Idiota es una persona
a la que si mostramos el sol con el dedo se queda mirando al dedo. Un idiota,
luego, es alguien que no piensa más allá de lo que ve. Definición que no
contrasta con la etimología de la palabra.
Según los antiguos
griegos, idiotas eran todos aquellos que no sabían pensar políticamente. No se
trata entonces de que los idiotas sean tontos. Pueden ser incluso muy
inteligentes cuando analizan lo que ven. Lo que no pueden hacer es avanzar con
el pensamiento más allá de lo visible. En otras palabras, no saben trascender.
Hecho que en política suele ser muy grave pues la política se hace de acuerdo a
las tres dimensiones del tiempo humano: recordando el pasado, pensando desde el
presente y mirando hacia el futuro.
La reflexión acerca
del idiotismo político de una gran parte de la derecha latinoamericana puede
ser oportuna si consideramos la gran cantidad de ataques a que ha sido sometido
Barack Obama de parte de diversos columnistas de derecha con motivo de su
visita a Cuba. Según esas críticas, Obama viajará a Cuba a legitimar a la
dictadura de los Castro, pasando por alto las violaciones a los derechos
humanos, y con ello traicionado a los principios democráticos que dignifican su
investidura.
La visita de Obama a
Cuba nos es así presentada como una capitulación de un presidente populista
frente a una tiranía familiar. A pocos de esos idiotas –reitero, no es un insulto- se les pasa por
la mente considerar el hecho de que la política internacional de los EE UU no
es el resultado de decisiones puramente personales.
El presidente
norteamericano es máximo portavoz en un sistema presidencialista. Pero
decisiones tan gravitantes como son las que inciden en la regulación de
espacios hemisféricos obedecen a razones muy diferentes al humor con el que
cada día despierta Obama. Lo contrario sería pensar –es lo que imaginan los
perfectos idiotas de la derecha- que la historia universal ha sido forjada por
semidioses, héroes y villanos. Pero si así fuera no habríamos avanzado nada
desde que Homero escribió La Iliada.
La política de Obama
hacia Cuba –es elemental, pero hay que decirlo- ha sido configurada después de
consultas, reuniones de expertos políticos y militares, incluyendo en ellas a
connotados miembros del partido republicano.
En EE UU, a
diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, la política
internacional es en primera línea, materia de Estado. Entiéndase bien: de
Estado y no de gobierno. Así se explica por qué el mismo Donald Trump no ha
puesto el tema de las relaciones con Cuba en el centro de su rabiosa campaña
electoral.
La política de Obama
con respecto a Cuba continuará después de Obama del mismo modo como la política
de Nixon con respecto a China continuó después de Nixon.
La pregunta correcta
entonces es ¿qué buscan los EE UU –y no solo Obama- en Cuba?
La respuesta no puede
ser otra: lo mismo que buscó Nixon a través de Kissinger en Pekín: un medio
para estabilizar un espacio internacional. En el caso de Nixon en el Sudeste
Asiático y en el caso de Obama en América Latina. Eso quiere decir que la
política de los EE UU con respecto a Cuba no terminará en Cuba. Su objetivo hay
que mirarlo más allá del dedo de Obama.
Es por lo tanto
conveniente tomar en cuenta que la normalización de las relaciones con Cuba
tiene lugar sobre la base de un contexto internacional muy diferente al tiempo
en el cual ocurrió la ruptura de esas relaciones. Del mismo modo cabe convenir
en que aunque la Guerra Fría ha finalizado, las amenazas en contra de la
seguridad exterior de los EE UU continúan vigentes.
En el Medio Oriente
el terrorismo islamista ocupa vastos territorios. En el horizonte político ya
se dibuja un conflicto militar entre Irán y Arabia Saudita. Si Putin continúa
avanzando, un choque entre Turquía y Rusia está programado. Por si fuera poco,
Putin no oculta sus deseos de desestabilizar a Europa tejiendo alianzas con los
populistas de la más extrema derecha.
En todos esos
conflictos EE UU deberá ocupar nuevas posiciones.
