Este 25 de diciembre
el mundo cristiano celebrará el nacimiento de un niño que hace dos milenios y
quince años vino al mundo de los mortales a cambiar no sólo el curso de la
historia sino los parámetros en que esa historia es narrada y contabilizada. A
partir de aquella noche de misterio, fantasía y esperanza en el polvoriento y
remoto pueblecito de Belén el perdón por los agravios no sería síntoma de
debilidad sino de fortaleza, de cobardía sino de amor. Y los acontecimientos
originados por el tránsito del hombre sobre la Tierra tendrían como punto de
referencia aquel momento en que lo divino y lo terreno, lo eterno y lo temporal
se fundieron en el llanto del hijo de José y María. Aquel niño de Belén nos dio
con su nacimiento, su prédica, su calvario y su muerte, además de un nuevo
calendario, la opción de hacer de cada fecha un día de salvación o de condena.
Su Padre Celestial
pudo haber hecho que su hijo único naciera en el seno de una familia
acaudalada, en un suntuoso palacio o en un centro de poder o riquezas como
Roma, Grecia o Egipto. Sin embargo, este Rey de reyes nació en un pueblucho
miserable, en el seno de una familia humilde donde se ganaba el pan con sudor y
trabajo, en un pesebre donde mitigó el frío sobre el heno calentado por unas
vacas y como hijo de un pueblo perseguido y esclavizado. Todo ello porque tanto
su nacimiento como su vida y su muerte fueron parte del plan divino con el cual
Dios quiso impartir una lección imperecedera a los hijos descarriados de Adán.
Para aquellos dispuestos a aprenderla y aplicarla esa lección nos muestra el
camino de la felicidad en la Tierra y de la salvación eterna.
Ahora bien, su
aprendizaje y aplicación no son tareas de flojos ni de egoístas sino de hombres
y mujeres con voluntad de acero y capacidad de disfrutar la satisfacción del
servicio y el amor al prójimo. A quienes discrepen los refiero a las vidas de
aquellos que, a fuerza de renunciar a sí mismos, alcanzaron la santidad. De ahí
que, para salir exitosos, sea imprescindible vencer los instintos y pasiones
que los humanos compartimos con especímenes del reino animal y que han sido la
causa de tanta sangre, miseria y muerte desde el principio de nuestra
residencia en la Tierra.
Cristo, por otra
parte, no es privilegio ni posesión de nadie. No vino a salvar a unos pocos
sino a todo el género humano, sin importar raza, sexo o condición económica. No
es una garantía de salvación sino la brújula que nos indica el camino a la vida
eterna siempre que tengamos la voluntad de andar por nuestras propias fuerzas.
Su reino está al alcance de todo el que renuncie al odio y opte por el amor,
renuncie a la venganza y opte por el perdón, renuncie a la violencia y opte por
la paz, renuncie a la mentira y opte por la verdad, renuncie al derroche y opte
por la austeridad, renuncie al egoísmo y opte por la generosidad. Pero todo,
absolutamente todo, dentro del contexto de la justicia divina y de la
preferencia por aquellos a quienes dedicó su conmovedor y compasivo Sermón de
la Montaña.
Porque, para quien
esto escribe, Cristo no es un personaje blandengue y edulcorado dispuesto a
ignorar agravios y transgresiones de todo villano que implore su perdón sin un
verdadero arrepentimiento. Lo confirma con elocuencia la paliza soberana y
ejemplarizante que propinó a los mercaderes que invadieron el templo sagrado de
su padre. La misma que probablemente recibirán en su día los tiranos,
torturadores, proxenetas, violadores y practicantes del aborto que hacen de
nuestro mundo una antesala del infierno. Cristo es perdón pero un perdón
condicionado al arrepentimiento, la reparación y la voluntad de enmienda. Su
perdón jamás estará en conflicto con la justicia. Y con esta afirmación quizás
me expongo a ser amonestado por alguno que otro doctor en teología. Pero en
esta etapa de mi peregrinaje terrestre son pocas las cosas que me quitan el
sueño.
En cuanto a su
predilección por los presos, los enfermos y los desamparados no tenemos la
menor duda de que en estas festividades que se avecinan, y acorde con su
conducta desde que murió en la cruz para traernos la buena nueva, Cristo no
estará con los Castro, los Maduro o los Ortega como no estuvo con los Herodes,
los Nerón o los Calígula. Por el contrario, hará sentir su presencia salvadora
y sanadora en hospitales y cárceles como una vez lo hizo entre los mártires del
Circo Romano. Tampoco se limitará a bendecir mesas repletas de golosinas sino
hará despliegue de caridad compartiendo su pan de fe y su vino de esperanza con
los mártires del terrorismo islámico y los presos políticos de Cuba y Venezuela
en las celdas inmundas donde, a la manera de aquellos mártires del Circo
Romano, un grupo de héroes son depositarios de la dignidad de las patrias de
Martí y de Bolívar.
Alfredo Cepero
alfredocepero@bellsouth.net
@AlfredoCepero
Director de
www.lanuevanacion.com
Estados Unidos
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