que se tiene en la sociedad de la madre para relievar la
dignidad femenina. Es decir, que en
el mensaje cristiano tan digna es la
mujer que se le escogió como madre de Dios.
Por ello, esa consideración de la
igual dignidad de hombres y mujeres
constituye un compromiso moral de
la exigencia contra la violencia de
género, que ha de traducirse en el fomento y apoyo de medidas estructurales de prevención y
erradicación de toda forma de violencia contra las mujeres, y de acogida y apoyo a las víctimas y de una
educación para crear conciencia social
de la necesidad de un cambio en las
mentalidades y estructuras dominantes y explotadoras en los diferentes altos
niveles de la sociedad. Para la doctrina social de la Iglesia Católica esa
educación consiste en que amar al otro
género supone la preocupación por la vida y el crecimiento de quien se ama
y que la relación entre parejas no se debe confundir con dominación,
explotación o posesividad, sino del absoluto respeto hacia la otra persona y del ejercicio de su libertad. Así San Juan Pablo II, recordaba que “cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver
a aquella que le ha sido confiada como
hermana en la humanidad común y que
"(…) no se ha convertido para él en un objeto de placer o de explotación”. Por su parte, San Juan XXIII,
propuso en su Encíclica Pacen in Terriscomo fundamentos de la
convivencia en paz: la verdad, que implica reconocer la dignidad igual de todas
las personas y pueblos; la justicia, que conlleva el reconocimiento de los
derechos y deberes en clave de reciprocidad; el amor, como actitud que lleva a
sentirnos solidarios unos de otros y es contraria al egoísmo explotador; y la
libertad, como actitud de respeto y contraria a toda opresión. Si bien estos principios son necesarios para
las relaciones entre los pueblos, lo son
igualmente para las relaciones interpersonales
entre hombres y mujeres. Y en ese
orden de ideas, ante la violencia contra
las mujeres nada mejor que citar la frase de Erich Fromm: “El amor es hijo de
la libertad, nunca de la dominación".
El magisterio del Papa Francisco
también aporta valores morales, sobre
todo cargados de humanismo, respecto de
la eliminación de la violencia contra la mujer. En efecto, en su Exhortación
Apostólica Evangelii Gaudium del 24 de noviembre de 2013, al referirse al
tratamiento de las mujeres como seres vulnerables, en ambientes de carencias y
pobreza, expresó este pensamiento terminante: "Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión,
maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores
posibilidades de defender sus derechos". E, igualmente, en reconocimiento
a las mujeres agregó: "Sin embargo, también entre las mujeres encontramos
constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y
el cuidado de la fragilidad de sus familias". Y ante situaciones extremas de violencia
sexual contra el género femenino, el mismo Papa Francisco en su discurso del 8
de diciembre de 2014, en la 48a. Jornada Mundial de la Paz , ejemplarizó sobre
el trabajo esclavo señalando a las personas obligadas a ejercer la
prostitución, entre los que señalaba hay muchas menores y los casos de los
esclavos y esclavas sexuales, y de las mujeres obligadas a casarse o de
las mujeres que son vendidas con vistas al matrimonio o entregadas en sucesión a un familiar después de la muerte de sus
maridos, sin derecho de dar o no su
consentimiento.
En el orden de ideas expuesto está claro el
rechazo a cualquier forma de violencia y discriminación de la mujer o de
la violencia de género por parte del pensamiento de la Iglesia Católica, por
ser atentados contra la dignidad de la
mujer como persona, por representar
lesiones al respeto a su vida, a su integridad física y moral, a su reputación,
su libertad y bienes, que son principios de
alcance universal y permanente, con independencia de cualquier otra
consideración. Pero no es sólo la
dignidad que le corresponde a la mujer
por el mero hecho de ser persona para
justificar la exigencia de erradicar y prevenir la violencia en su
contra, como lo asienta Juan Carlos Valderrama en su artículo "
"Violencia de Género: la Iglesia
anima a denunciar el maltrato a la mujer", sino en "el modo específico en que lo
es, así como la naturaleza de la relación a la que el hombre y ella, desde la
diferencia en que se expresa su dignidad igual, se encuentran esencialmente
llamados" (http://es.aleteia.org/2013/04/22/violencia-de-genero-la-iglesia-anima-a-denunciar-el-maltrato-a-la-mujer/).
En el contexto expuesto, puede señalarse que la vía penal y policial
no basta, por lo que entre las propuestas pastorales del Documento de
Aparecida (2007) de los obispos latinoamericanos (CELAM) se precisan dos vías o
formas de completar las medidas jurídicas,
a) acompañar y guiar a las asociaciones de mujeres que luchan por
superar las situaciones de vulnerabilidad y de exclusión, y b) promover un
diálogo constructivo y desideologizado con las autoridades públicas “para la
elaboración de programas, leyes y políticas públicas” orientadas al pleno
desarrollo de la mujer en la vida personal, social y familiar.
Quisiera terminar estas
reflexiones de carácter principista con
las palabras de Mary Ann Glendon, quien
integró la Delegación de la Santa Sede en la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer celebrada en Pekín el 5 de septiembre de 1995, que haciéndose eco del pensamiento de San Juan Pablo II en su Carta a las mujeres
del 29 de junio del mismo año, afirmó: " La histórica opresión de las
mujeres ha privado a la especie humana
de innumerables recursos. El reconocimiento de la igualdad en dignidad y en
derechos fundamentales de las mujeres y de los hombres, y la garantía para
todas las mujeres del acceso al pleno ejercicio de estos derechos tendrán
consecuencias de largo alcance, y abrirán enormes reservas de inteligencia y
energía, tan necesarias en un mundo que clama por la paz y la
justicia". Al repetir las palabras
de la profesora Glendon, y por las razones expuestas anteriormente sobre los valores que están en
juego con el compromiso de afrontar el tema de la violencia contra el género
femenino, pienso al igual que Juan Carlos Valderrama, que " la suerte de la mujer
es la suerte de la humanidad entera" y que
"en su defensa todos deben
sentirse solidarios", porque
"su aportación al desarrollo
humano posee un valor insustituible que toda la sociedad comenzando por los
poderes públicos, tienen obligación de reconocer, promover y preservar con
medidas eficaces".
Roman Duque Corredor
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