Ahora, si pensamos
seriamente más allá de Cuba, comprenderemos por qué al gobierno de los EEUU no
interesa intensificar las tensiones con sus vecinos del sur. La política de
Obama hacia Cuba debe, por lo tanto, ser considerada como una política de
distensión: un acto simbólico, un gesto, una prueba de que las relaciones
imperiales entre los EE UU y América Latina están llegando a su fin.
O dicho de otro modo:
EE UU busca desactivar, en lo posible, el antiimperialismo ideológico sobre el
cual se sustenta la llamada izquierda populista latinoamericana. En cierta
medida lo está logrando.
Las derrotas
electorales de los populistas en Argentina, Venezuela y Bolivia no son por cierto
un producto directo de la nueva política de los EE UU hacia Cuba. Pero difícil
será negar que los gobernantes pro-castristas han sido descolocados con el
acercamiento de Obama al “bastión del anti-imperialismo”. Tanto Ortega como
Morales, tanto Correa como Maduro, han perdido parte de la legitimidad
simbólica de su poder frente a Obama. Gracias, entre otras cosas, al
acercamiento de los EE UU a Cuba.
Porque por más
vueltas que den al tema los idiotas de la derecha, en la historia quedará
constatado el hecho de que la derrota del populismo de izquierda
latinoamericano comenzó bajo, y en cierto punto, gracias, a la política del
gobierno de Barack Obama con respecto a Cuba.
¿Significa entonces
que Cuba es para los EE UU solo una ficha destinada a ser jugada en el tablero
del ajedrez político? No necesariamente. Si bien el objetivo de los EE UU no es
-no puede ser tampoco- la inmediata democratización de Cuba, es evidente que
con la normalización de las relaciones internacionales el gobierno
norteamericano intenta crear condiciones para que en un determinado futuro
dicha democratización sea posible. De acuerdo a ese propósito no es errado
pensar que tales condiciones serán factibles en un medio latinoamericano más
democrático, menos populista y por supuesto menos anti-norteamericano de lo que
es hoy día.
En cierto modo el
gobierno estadounidense actúa de acuerdo a una hipótesis, la que como tal solo
podrá ser comprobada a través del tiempo.
El futuro, solo
porque es futuro, es siempre hipotético. Una hipótesis es, por lo mismo, una
apuesta, y como toda apuesta, puede perderse. Pero peor todavía que perder una
apuesta, es no apostar. Al hipódromo de la política se va a apostar o no se va.
Ir solo a mirar como corren los caballos es cosa de idiotas.
Idiotas: el lector
avisado sabe que me he estoy refiriendo de modo tácito a “El manual del
perfecto idiota latinoamericano” (1996), un libro que causó revuelo en la
América Latina de fin de siglo. Sus autores, Álvaro Vargas Llosa, Carlos
Alberto Montaner y Plinio Apuleyo Mendoza, lograron describir al izquierdista
clásico de América Latina, aunque al precio de hacer omisión de sus notorios
equivalentes en la derecha. Dicha omisión ya no se justifica más. Estos
últimos, los de la derecha, han resultado ser tan idiotas, o más, que los de la
propia izquierda. Y eso ya es demasiado.
Los idiotas de
izquierda existen todavía e incluso, bajo el amparo de los populismos del siglo
XXl, tienden a reproducirse de modo exponencial. Son los que piensan que todo
lo que sucede en América Latina es y ha sido el resultado de las conspiraciones
del imperio; son los que rinden pleitesía a su supuesta y permanente condición
de víctimas; son los que creen que las dictaduras de izquierda son “buenas” y,
no por último, son los que imaginan que en nombre del socialismo y de la
revolución les está permitido violar a todos los derechos humanos habidos y por
haber.
El presente artículo
no postula en consecuencia la sustitución de los idiotas de la izquierda por
los idiotas de la derecha. Los idiotas de la derecha, los mismos que no han
ahorrado tinta para injuriar a Obama por su visita a Cuba, no son sustitutivos,
pero sí son sumativos con respecto a los de la izquierda.
Razones suficientes
para pensar que el idiotismo político es un fenómeno definitivamente universal.
Fernando
Mires
mires.fernando5@gmail.com
@FernandoMiresOl
@FernandoMires1
Alemania
impresionantes sus textos quisiera conseguir los que siguen la rebelion permanente
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