Cuando fue publicada
en 1986 la primera edición de mi libro La miseria del populismo, se hablaba
constantemente en Venezuela de “crisis”, tal como ocurre ahora. Se trataba
desde luego de una situación diferente, aunque mostraba algunas analogías con
relación a lo que hoy experimenta nuestra sociedad.
En esa obra intenté
diagnosticar tres males que continúan afectando al país: el primero, el de
nuestra dependencia petrolera y monoproductora. El segundo, el del populismo,
que allí describí como un modelo y como un estilo de hacer política. El modelo
es el de la alianza de élites vinculada a la economía estatista, orientada a
redistribuir la renta del petróleo. El estilo es el de la irresponsabilidad
sistemática hacia las masas, a las que nunca se enfrenta con sus verdaderos
desafíos pero a las que se conforta con las dádivas de gobiernos miopes.
En tercer lugar,
quise profundizar sobre un rasgo del alma nacional, que permanece sembrado en
lo más hondo de nuestro ser y que nos lleva de manera recurrente a confundir
nuestra situación en el mundo, así como nuestra capacidad para influir más allá
de nuestras fronteras. Califiqué esa tendencia como el mesianismo bolivariano,
una propensión que entonces nos hizo creer que podíamos edificar un nuevo orden
económico internacional, y que hoy sigue mareándonos con los sueños de
transformarnos en país-potencia, eufemismo tras el cual los actuales
gobernantes procuran ocultar la desnudez de su fracaso.
La miseria del
populismo constituyó por encima de todo una inclemente andanada crítica,
dirigida contra las actuaciones del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez
entre 1974 y 1979, período que, visto en perspectiva, representó un punto de
inflexión hondamente negativo para el sistema democrático-populista establecido
a raíz del 23 de enero de 1958.
Dos años después de
que apareció la primera edición del libro y durante la reñida campaña electoral
de 1988, tiempos durante los que proseguía mi batalla contra Pérez a través de
la prensa, la radio y la televisión, este último –a través de los buenos
oficios de nuestro amigo común Alfredo Baldó Casanova– me invitó a desayunar y
conversamos largamente. En esa oportunidad el presidente Pérez y mi persona,
con cortesía no exenta de soterrada tensión, discutimos sobre diversos temas, y
afirmo con toda veracidad que me dijo (palabras más, palabras menos): “Romero,
yo ya no soy el mismo hombre, el mismo político, que usted dibuja en su libro.
Leí su obra. Yo he cambiado, y voy a hacer un gobierno muy distinto, pues
entiendo que las circunstancias del país son ahora muy diferentes”.
Al relatar esta
historia, en modo alguno pretendo sostener que las nuevas ideas a las que Pérez
se refería las sacó de mi libro; no tengo esa presunción, aunque tal lectura
pudo haberle resultado útil, junto a otras. En todo caso ese día aprendí lo
siguiente sobre Pérez: 1) Fue un personaje político con sentido de Estado, es
decir, con una comprensión razonable de su posición en la historia y ante el
país. 2) Fue un personaje que poseyó capacidad de aprendizaje, sin dogmatismos,
con la flexibilidad mental y anímica necesarias para reconocer errores y tratar
de enmendarlos. 3) Pérez respetaba las instituciones. Lamentablemente, erró en
sus cálculos sobre la magnitud de la brecha entre, de un lado, las razones por
las que el pueblo venezolano se disponía a elegirle de nuevo presidente, y del
otro, el impacto adverso que podían generar sus planes de cambio hacia una
dirección reformista y antipopulista en lo económico y lo político.
Ofrezco mi palabra de
honor, a quien desee aceptarla, de que al final de la reunión le advertí al
presidente Pérez acerca de ese abismo entre, por una parte, la imagen de un
pueblo que veía en él un retorno inmediato a los tiempos atolondrados de la
“Gran Venezuela”, de los ríos de dinero corriendo por las calles, y por otra
parte las implicaciones de un nuevo modelo que no había sido anunciado ni
explicado a las masas. Sin ser tan explícito, le sugerí que de él no se
esperaba sino un regreso a la bonanza de su primer gobierno. No pareció
inquietarse por ello. Como se evidenció más tarde, Pérez se sobreestimó a sí
mismo y al pueblo venezolano.
Nuestra reunión
culminó donde había comenzado. Agradecí a Pérez su deferencia y le ratifiqué
que seguiría la misma línea crítica de antes. Él me refrendó su voluntad de
hacer un gobierno distinto y cambiar la Venezuela rentista por una Venezuela
productiva. Lo que vino después de su apoteósica reelección es bien conocido.
Los delirios de la
“Gran Venezuela”, sin embargo, son poca cosa comparados con la pesadilla que
hoy vive el país. Entonces, al menos nuestra sociedad vivió una bonanza, que
como todas culminó en amargura; pero actualmente no hay bonanza sino solo
amargura. Pérez pudo creer con alguna base que el petróleo, unido a la
coyuntura internacional vigente, presentaba realmente a Venezuela la ocasión de
jugar un papel transformador a escala global, a pesar de nuestras obvias
vulnerabilidades como país, de nuestra dependencia importadora, del bajo nivel
educativo de la población y de nuestra orfandad en los campos del avance
científico y tecnológico.
La actual
contradicción entre las ambiciones debocadas del mesianismo y la cruda realidad
de un país en quiebra, endeudado hasta los tuétanos, cuyo gobierno liquida
haberes y compromete los recursos de la nación; de un pueblo empobrecido que
mendiga su alimentación y los servicios esenciales de la vida civilizada, cuyo
gobierno se arrodilla con sumisión frente a los deseos del despotismo
castrista; esa contradicción –repito– se ha convertido en una realidad
asfixiante y demoledora bajo el “socialismo del siglo XXI”, que no es más que
el paroxismo del populismo.
Me asombra, al releer
hoy algunas páginas de ese libro de 1986, la relativa confianza que todavía
albergaba acerca de la solidez institucional del sistema democrático. Abrigaba
serias dudas, ciertamente, pero no percibí entonces la extensión de la
precariedad que le carcomía por dentro. Y es necesario reconocerlo, la razón
por la cual las instituciones de 1958 se derrumbaron tan estrepitosamente es
que, en verdad, nunca tuvieron la fortaleza que en mejores momentos les
atribuimos.
Cabe por último
preguntarse: ¿qué hemos aprendido como sociedad de las experiencias de años
recientes? ¿Entiende de forma más clara la mayoría de la población las razones
que nos trajeron al punto en que nos hallamos? ¿Existe hoy acaso una conciencia
más lúcida, de parte de los diversos sectores sociales, sobre la verdadera
dimensión del fracaso a que nos condujeron las recetas populistas, y acerca del
esfuerzo y sacrificios que será imperativo llevar a cabo para encaminar a
Venezuela por un camino de prosperidad y convivencia?
Carezco de respuesta
a esas interrogantes. La experiencia me impide ser optimista, pero el apego al
país, a lo positivo que atesoro, me apartan de un total pesimismo. Tengo una
postura más bien escéptica, sujeta no obstante al acoso constante de renovadas
esperanzas.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com
Filososfo Liberal
El Nacional
Caracas - Venezuela
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