Cada vez son más
frecuentes las advertencias de Almagro, Secretario General de la OEA con
respecto a lo que ocurre en Venezuela. Reiteradas son también las de otros
gobernantes, entre las cuales recordamos las de presidentes como Macri de la
Argentina, Luis Guillermo Solis de Costa Rica, Manuel Rajoy de España o Manuel Valls Primer Ministro de Francia.
Hemos sido testigos de los señalamientos de las cancillerías de Brasil, de
Uruguay o Paraguay, también de los reclamos de 35 expresidentes iberoamericanos
y premios Nobel de la Paz.
El Art 3 de la Carta Democrática Interamericana, dice: “Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo… y la separación e independencia de los poderes públicos”.
Mal podría hablarse
en Venezuela de “derechos humanos y libertades fundamentales”, cuando el mundo entero reclama la libertad de
unas 8 decenas de presos políticos. Las elecciones mal pueden ser una expresión
de soberanía popular cuando se tratan de contrarrestar sus resultados con
vericuetos como los de la Sala Electoral.
Mal puede hablarse de legitimidad de desempeño
cuando el Estado viene desconociendo de manera sistemática -en al menos 17 casos diferentes- los
veredictos condenatorios que en su contra emanan de la CIDH. Se trata de
veredictos inapelables.
“Le pouvoir arrête le povoir” sostenía
Montesquieu. “El poder frena el poder”. Vale aquí preguntarse, ¿está el Poder
Judicial frenando al Poder Ejecutivo en el caso de decisiones como la sentencia
sin pruebas contra Leopoldo López o la detención de Antonio Ledezma o tantos
otros casos?
¿Dónde queda el equilibrio de los poderes
cuando los ministros reciben órdenes de no concurrir a una interpelación a la
cual están obligados por preceptos constitucionales?
La Asamblea Nacional tomó la decisión de
rechazar el Decreto de Emergencia. ¿Cómo podía no hacerlo? El pueblo le dio un
claro mandato en las elecciones del 6D. Lo que el Gobierno proponía en ese
Decreto no era más que una profundización del modelo que ha llevado al país al
desastre. Aprobarlo hubiese sido una cachetada al mandato popular. Hubiese
equivalido a inyectarle dosis masivas a Venezuela de la misma bacteria que le está provocando
una septicemia.
El gobierno se
mantiene aferrado al discurso de que el empobrecimiento sin precedentes de la
población es culpa de una guerra económica producto de su calurienta
imaginación o a la caída de los precios del petróleo.
Quien esto escribe
fue miembro del Directorio de PDVSA cuando los precios petroleros alcanzaron a
7 dólares el barril por allá en 1997. ¿Recuerda alguien que se formaran colas
como las que hoy existen en los automercados?
Hoy los precios
rondan los 20 dólares. En aquellos tiempos eso hubiese lucido como un sueño
dorado. No, no son los precios la única
razón de lo que ocurre. Es la aplicación
de un modelo que ha llevado a una destrucción profunda del aparato productivo.
Es la angustia de que ese modelo lleva a instituciones como el FMI a estimar
que en el 2016 la inflación podría superar el 720%.
La crisis, la
inflación, la escasez, la inseguridad fueron las causas de la aplastante
derrota que sufrió el modelo en las elecciones parlamentarias. Ese fue el
verdadero derrotado: el modelo.
Lamentablemente no
hemos tocado fondo. La crisis se va a profundizar a una velocidad creciente. Si
nada la detiene en su vertiginosa carrera se corre el riesgo de una ruptura del
tejido social. En medio de una situación así, bien haría el gobierno en
aferrarse a la legitimidad. La misma
constituye la única credencial ética para mandar y ser obedecido.
Existe el temor de que cualquier exceso podría
enfrentar al gobernante a la aplicación de la Carta Democrática Interamericana
que colocaría al gobierno ante la pérdida final de legitimidad.
La democracia, por
definición, es el imperio de las leyes en contraste a la imposición de los
hombres. Los pueblos que viven bajo el imperio de las leyes son pueblos libres.
Pero cuando las leyes no se utilizan para garantizar las libertades ciudadanas
sino para coartar sus derechos, se corre el riesgo de quedar sometidos no al
imperio de la ley, sino a la voluntad de un autócrata.
Y todavía algunos se
preguntan, ¿con qué se come eso de la legitimidad? La legitimidad es el cemento
que mantiene unida a la sociedad. Sin ella
el paso siguiente sería una crisis de gobernabilidad, porque si bien el poder
legítimo obliga moralmente a la obediencia, el ilegítimo no.
Jose Toro Hardy
petoha@gmail.com
@josetorohardy
Miranda – Venezuela
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