Las colas en las
naciones prósperas son para oír a Adele o comprar el último iPhone.
Cada cierto tiempo
reverdece la antigua prédica contra la sociedad de consumo, nueva Babilonia,
Gomorra, sensualismo, egoísmo, obra de Satanás. El colmo que reventó los
tapones de Yahvé para lanzar la lluvia de fuego sobre Sodoma, fue que un grupo
de libidinosos enardecidos por la belleza de varios Ángeles, intentaron violarlos.
Lucas, Juan y Mateo cuentan la maldición a Cafarnaún que "hasta los
infiernos serás arrojada". Para los musulmanes las ciudades occidentales
son mundos de pecado y Al Qaeda castigó su centro simbólico: las Torres del
Comercio de Nueva York (con el aplauso de una corrupta abuela de Plaza Mayo).
En la guerra de Afganistán, un terrorista declaró: "los norteamericanos
nunca podrán ganarnos. A ellos les gusta la Coca-Cola y a nosotros la
muerte". Por eso Afganistán es un condenado de la tierra que vive al límite
inferior de lo humano.
A los talibán les
gusta la muerte, y golpear y torturar mujeres. En esos días se publica un video
casero de la paliza que le propinó la Policía de la Moral, en una calle de
Kabul, a una joven a la que el viento le corrió el velo. Su cuerpo quedó tan
moreteado "que no se sabía si estaba vestida o desnuda". La arrojaron
agónica en un sótano y allí murió bajo un túmulo de cucarachas. Como el joven
talibán, para el pensamiento anacrónico de muchos intelectuales, estudiantes y
profesionales, la sociedad de consumo, abierta, el comercio, son larvas de
decadencia, reblandecimiento y carencia de valores.
Pero a mayor capacidad de consumo, una sociedad es más humana, y mientras menor sea -caso de Afganistán-, más brutal y primitivo su modo de vida. En las grandes democracias, los pobres mueren de obesidad, sobrealimentación. En las revoluciones y afines, de hambre.
Odio a la felicidad
Las crisis económicas
que estremecen al mundo son caídas del consumo. Teóricos como Werner Sombart
piensan que el comercio, el sedentarismo, la tranquilidad, el automóvil, la
obesidad mental, el konfortismo son estigmas, patologías colectivas que pudren las
sociedades occidentales y no prácticas civilizatorias esenciales que impulsan
las grandes empresas de la aventura humana. El tradicionalismo y el
neocomunismo contra el comercio-consumo, trasuntan odio a la sociedad abierta,
la libertad individual y el disfrute, ya que el confort, la abundancia y la
belleza, serían afrentas egoístas para los carentes. Utilizan desvaríos
revolucionarios de Rou-sseau y Marcuse como una tal contradicción entre
necesidades reales y necesidades artificiales que crea el kapitalismoa, dicho
en su jerga valetudinaria. Pero las reales: comer, dormir, reproducirnos y
protegernos de la intemperie, son las que nos acercan a la bestia.
Y las artificiales:
oír música, usar perfumes, aire acondicionado, tener un smartphone, tomar vino
o ir al teatro, comprar un sofá de diseño o viajar, son las que nos humanizan.
En su fingimiento permanente, los comunistas pregonan la vida ascética, ya que
la explotación arrebata a los pobres la posibilidad de satisfacer las
necesidades básicas. Pero fuera monsergas, gracias al consumo existe el
maravilloso desarrollo material y cultural de la Humanidad, hombres y mujeres
creadores y productivos que disfrutan la maravilla de los bienes terrenales del
hombre. Mientras mayor es el consumo suntuario de cualquier sociedad tomada al
azar, más y mejor satisfechas las necesidades básicas de la mayoría. Las colas
en las naciones prósperas son para oír a Adele o comprar el último iPhone, pero
en Cuba, Norcorea, Somalia, Ruanda, Burundi, son tumultos por bienes esenciales
para sobrevivir.
El Niño Jesús
kapitalista
¿O es que hay algo de
bueno en los países revolucionarios donde los padres no tienen para los regalos
del Niño Jesús o Santa Claus, y de malo que Pavarotti, Domingo y Carreras
vendieran 400 millones de copias de Los tres tenores? Es el encono contra los
factores que democratizan la cultura, a los que estigmatizan por ser beneficio
de mercaderes: industria cultural, televisión, cine, Internet, DVDs,
Smart-phone, aunque permiten que sectores masivos accedan a las grandes
manifestaciones del arte. El neocomunismo, el islamismo y los demás
pensamientos anacrónicos consideran el comercio-consumo una enredadera viscosa
de parásitos. En su escala de odios, el comercio está junto con los bancos y ya
Bertolt Brecht había dicho que es tan criminal quien funda un banco como quien
lo asalta.
Entre los enemigos
ideológicos de la sociedad de consumo están los filósofos belicistas alemanes
desde finales del siglo XIX, comenzando por Nietzsche, Sombart, Oswald
Spengler, Karl Junger y otros: el espíritu comercial domestica los pueblos, los
hace sumisos y decadentes. Detestan que la cotidianidad del mercader lo
indispone al sacrificio máximo, a derramar la sangre, a dar la vida por la
causa patriótica, mientras la guerra entrena los pueblos para la grandeza. Kant
en su profética obra La paz perpetua, dice lo mismo pero con sentido contrario,
antibélico, que "el espíritu comercial no puede coexistir con la guerra, y
tarde o temprano se apodera de cada pueblo". Disfrutar de bellas
creaciones, no es la felicidad, pero ¡cómo ayuda! Lo curioso es que los países
mercaderes y hedonistas siempre le parten la madre a los países
"guerreros". Atenas se la rompió a Esparta, Europa a Alemania nazi,
EEUU a la Unión Soviética. Y la lista es larga.
Carlos Raul Hernandez
carlosraulhernandez@gmail.com
@carlosraulher
Caracas – Venezuela
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