No existe encuesta de
opinión en la que este tema no ocupe el podio. En la inmensa mayoría de ellas,
la inseguridad lidera el ranking de las preocupaciones cívicas. Sin embargo su
abordaje siempre queda pospuesto.
Probablemente esto
tenga que ver con la percepción que tiene
la política acerca de la escasa chance de lograr triunfos en el corto
plazo y su natural inclinación hacia aquellos tópicos en los que puede torcer
el rumbo con celeridad siempre dentro del mandato del poderoso de turno.
Temáticas como la
educación, la seguridad y otras tantas similares, que ameritan enormes
esfuerzos y cuyos resultados positivos no se consiguen con rapidez, por
exitosas que sean las decisiones tomadas, no entusiasman a la clase dirigente.
Prefieren ocuparse de aquello que genera impactos más inmediatos como la
economía o el reconocimiento de nuevos derechos.
Nadie desconoce el
complejo entramado del problema de la inseguridad. Tiene múltiples aristas, sus
causas no son fáciles de enfrentar y las soluciones de fondo demandan de tiempo
y paciencia. Pero justamente por eso hay que arrancar ahora, porque modificar
esta inercia llevará décadas. El solo hecho de detener la escalada justifica
invertirle ingenio y dedicación.
No es que no se haga
algo al respecto. Brotan, con alguna frecuencia, propuestas interesantes,
debates apasionados y hasta medidas concretas, pero siempre son aisladas,
divorciadas del conjunto, por lo que se torna difícil ser optimistas con la
eficacia de ese tipo de determinaciones.
Cierta tendencia a la
simplificación termina enfocándose en un solo factor, por eso muchos afirman
que detrás de esta calamidad está la droga, sin comprender que es uno de los
tantos emergentes, pero no el único. Indudablemente es un dato de la realidad,
un síntoma entre otros, pero lejos está de explicar el contexto contemporáneo
de una sociedad en la que el robo, la violencia, el odio, la intolerancia, el
resentimiento, el desprecio por el otro y hasta el homicidio, ya son moneda
corriente.
No menos alarmante es
dimensionar la dificultad para encontrar especialistas en la materia. Claro que
existen profesionales que saben y mucho, pero siempre sobre un aspecto puntual
de la problemática, sin esa mirada universal que se precisa para una
aproximación seria y responsable.
La situación de las
cárceles como institución para recuperar ciudadanos y no como herramienta para
disciplinar individuos, la diversidad de leyes vigentes muchas de ellas
contradictorias, la infinita variedad de estimulantes disponibles, la debilidad
de la educación como instrumento para proveer conocimientos, el deterioro de la
institución familiar como formadora del carácter, la siempre insuficiente
capacitación y jerarquización del personal de seguridad, la imprescindible
incorporación de tecnología al servicio de la comunidad, la puja entre los
derechos individuales y la presunción de culpabilidad, el funcionamiento del
desprestigiado sistema judicial, la pobreza enquistada que tampoco ayuda son
solo una parte de una larga lista de asuntos que deben asumirse de una vez por
todas.
El problema es que
esa descripción no es nueva y lleva décadas exactamente en ese mismo lugar.
Pese a ello, muchas de esas transformaciones ni siquiera se han planteado. En
esto siempre es tarde porque en este juego de postergaciones eternas no solo se
pierden bienes sino también vidas. El aplazamiento infinito, este perverso
esquema en el que la inseguridad nunca se encara, es despiadadamente cruel.
Es tan grave lo que
ocurre que se ha empezado a naturalizar lo inadmisible. Se vive encerrado tras
las rejas del hogar, con puertas que se aseguran, no solo bajo llave, sino con
nuevas técnicas que garanticen su inviolabilidad. Salir a la calle implica
asumir grandes riesgos personales, prepararse para saber por dónde caminar, en
que horarios y bajo qué circunstancias. Ocultar relojes, pulseras o cadenas y
evitar la manipulación de dispositivos tecnológicos para no tentar a los
delincuentes ya es parte de la rutina.
Definitivamente esa
no es la vida a la que aspira un ciudadano medio que espera que su gobierno, al
menos proteja su derecho a la vida, a su libertad y a su propiedad. Si bien
esas deben ser las funciones fundamentales, la política sigue jugando a
discutir si el Estado debe ser empresario, constructor, inversor o prestador de
servicios no esenciales.
A no engañarse. Nada
de esto sucede por casualidad. Tal vez la sociedad se ha acostumbrado a vivir
atemorizada, limitando su accionar cotidiano porque le importa más resguardar
su poder adquisitivo que la vida misma.
Es hora de que este
asunto se ponga en el centro de la escena. No se puede delegar semejante
responsabilidad en manos de un funcionario o un área que solo se dedique a los
casos de mayor espectacularidad. La situación merece otra actitud. Para eso la
clase política, las distintas jurisdicciones y sobre todo, la sociedad civil
deben involucrarse y comprometerse.
El tema preocupa y
mucho, sobre todo porque ni siquiera se dispone de un diagnóstico contundente.
Los ciudadanos deben reclamar con mucha fuerza, porque la política es
hipersensible a las demandas de la sociedad, siempre que esta sea capaz de
sostener su intensidad y no caiga en la dinámica espasmódica tan habitual en
estos tiempos. Lo hecho hasta acá es poco y a las luces de lo que acontece a
diario, evidentemente insuficiente. Lamentablemente la inseguridad sigue siendo
esa prioridad postergada.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
Argentina
No hay comentarios:
Publicar un comentario