Sobre victorias y
derrotas, que en traducción universal resultan ser casi siempre sinónimos
estrafalarios de éxitos y fracasos, quiero dejar por escrito en este espacio
utilizando la tiza que me facilita su clemencia para borrar y perdonarme si me
equivoco. Sobre ellas pienso murmurar, discurrir y proponer. Espero llegar a
alguna parte.
Intentar definirlas
es ya de por sí un hecho controversial y
laborioso. Clasificarlas es aventura absurda, casi que mórbida, pero dejar de
pensar en ellas es al mismo tiempo improbable. “Ser o no ser”, que vendría a
representar uno de sus binomios comparativo de parentesco preferido y
tradicional, análogo potencial aunque insatisfactorio, no tiene tampoco límites
precisos que pudieran ayudarnos en nuestra empresa definitoria pues es tal de
inmensa y elusiva su territorialidad que muchas veces la existencia humana se
encuentra adherida de manera implacable a sus designios sin nosotros poder ser
sino testigos. De asuntos de esa índole estamos pues hablando. Casi que
exagerando, del destino. Más complicado aún si se piensa que se pudiera ser y
no ser al mismo tiempo, victorias y derrotas complementarias y no
necesariamente excluyentes, cambiando profundamente las reglas de ese juego o
tragedia en su versión clásica, dándole primacía ahora al estar sobre el
cansado y moral ser aquel de Shakespeare.
En adición de
complejidades, que las hay para todos los gustos, imagino que ya antes de nacer
existen células o mecanismos especialísimos que nos advierten de la existencia
de sus microscópicos laberintos. Ya viven de antemano y si no se les inventa de
tal forma que alcanzan hasta para paladares insaciables o exóticos, por
urgentes o retorcidos que estos sean.
Para colmo, no hay quien de buenas a primeras
se salve de sus abrazadoras llamaradas que aunque tú no las busques, ellas te
encontraran. Solo el ejercicio inhumano de la más absoluta abstinencia y
abandono, que son terror y olvido de uno mismo, camino de la trascendencia
arguyen, nos liberaría, supongo, de su absorbente energía esclavizadora. Unas y
otras son alimentos vitales y venenosos, mercancías escabrosas, que componen el
mercado de nuestras elevaciones y vergüenzas que se resumen en el menú infinito
de lo divino y lo monstruoso, en todos sus matices, de lo que vamos siendo y
haciendo, mientras andamos de paso por la vida.
Las hay, agrego, para
todos aquellos que se las gozan o padecen, directa o indirectamente, miran o
admiran, pues no hay envidia que no consiga presa ni interés que no encuentre
negocio, que hasta la guerra vende, ni se diga la muerte. Es tal su variedad,
que no hay punto cardinal que allí no se consuma y coincida, pues pareciera que
la vida transcurre entre ambos paralelos. Los almanaques de la historia tienen
todos sus días marcados con la tinta indeleble de sus ocurrencias, reales o
ficticias, que hasta el nacimiento de algún Santo o Beato, queda allí
registrado en interés de alguien.
Las victorias vuelan
hacia arriba mientras que las derrotas descienden a los infiernos del Dante,
por ejemplo. No es lo mismo un descalabro militar que una victoria política o
viceversa, sobre todo y más allá de lo evidente, por las fechas, el momento,
las circunstancias y las implicaciones de las mismas; por el ámbito vital de su
ocurrencia. Por ello es que sobran las dudas para escoger el instrumento para
medir su impacto y significaciones.
Existen siempre al
menos dos versiones distintas sobre los hechos que las componen y sobre sus
cronologías específicas, actores, lugares y repercusiones. Nadie tiene el
monopolio de su verdad porque ninguna es cierta de un todo y por completo. Todo
depende de quién cuente lo acontecido y tantas veces lo manipule al antojo del
poder. Las derrotas son huérfanas, íngrimas y feas, nadie quiere retratarse con
ellas, mientras que a las victorias les sobran los pretendientes; son bellas y
distantes, se hacen acompañar por chaperonas y andar con ellas es siempre muy
chic.
En buena parte de los
casos a los principales actores involucrados en su trama se les ha convertido
en iconos, arquetipos, hitos de la humanidad, tesoros ejemplares de lo que se
debe o no hacer, de lo bueno y de lo malo, de lo bello y de lo horrible, de la
sabiduría y la compasión o de la maldad y la vergüenza, humanas todas ellas.
Es de hacer notar que
los motivos, indumentarias y perfiles de héroes y villanos han ido
transformándose a lo largo del tiempo. De lo sublime hemos pasado en nuestra
gelatina histórica a lo impensable, de los gloriosos en la acción a los
corruptos, de los filósofos y otros exploradores de la verdad a los que adoran
dar golpes de Estado u otras tropelías semejantes, de un buen gobernante a un
narcotraficante. Los escenarios también han evolucionado y así hemos pasado de
los campos de batalla a las alfombras rojas, de las democracias a una llamada
telefónica, de una carta de amor que nunca llega a un frigorífico tuit
apuradito de 140 caracteres y no más.
En cuanto a la
duración y efectos especiales, hay también para todos los instrumentos que
tienen como hobby medir el tiempo. Las victorias parecen durar menos que las
derrotas, las primeras son como la
champaña o el perfume exquisito y las segundas como las interminables esperas
en el consultorio de un dentista. Ello puede deberse a que las derrotas son
difíciles de digerir, constituyen plato pesado, picante, grasoso, de lento y
doloroso reconocimiento. Los triunfos por su parte son como los caramelos:
engordan, provocan risa, contentura y descuidos, lamentables a veces.
Las victorias, ellas,
son además expresivas, hacia afuera, cariñosas, encuentran amigos a más no
poder y por doquier hasta que dure lo ganado, aunque la verdad sea dicha no
poseen la intensidad pasional de las derrotas. El que vence es botarate,
brinca, habla de más, celebra, abre las puertas y ventanas, derrocha plenitud a
manos excesivas y corre el muy habitual riesgo de dormirse en sus propios
laureles y chinchorros que es igual a sufrir del síndrome de la “etapa
superada”, en el cual el pensamiento y la acción, en solitario, en pareja y hasta en grupo, tienden a desgonzarse cual
los resortes que le sirvieron paradójicamente
para tomar definitivo impulso. Al contrario, el derrotado es ahorrativo,
íntimo, intestino, persistente, no olvida, insiste a veces; guarda lo suyo en
la caja fuerte de los infortunios imborrables hasta nunca jamás. Las derrotas
no se reparten, de allí provienen los odios históricos, las venganzas tenaces,
los rencores y dogmas, las fantasmagorías.
Conste también que
para estos espectáculos hay público del más diverso origen y condición, y
tenemos a los que prefieren a los ganadores aunque haya a la par los que
suspiran por los derrotados; se complementan con ellos en su papel de padre o
madre o hijo sustituto, o quién sabe. Pero en ambos casos hay adeptos
persistentes y si no que lo digan la realidad, la literatura, la ópera o el
cine, los amores y las distancias imborrables convertidas en emoción y para
siempre, la poesía. En esas geografías no hay lágrima que no encuentre pañuelo
forastero ni sonrisa que no se refleje en el espejo de otro.
Maestras en el
difícil arte de vivir, victorias y derrotas deberían servirnos de enseñanza
compañera y de guía para entender que la vida es más que la resta de sus
partes.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
Miranda - Venezuela
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