La llegada inesperada
de Macri al gobierno abrió una nueva gestión de carácter liberal en la historia
nacional, por primera vez mediante el voto popular.
Abrir la economía al
comercio internacional, fomentar las exportaciones de productos primarios o con
escaso nivel de procesamiento, terminar con el control de cambios, disminuir al
mínimo las retenciones, ajustar el gasto público, eliminar subsidios en los
servicios y el transporte público, atacar las regulaciones estatales y dejar
actuar los mecanismos del mercado como en el caso de los medios, reprimir la
protesta social, disminuir impuestos para el capital, cuestionar por ineficiente
al Estado para justificar despidos, incorporar gerentes de grandes empresas
locales y transnacionales en los principales puestos de gobierno, así como
también “angelados y apolíticos” referentes de ONGs, subir las tasas de
interés, reabrir el ciclo del endeudamiento externo y buscar un acuerdo con los
fondos buitres en términos beneficiosos para ellos, asociarse a la corporación
judicial, promover una modificación regresiva de los precios relativos
internos, subordinar la política internacional a los intereses norteamericanos.
Liberalismo al palo.
Todo esto -y más- nos
dejaron los primeros veinte días de gobierno de Mauricio Macri, que no dudó en
comenzar la implementación de su programa de inmediato, mediante decretos de
necesidad y urgencia y evitando pasar por el Congreso, donde las proporciones
de los bloques legislativos lo hubieran obligado a adaptar sus planes a las
representaciones democráticas surgidas de las urnas.
Incluso asumiendo la
hipótesis de que todos los votantes de Cambiemos en la primera vuelta desearan
la aplicación de este programa, eso sólo alcanzaría a un 34% de la población,
concentrado en la zona central del país. En el ballotage la elección estuvo
caracterizada por la oposición continuidad/cambio, por lo que es más forzado todavía
decir que un 51% hayan votado este programa. Pero aún concediendo ese segundo
punto, es evidente que prácticamente la mitad de la población no acompañó este
cambio, por lo que la política resuelta por el macrismo genera el interrogante
sobre su legitimidad a mediano plazo.
¿Puede un presidente
hacer lo que quiera?
Si el kirchnerismo
pudo interpretarse como “el peronismo del siglo XXI”, con algunos puntos de
contacto muy fuertes con las experiencias vividas en los años cuarenta y
cincuenta del siglo pasado; ahora pueden encontrarse elementos fuertes de
comparación del macrismo con las distintas políticas liberales que lo
enfrentaron, la mayor parte de las veces mediante gobiernos de facto como en
1955, 1966 o 1976, así como durante los años 90, cuando Menem llegó al gobierno
por las urnas pero teniendo muy en cuenta que “si decía lo que iba a hacer no
lo votaba nadie”.
Puede decirse que el
liberalismo es la política y la ideología predilecta de las principales
fracciones de la burguesía argentina, así como de los intereses de la política
exterior norteamericana. La generosa dotación de CEOs en el gabinete es la
expresión contemporánea de ese beneplácito, por el que las corporaciones
vuelven a controlar de manera directa la gestión del Estado nacional.
El carácter impetuoso
y violento de estos veinte días deja entrever también una suerte de revancha de
clase, así como la evidencia de que los doce años kirchneristas dejaron
incólumes las bases materiales de su dominio.
Hasta ahora en todos
los casos históricos, la aplicación de una política liberal requirió fuertes
formas de disciplinamiento del descontento social. Una de ellas: la violencia
represiva del Estado, llegando al extremo genocida de la última dictadura militar,
pero permanente a lo largo de nuestra historia.
En el caso del
menemismo, la gran fuente de disciplinamiento social fueron primero las dos
hiperinflaciones, sobre las que fueron posibles las grandes transformaciones
neoliberales y las derrotas de las huelgas contra las privatizaciones; y más
adelante la amenaza del desempleo, combinada con la represión de la protesta
social.
En el caso del
gobierno de Macri, la pregunta planteada es hasta dónde tendrá legitimidad para
llevar adelante la implementación del programa neoliberal. ¿Cuáles serán las
formas de disciplinamiento que encontrará?
La batalla está
abierta
El PRO no accedió a
la presidencia en medio de una crisis económica o social de magnitud comparable
con la provocada por la hiperinflación de hace veinticinco años, por más que el
dispositivo mediático haya trabajado durante años para construir esa imagen.
Puede -y seguramente
logre- hacer concesiones momentáneas para domesticar a una parte importante de
las organizaciones gremiales y sociales, apoyándose en el corporativismo que
caracteriza a sus direcciones y en la propia lógica del reclamo reivindicativo.
Pero en general las organizaciones populares se fortalecieron desde el año
2001, así como los niveles de conciencia política del pueblo trabajador.
Aunque sea previsible
un aumento de la represión de la protesta social con una cuota importante de
respaldo social –como ya se pudo ver en el caso del conflicto de Cresta Roja y
en la intervención a la AFSCA-, los niveles socialmente tolerables de represión
todos estos años fueron bajos.
Por esas razones la
batalla social está abierta. El gobierno y el poder económico -que en este caso
es prácticamente lo mismo- buscarán crear las condiciones para avanzar lo
máximo que puedan en la implementación de su política liberal antipopular,
desde la trinchera estatal que ganaron en las elecciones.
La capacidad de
resistencia y de unidad en las calles y en todos los espacios que encuentren
las organizaciones del campo popular y el conjunto del pueblo trabajador serán
determinantes para poner un límite a la voracidad empresarial y del
imperialismo, en esta primera etapa del macrismo en el gobierno.
Ulises Bosia
ulibosia@gmail.com.
@ulibosia
Argentina
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