Dos ideas he intentado mantener en diversos artículos
políticos. La primera dice que la verdad política, a diferencia de la verdad
moral, es relativa y no absoluta. Esa es la razón por la cual la moral no puede
determinar a la política. La política debe regirse por reglas morales pero
nunca ser sustituida por ellas.
La segunda idea sigue una premisa de Hannah Arendt y dice
que en política hay dos tipos de verdades: las de hecho y las de opinión. Las
primeras son invariables; las segundas están sujetas a cambios. Decir por
ejemplo, “Stalin fue un gran gobernante”, es una verdad de opinión. Decir en
cambio: “Stalin asesinó a millones de ciudadanos soviéticos”, es una verdad de
hecho. La conversión de las verdades de opinión en verdades de hecho, aducía
Arendt, es una de las características principales de los regímenes
totalitarios.
En política como en otras actividades necesitamos más de
las verdades de hecho que de las de opinión. Nadie quiere vivir en un mundo
falso. Nadie votará o seguirá a un político porque dice mentiras. De ahí que
para tener éxito en política hay que fundar las opiniones sobre la base de
ciertas verdades, no de opinión, pero sí de hecho.
¿Cómo? dirán algunos ¿No tienen los populistas éxito
gracias a sus mentiras? Mi respuesta es no: los populistas tienen éxito porque
dicen verdades, de otra manera nadie los seguiría.
Cuando digo que populistas dicen verdades lo hago
rememorando una reflexión de Mario Vargas Llosa en su texto “La Verdad de las
Mentiras”. Escribir novelas supone mentir, decía el escritor. Mas, las mentiras
literarias expresan una realidad cuyo sentido es o debe ser verdadero.
Luego, a diferencia con la literatura que miente a favor
de una verdad, la verdad de los populistas es cierta, pero –este es el punto-
actúa a favor de la mentira. La verdad democrática en cambio, debe actuar sobre
hechos verdaderos pero a favor de una verdad. No siempre ha sido así.
Voy a poner un ejemplo conocido. Cuando Hitler afirmaba
que el Tratado de Versalles era vejatorio con respecto a la soberanía de la
nación, que la República de Weimar fue un desastre, que la inflación era
catastrófica, que la desocupación era descomunal y que Stalin era una amenaza
para Alemania, decía verdades de hecho. Socialdemócratas y comunistas, en
cambio, al negarlas u ocultarlas detrás de sus verdades de opinión, mentían.
No obstante, las verdades de Hitler –y este es el punto-
estaban puestas al servicio de grandes mentiras: la culpabilidad de los judíos
y la superioridad de la raza alemana fueron las dos más grandes.
He vuelto inevitablemente a pensar en el tema cuando en
las recientes elecciones comunales de Hessen (Marzo del 2016) el partido
xenófobo Alternativa para Alemania se constituyo en la tercera fuerza política
desplazando a Los Verdes y a la Linke (Izquierda).
Después de haber sido a dados a conocer los resultados,
tanto conservadores, socialistas y ecologistas han hecho las piruetas más
increíbles tratando de explicar el fenómeno. Pero a ninguno se les escuchó
decir que ese avance tuvo éxito gracias a que la xenofobia políticamente
organizada propagó algunas verdades objetivas, o de hecho.
Verdad es, por ejemplo, que las migraciones sirias son
masivas. Verdad es también que afectan al erario y a la convivencia cultural.
Verdad es, no por último, que la EU no tiene respuestas frente al desafío
migratorio. Sin embargo, al igual que socialistas y comunistas durante Hitler,
los partidos democráticos niegan esas verdades y al negarlas, mienten.
¿Cómo enfrentar la verdad de los populistas
neo-fascistas? Con mentiras o con simples verdades de opinión, ya se ha visto,
es imposible. La única alternativa es aceptar la parte verdadera que ellos
utilizan para encubrir sus grandes mentiras. Para expresarlo del modo más
directo, se trata no de negar sino de radicalizar esas mismas verdades hasta
llegar al punto donde los neo-fascistas callan o mienten.
