Hablar de un desierto poblado de flores
suena a contradicción en los términos, a oximorón, antinomia, a menos que uno
se refiera a la hazaña de los judíos en sus tierras ancestrales de Israel.
Sanear los pantanos, aprovechar los
recursos marinos, fluviales y lacustres, hacer productivas las tierras yermas,
desarrollar las ciencias, la educación, la cultura, el deporte, la convivencia
ciudadana, la capacidad de defensa, en fin: la alegría de vivir, han sido
logros de un pueblo que merecía una existencia de calidad, después de milenios
de persecuciones y atropellos.
Hace unos pocos años estuve en Tierra
Santa adosado a un lujoso grupo de periodistas de Florida, invitados por el
American Jewish Committee (AJC). De esa experiencia guardo algunos impactos:
La voluntad democrática de los judíos
que, aparte de llevarnos a conocer los lugares sagrados para nosotros los
cristianos (el Santo Sepulcro y el pesebre de Belén donde nació el Redentor),
nos pusieron a conversar con líderes de Israel de todas las tendencias, incluso
nos llevaron a Cisjordania a entrevistarnos con dirigentes de la Autoridad
Palestina.
La vocación de trabajo y estudio de
los judíos, el empeño en progresar, en tolerar las diferencias étnicas, políticas
y religiosas, en tener ciudades limpias, modernas, humanas, bien preparadas
para la vida y la defensa.
El compromiso de la juventud
israelita con la defensa de su país y la preservación de su democracia. Jóvenes
críticos, progresistas y optimistas en medio de una situación de guerra
permanente.
Y desde luego, cuando visité los
territorios palestinos me agobió la imagen de dejadez, crispación, aturdimiento
de una población resignada a la limosna internacional, víctima de unos
dirigentes corruptos, demagogos y belicosos que, para mantenerse en el poder
autoritario, le inculcan a su gente que su única esperanza es la guerra, el
odio a los judíos y la destrucción de Israel.
Alexis Ortiz
jalexisortiz@gmail.com
@alexisortizb
Estados Unidos
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