Los que gobiernan no
están allí de casualidad. Han llegado a ocupar esas posiciones porque un número
considerable de individuos los ha respaldado en las urnas, asignándole la
difícil labor de administrar la cosa pública.
No han alcanzado esos
puestos contra su propia voluntad. De hecho, se han postulado para ocuparlos
sin que nadie los obligue a ello. Han conseguido ese espacio al ser electos o
indirectamente cuando fueron convocados por los que realmente contaron con el
apoyo de la gente.
Solo tienen que
asumir que desde el instante que empiezan a ejercer su función, dejan de
trabajar para ellos mismos. Podrán imprimirle su impronta a la tarea cotidiana,
pero jamás deben olvidar que no les toca gestionar lo propio sino lo ajeno.
Es por eso,
precisamente, que cada decisión significativa debe ser suficientemente
justificada y convenientemente explicada. No es un mero gesto del funcionario
de turno hacerlo, tampoco es solo una cuestión de educación o sentido común. Es
una obligación moral, un verdadero deber.
Desde hace bastante
tiempo, la inmensa mayoría de los líderes han preferido continuar con el
equivocado esquema vigente, apelando a la mezquindad a la hora de informar
sobre el contexto de sus decisiones.
Son pocos los que se
animan hoy a explicar lo indispensable. Ellos tienen que optar por algún camino
y, por lo tanto, descartar otros. Pero es imprescindible que aporten claridad
sobre como resolvieron el dilema, explicitando que esperan que ocurra a partir
de la determinación asumida.
Ocultar y manipular
es uno de los peores hábitos de la política contemporánea y una demostración
empírica de que aun no se ha comprendido la exacta naturaleza de esta suerte de
democracia representativa que, con matices, se ha transformado casi en
universal.
Que los corruptos y
delincuentes de siempre lo hagan es abominable y no sorprende para nada. Pero
no menos cierto es que los que están en las antípodas de esa descripción,
también repiten cierta versión adaptada de esa misma dinámica, aunque con otro
estilo y de un modo menos burdo.
Es importante dejar
de mirar hacia atrás, aunque es saludable tener memoria y referencias en el
pasado. Pero solo se progresa cuando la meta a superar es más elevada y se
logra eludir la comodidad del conformismo.
Para mejorar en esto
no se puede depender solo de la voluntad de los circunstanciales gobernantes.
Sin caer en la generalización, porque las diferencias son evidentes, es clave
entender qué al ejercer el poder, en ciertos aspectos, lo conceptual sigue indemne,
sin sufrir alteración alguna.
Algún extraño e
incomprensible mecanismo, convierte a ese político que en campaña recurría a la
cercanía, en ese nuevo personaje distante, que cree que no tiene sentido
justificar cada una de sus decisiones.
Mientras buscaba
conseguir votos para acceder al poder se esforzaba por ser carismático,
brindaba largas entrevistas a los medios de comunicación y se tomaba el tiempo
necesario para dialogar con la gente.
Ya en el gobierno,
parece olvidar el modo en el que ha logrado ese lugar, y asume con total
naturalidad que no existen motivos suficientes para estar explicando las
razones que lo empujan a tomar ciertas determinaciones.
La gestión está
repleta de responsabilidades y el tiempo es escaso, pero es vital que el gobernante
comprenda que no le hace un favor a la gente cuando explica porque toma un
rumbo y no otro, frente a cada disyuntiva.
Explicar no es una
alternativa. No se trata de una posibilidad a evaluar. Es su deber hacerlo, y
bien. Sus "jefes" son los votantes. Por eso, no solo debe reportarse
ante los que lo consideraron el mejor candidato, sino que también debe hacerlo
con aquellos que prefirieron a otros postulantes.
Es trascendente que
el funcionario comprenda que no administra su patrimonio, sino el de todos los
ciudadanos. Por ende, sus resoluciones deben estar enmarcadas en un proceso de
profundo análisis y no plagado de las típicas improvisaciones con las que se
convive a diario.
Son los ciudadanos
los que tendrán que hacer el esfuerzo constante de recordarles cuales son las
reglas de juego del sistema representativo. Los que gobiernan están ahí por una
decisión cívica y no por arte de magia.
Lamentablemente el
poder obnubila a muchos de los mortales, inclusive a aquellos que, hasta ayer,
parecían distintos. Es un fenómeno demasiado habitual y casi inevitable. Los
que alcanzan el poder tienden a creer, por momentos, que ahora son intocables,
iluminados, seres especiales y, por lo tanto, personas que no pueden ser
cuestionadas.
Por eso importa que
todos los individuos asuman su cuota de responsabilidad para que esto no vuelva
a suceder. Habrá que hacerlo no solo con
los más destacados, sino también con cada uno de los funcionarios, de cualquier
jerarquía y jurisdicción.
Ellos deben rendir
cuenta siempre. Tienen que aportar información completa, minuciosa y
pormenorizada. Sus decisiones deben contar con una argumentación sólida, al
punto de abundar en detalles.
Nadie espera que
acierten siempre, pero sí que asuman el compromiso de brindar informes a sus
mandantes, esos que los han colocado en su sitial, ya no para que se ufanen del
poder del que disponen, sino para que operen los cambios que la sociedad
demanda.
Son solo políticos,
hombres y mujeres de carne y hueso, sin supremacía sobre los demás. Tienen en
sus manos infinitas responsabilidades y, justamente, una de ellas es el deber
de explicar.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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