El lío desatado por
los recientes ataques del Estado Islámico en París tiene multitud de
protagonistas.
Aparte del grupo en
sí, están muy activas las potencias occidentales, ahora con mayor vinculación
de Europa; están activos los regímenes de mayoría musulmana, casi sin excepción
dictatoriales y militaristas, cuando no claramente medievales, como Arabia
Saudita; están activos los chiitas de Irán y Hezbolá, también hostiles a la
democracia; están activos los kurdos y su archienemigo, el presidente Erdogan
de Turquía; está activa Rusia, así como su pérfido aliado, Asad, el dictador de
Siria, y está activo Israel. Casi ninguno de los mencionados se alinea del todo
con los demás, lo que produce una vorágine cambiante e impredecible.
Sin embargo, hay un
protagonista crucial que uno echa uno de menos en la complicada ecuación: el
islamismo democrático. Que existe, existe, pero su debilidad es desconcertante.
Aunque fue el principal impulsor de la Primavera Árabe y de algunas agitaciones
previas en Irán, no ha podido ganar la partida en ningún país, con la posible e
inestable excepción de Túnez. Si este eslabón perdido no se consolida, la
sangre seguirá corriendo por décadas.
El poeta sirio Adonis
es claro al respecto: “No hay ninguna diferencia entre los regímenes árabes,
son todos tiránicos. Solo hay pequeñas variaciones, se trata de diferencias de
grado, no de naturaleza. Ningún régimen árabe es democrático, en nuestra
historia no conocemos la democracia. No hay derechos humanos, las mujeres se
encuentran encarceladas dentro de la ley coránica, la Sharia”.
El militante suicida,
sin el cual el Estado Islámico sería una amenaza menor, es un recluta extremo.
Llevarlo hasta el punto de la autodestrucción es difícil. Tienen razón quienes
dicen que para lograr una deshumanización de semejantes proporciones se
necesitan santuarios y que, por ende, la lucha contra el terrorismo pasa por
hacerlos desaparecer. De ahí que la previsible continuidad de los ataques en
las grandes metrópolis desemboque casi con seguridad en una intervención
militar convencional, así esta sea peligrosa por definición.
Pero la recurrencia
de la violencia es segura a menos que se activen y adquieran mayor protagonismo
los musulmanes creyentes que aceptan la democracia y el Estado laico. Estamos,
no obstante, ante unas mayorías que declaran su impotencia. “Los vecinos no
podemos hacer nada contra los yihadistas”, dice una mujer del barrio Molenbeek
de Bruselas, cuando es exactamente al contrario: ellos son los únicos que
pueden jubilar a los yihadistas.
Quizá en el doble y
en apariencia insoluble problema de los ataques brutales, que ocurren en países
como Siria, y de la avalancha de refugiados que desatan haya un embrión de
solución. Podría plantearse que los refugiados en edad militar se enlisten y se
entrenen en un ejército que regrese a luchar a Siria e Irak, a sabiendas de que
sus familiares contarán con garantías de permanencia en Europa y Estados
Unidos. Una política como esa resolvería, además, una de las grandes paradojas
de la emigración musulmana: que los hijos son más radicales que los padres,
pues daría que hacer a muchos jóvenes condenados al desempleo.
- El Estado Islámico, pese a su reciente euforia triunfalista, tiene un grave problema estratégico: es enemigo de todo el mundo. Por ende, es derrotable, aunque para lograrlo haya que cambiar muchos paradigmas.
Andres Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
Colombia
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