Desde que Angela Merkel ordenó abrir las
fronteras a las multitudes árabes, predominantemente sirias, ha sido objeto de
múltiples críticas. La mayoría provienen del ultraderechismo y del
nacional-populismo (son términos diferentes), tendencias que han hecho de la
xenofobia su bandera de lucha. A esas críticas se han sumado los conservadores
socialcristianos y, naturalmente, la CSU de Baviera.
Los representantes intelectuales de la
extrema derecha fuera de Alemania (no solo europea) han acuñado un término para
caracterizar a la política de Merkel: “buenismo”. Así intentan ridiculizar a
todos los que no participan de la histeria colectiva desatada en contra de los
refugiados.
El “buenismo” sería la ideología de los
blandos de corazón, de los que no piensan en las consecuencias, de los que se
dejan llevar por sentimientos humanistas. Frente a ellos, los publicistas de la
ultraderecha se entienden a sí mismos como personajes realistas, duros pero
visionarios.
No han faltado tampoco las críticas de los
izquierdistas arcaicos. Para estos, Merkel actúa de acuerdo a los dictados del
gran capital y no persigue otro objetivo sino incrementar “el ejercito
proletario de reserva” y así reducir los salarios de los trabajadores
“nativos”. Otros, más moderados, aducen que Merkel intenta llenar –con la
adquisición de fuerza de trabajo barata- el hueco laboral producido por la
disminución de trabajadores activos en
la industria tradicional. No faltan por supuesto los “demógrafos” que asignan
a las “migraciones” el rol de mecanismo
destinado a suplir la disminución de la población joven. Según todas esas
versiones Merkel no sería “buenista” sino “malista”: una nueva Margaret
Thatcher puesta al servicio del Euro.
Pero entender a la política de Angela Merkel
frente a los refugiados no es difícil. La propia canciller ha mostrado sus
objetivos. De todas sus declaraciones podemos deducir que sus decisiones
obedecen a tres razones. Y las tres son muy políticas.
La primera es que Alemania forma parte de la
gran coalición internacional en contra de los ejércitos del ISIS y si bien no
participa directamente en acciones militares como Francia, debe asumir
responsabilidades en otros planos. A esos planos pertenece la recepción de
fugitivos. Si los demás países no cumplen con ese compromiso, no es culpa de
Merkel.
La segunda razón es que al recibir a los
perseguidos, Merkel ha trazado una línea demarcatoria. Si se lee su notable
discurso del 6-10-2015 en el Parlamento Europeo, no cabe duda que ella está
decidida a declarar una guerra política al nacional-populismo, versión
post-moderna del fascismo del siglo XX. Y en buena hora.
El nacional-populismo, como el antiguo
fascismo, es expresión de lo peor que anida en cada ser humano. Basta ver a sus
militantes en las calles cuando destilan su odio por todos los poros de sus
cabezas rapadas. En las concentraciones masivas esos seres solitarios articulan
sus miedos entre sí, adquiriendo una sensación de poderío que en la vida diaria
nunca podrán experimentar.
Los nacional-populistas no son -como creen
los conservadores, a veces de buena fe- una reacción espontánea surgida como
consecuencia de la llegada masiva de extranjeros. Por el contrario: siempre han
estado ahí, mascullando sus resentimientos, pero sin encontrar canales
políticos donde expresarse.
En la gran concentración de Dresden
organizada por los neonazis de Pegida (18.10) uno de los oradores, para colmo
de origen turco, lamentó que ya no existieran los campos de concentración. Es
cierto; locos hay en todas partes. Pero el problema es que una multitud (15.000
personas) aplaudió enfervorizada a ese supuesto loco. ¿Se convirtieron esas
turbas en fascistas desatados de la noche a la mañana? Por supuesto que no.
Siempre lo habían sido. La diferencia es que hoy aparecen bajo la luz pública.
No obstante, las turbas no actúan por su
cuenta. Detrás, ocultos en bambalinas, incluso en las de los propios partidos
oficiales, están los autores “intelectuales”. Son los que escriben las
consignas, las columnas de prensa y los discursos políticos. Son también los
mismos que tratan a Merkel de “buenista”. En ese punto hay que dar razón a
Hannah Arendt. El fascismo representa la alianza entre determinadas elites y la
“chusma”.
Sin embargo, a diferencias de lo que ocurrió
con el antiguo fascismo al que ingenuos políticos minimizaron e incluso
imaginaron que podían neutralizar con concesiones, Merkel ha reconocido de
inmediato el peligro. A los neo-fascistas no hay que hacer ninguna concesión.
¿Y si buscan el enfrentamiento? Pues, lo tendrán.
La tercera razón es que el peligro del
nacional-populismo no solo se expresa en movimientos sociales plebeyos sino,
además, en gobiernos, sobre todo en países que ayer formaron parte de la Europa
comunista. Seguramente no escapa a Merkel que la Rusia de Putin, con su culto a
la patria, a la virilidad, a las religiones e incluso a la raza, busca erigirse
en vanguardia de los movimientos y gobiernos nacional-populistas europeos.
Según Merkel ha llegado la hora de defender
los valores de la política, de los derechos humanos y de la inteligencia
humana.
Una de las seguidoras de la línea Merkel, la
candidata independiente por la ciudad de Colonia, Henriette Reker, fue
acuchillada por un neonazi un día antes de las elecciones. Yaciendo en el
hospital en estado de coma fue elegida alcaldesa (18.10. 2015) con un 51% de la votación. De
este modo la ciudadanía de Colonia demostró que en Alemania existen todavía
grandes reservas de coraje cívico.
Ese mismo día, sin embargo, hubo elecciones
en Suiza. Allí, en un país que recibe muchísimos menos fugitivos que Alemania,
se impuso la opción electoral de los xenófobos (UDC-SVP) con un 30% de la
votación.
¿Por qué en Colonia venció la democracia y en
Suiza la xenofobia? La respuesta es evidente: En Suiza faltó la voz de una
Angela Merkel, vale decir, de alguien que hubiera hablado desde el poder con
claridad, decisión y firmeza, marcando la línea
que separa a los demócratas de los que no lo son.
La actitud frente a los refugiados de guerra
es solo una parte del proyecto Merkel. Ese proyecto no es “buenista” ni es
“malista”. Es simplemente la consecuencia de lo que ella es y representa en la
política: la democracia sin apellidos.
Fernando
Mires
mires.fernando5@gmail.com
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