Decir por ejemplo que Alemania está en guerra y su
obligación es recibir a los refugiados de guerra también es una verdad. Decir
que los refugiados no vienen a asaltar a Europa sino huyendo de los islamistas
y de los bombardeos de una dictadura apoyada por Rusia, es otra verdad. Y decir
de una vez por todas que el fin de las migraciones pasa por la retirada de
Putin –icono de todo el populismo de derecha europeo- es, además, una gran
verdad.
En otras palabras, se trata de revelar públicamente como
el neo-fascismo europeo no solo no es nacionalista sino, además, un caballo de
Troya puesto al servicio de enemigos externos de Europa como son el ISIS, la
dictadura siria y, potencialmente, la autocracia rusa.
Si las verdades son dichas en su totalidad, las mentiras
xenófobas quedarán al descubierto. Eso supone que los demócratas deben perder
el miedo a decir la verdad.
Es, por lo demás, la única forma de derrotar a la maldad
política.
Una relación similar entre la verdad y la mentira en la
política es la que ha tenido lugar en América Latina desde fines del siglo
pasado con el avance de los llamados populismos de izquierda. Como ya es
sabido, tales movimientos terminaron formando gobiernos autoritarios,
autocráticos e incluso militaristas en diversos países del continente.
Si tomamos como ejemplo los dos gobiernos populistas más
representativos, el de Evo Morales en Bolivia y el de Hugo Chávez en Venezuela,
tendremos que concluir en que la inmensa popularidad que ellos alcanzaron en un
determinado momento se basó, al igual como hoy ocurre con los neofascismos
europeos –sobre todo el que encabeza en Francia Marine Le Pen- en la
propagación de determinadas verdades objetivas (o de hecho) pero puestas al
servicio de las más grandes mentiras.
Para volver a explicarme con ejemplos: el profundo
racismo de las elites política boliviana no lo inventó Evo Morales. La
insensible exclusión de grandes sectores empobrecidos de la sociedad venezolana
tampoco fue un invento de Hugo Chávez. Tanto el uno como el otro se sirvieron
de verdades de hecho con el objetivo de alcanzar el poder y desde ahí dar
origen, en nombre del socialismo, a gobiernos definitivamente anti-democráticos
(o “dictaduras sociales”, según el excelente concepto que acuñó Demetrio
Boersner).
Las derrotas electorales sufridas recientemente por el
evismo y por el post-chavismo (Maduro) anuncian por lo tanto no el declive del
fenómeno populista, sino el de determinadas formas autoritarias e incluso
dictatoriales de dominación política. No es posible por lo mismo afirmar si el
declive del autoritarismo populista abrirá nuevas avenidas democráticas o
simplemente favorecerá el retorno de gobiernos formalmente democráticos pero
socialmente excluyentes.
Alguna vez las elites políticas de la región deberán
aceptar la verdad (de hecho) de que los tiempos del patronalismo agrario y
empresarial ya han sido superados por la incursión de las grandes masas en la
política. Los peronismos, los evismos, los chavismos han sido, en gran medida,
un resultado político de la masificación de las sociedades latinoamericanas.
Las alternativas que tendrán los gobiernos que sucedan a
los autoritarismos populistas serán en consecuencia, muy claras: o retornan al
periodo del exclusivismo patronal de origen decimonónico, o se sirven de los
movimientos de masas para crear otras formas autoritarias y dictatoriales de
dominación política, o –y esta sería la nueva tarea histórica –asumen la
responsabilidad de colaborar en la creación de formas de participación
ciudadana, ampliando los espacios democráticos aunque sea al precio de recurrir
cada cierto tiempo a recursos de inspiración, si no populistas, por lo menos
populares.
Sin un orden civil horizontalmente organizado. el verticalismo
autoritario, sea de izquierda o de derecha, puede ser reestablecido en
cualquier momento. Esa, por cierto, es solo una verdad de opinión. Pero la
existencia de grandes sectores marginados, no integrados al conjunto nacional
ni siquiera de modo simbólico y susceptibles de ser movilizados hacia derivas
antidemocráticas continúa siendo una verdad de hecho.
Fernando Mires
mires.fernando5@gmail.com
@FernandoMiresOl
@FernandoMires1
Alemania
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