lunes, 4 de enero de 2016

CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ, MUERTE Y COCA-COLA

Las colas en las naciones prósperas son para oír a Adele o comprar el último iPhone.

Cada cierto tiempo reverdece la antigua prédica contra la sociedad de consumo, nueva Babilonia, Gomorra, sensualismo, egoísmo, obra de Satanás. El colmo que reventó los tapones de Yahvé para lanzar la lluvia de fuego sobre Sodoma, fue que un grupo de libidinosos enardecidos por la belleza de varios Ángeles, intentaron violarlos. Lucas, Juan y Mateo cuentan la maldición a Cafarnaún que "hasta los infiernos serás arrojada". Para los musulmanes las ciudades occidentales son mundos de pecado y Al Qaeda castigó su centro simbólico: las Torres del Comercio de Nueva York (con el aplauso de una corrupta abuela de Plaza Mayo). En la guerra de Afganistán, un terrorista declaró: "los norteamericanos nunca podrán ganarnos. A ellos les gusta la Coca-Cola y a nosotros la muerte". Por eso Afganistán es un condenado de la tierra que vive al límite inferior de lo humano.

A los talibán les gusta la muerte, y golpear y torturar mujeres. En esos días se publica un video casero de la paliza que le propinó la Policía de la Moral, en una calle de Kabul, a una joven a la que el viento le corrió el velo. Su cuerpo quedó tan moreteado "que no se sabía si estaba vestida o desnuda". La arrojaron agónica en un sótano y allí murió bajo un túmulo de cucarachas. Como el joven talibán, para el pensamiento anacrónico de muchos intelectuales, estudiantes y profesionales, la sociedad de consumo, abierta, el comercio, son larvas de decadencia, reblandecimiento y carencia de valores. 

Pero a mayor capacidad de consumo, una sociedad es más humana, y mientras menor sea -caso de Afganistán-, más brutal y primitivo su modo de vida. En las grandes democracias, los pobres mueren de obesidad, sobrealimentación. En las revoluciones y afines, de hambre.

Odio a la felicidad

Las crisis económicas que estremecen al mundo son caídas del consumo. Teóricos como Werner Sombart piensan que el comercio, el sedentarismo, la tranquilidad, el automóvil, la obesidad mental, el konfortismo son estigmas, patologías colectivas que pudren las sociedades occidentales y no prácticas civilizatorias esenciales que impulsan las grandes empresas de la aventura humana. El tradicionalismo y el neocomunismo contra el comercio-consumo, trasuntan odio a la sociedad abierta, la libertad individual y el disfrute, ya que el confort, la abundancia y la belleza, serían afrentas egoístas para los carentes. Utilizan desvaríos revolucionarios de Rou-sseau y Marcuse como una tal contradicción entre necesidades reales y necesidades artificiales que crea el kapitalismoa, dicho en su jerga valetudinaria. Pero las reales: comer, dormir, reproducirnos y protegernos de la intemperie, son las que nos acercan a la bestia.

Y las artificiales: oír música, usar perfumes, aire acondicionado, tener un smartphone, tomar vino o ir al teatro, comprar un sofá de diseño o viajar, son las que nos humanizan. En su fingimiento permanente, los comunistas pregonan la vida ascética, ya que la explotación arrebata a los pobres la posibilidad de satisfacer las necesidades básicas. Pero fuera monsergas, gracias al consumo existe el maravilloso desarrollo material y cultural de la Humanidad, hombres y mujeres creadores y productivos que disfrutan la maravilla de los bienes terrenales del hombre. Mientras mayor es el consumo suntuario de cualquier sociedad tomada al azar, más y mejor satisfechas las necesidades básicas de la mayoría. Las colas en las naciones prósperas son para oír a Adele o comprar el último iPhone, pero en Cuba, Norcorea, Somalia, Ruanda, Burundi, son tumultos por bienes esenciales para sobrevivir.

El Niño Jesús kapitalista

¿O es que hay algo de bueno en los países revolucionarios donde los padres no tienen para los regalos del Niño Jesús o Santa Claus, y de malo que Pavarotti, Domingo y Carreras vendieran 400 millones de copias de Los tres tenores? Es el encono contra los factores que democratizan la cultura, a los que estigmatizan por ser beneficio de mercaderes: industria cultural, televisión, cine, Internet, DVDs, Smart-phone, aunque permiten que sectores masivos accedan a las grandes manifestaciones del arte. El neocomunismo, el islamismo y los demás pensamientos anacrónicos consideran el comercio-consumo una enredadera viscosa de parásitos. En su escala de odios, el comercio está junto con los bancos y ya Bertolt Brecht había dicho que es tan criminal quien funda un banco como quien lo asalta.

Entre los enemigos ideológicos de la sociedad de consumo están los filósofos belicistas alemanes desde finales del siglo XIX, comenzando por Nietzsche, Sombart, Oswald Spengler, Karl Junger y otros: el espíritu comercial domestica los pueblos, los hace sumisos y decadentes. Detestan que la cotidianidad del mercader lo indispone al sacrificio máximo, a derramar la sangre, a dar la vida por la causa patriótica, mientras la guerra entrena los pueblos para la grandeza. Kant en su profética obra La paz perpetua, dice lo mismo pero con sentido contrario, antibélico, que "el espíritu comercial no puede coexistir con la guerra, y tarde o temprano se apodera de cada pueblo". Disfrutar de bellas creaciones, no es la felicidad, pero ¡cómo ayuda! Lo curioso es que los países mercaderes y hedonistas siempre le parten la madre a los países "guerreros". Atenas se la rompió a Esparta, Europa a Alemania nazi, EEUU a la Unión Soviética. Y la lista es larga.

Carlos Raul Hernandez
carlosraulhernandez@gmail.com
@carlosraulher
Caracas – Venezuela

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