El resultado
electoral en Argentina ha ilusionado a muchos. Se abre una enorme ocasión no
solo para el país, sino también para toda la región. Cierta visión simplista ha
instalado la insensata idea de que una nueva gestión de gobierno lo puede
resolver todo. Son los mismos que suponen que con un grupo de funcionarios
honestos y profesionalmente preparados, resulta suficiente para poner en marcha
a una nación.
Eso es deseable que
ocurra, pero la honradez y la idoneidad son solo una condición, que no
garantiza casi nada. Es evidente que tantos años de anormalidad ocasionaron
cierto acostumbramiento. Es por ello que algunos ciudadanos se conforman solo
con tener gente honorable al frente del país.
Claro que eso es
saludable, pero de ningún modo una comunidad logra progresar exclusivamente
bajo esas circunstancias. Al desastre económico e institucional que se percibe
con absoluta crudeza, hay que sumarle ese daño casi invisible, que tiene que
ver con demasiados malos hábitos, con tantas incorrectas posturas y con la
destrucción de la cultura del trabajo.
Diera la sensación de
que esta sociedad espera que otro, un tercero, se ocupe de su prosperidad y
bienestar. Es como si la eterna búsqueda pasara solo por encontrar a ese líder
mesiánico, que se pueda encargar de todo.
Esa fantasía no se
corresponde con la realidad. En todo caso, los buenos dirigentes contribuyen de
un modo decisivo generando las condiciones esenciales para que ese progreso se
produzca pero siempre de la mano de los indelegables esfuerzos personales y las
acciones ciudadanas que son las verdaderas herramientas para esa evolución
positiva.
Los liderazgos
negativos han hecho mucho mal. Su capacidad de destrucción se ha demostrado
empíricamente. No solo han sido pésimos administradores dilapidando
inmejorables oportunidades, sino que además han fomentado el odio, el
resentimiento y la envidia, instalando una perversa dinámica que desalentó a
los mejores y aplaudió a los mediocres.
La gente ha tenido la
chance de elegir entre continuar de un modo parecido al que señalaba la inercia
de ese tiempo, con sutiles matices e improntas personales, o apostar a lo
nuevo, a lo que parecía más sensato, razonable y equilibrado. Ha tomado esa
decisión con diferentes niveles de entusiasmo.
Los unos y los otros
han optado entre las alternativas disponibles y no necesariamente en sintonía
fina con sus profundas convicciones. Después de todo eso es lo que ofrece el
sistema democrático, un menú de variantes que no siempre se parece a lo óptimo
sino solamente a lo posible. Los ciudadanos eligen entonces por preferencia,
afinidad o hasta intuición.
Lo que viene será
importante y la gestión que se inicia tiene un gran desafío por delante. No
solo deberá resolver complejos asuntos, sino que, al mismo tiempo, tendrá que
sincerar variables mientras intenta dimensionar el tamaño y la dificultad de
los problemas que deberá abordar en el futuro.
No será fácil esa
etapa. Muy por el contrario, será un tiempo de idas y vueltas, de tropiezos y
avances, pero siempre que el rumbo elegido sea el razonablemente adecuado, el
tiempo se ocupará de ir buscando equilibrios en cada una de las cuestiones.
Habrá que tener paciencia.
Pero no se agota ahí
la cuestión. Lo más difícil tendrá que ver con la capacidad de la sociedad para
protagonizar ese cambio. No todo depende de lo que el gobierno de turno pueda
hacer, sino de cuan dispuesta esté la ciudadanía para operar los cambios sobre
sí misma.
Si cada habitante,
sigue haciendo lo mismo de siempre, de idéntico modo, y no se compromete con
una mejor versión de sí mismo, es poco lo que se puede esperar de esta etapa
que tantas expectativas ha generado.
El prestigioso
escritor y filosofo Henry Thoreau decía que "las cosas no cambian,
cambiamos nosotros". Por eso aparecen las grandes dudas sobre el período
que se inicia. Si la sociedad no ha cambiado y no está dispuesta a hacerlo
ahora mismo, difícilmente todo se acomode como se espera.
No es necesario
encarar una transformación gigante, sino solo algo mucho más modesto, tangible
y cotidiano. Cuando los ciudadanos sean más respetuosos con las determinaciones
de los demás, puedan consensuar en vez de imponer, decir "por favor"
y "gracias", darle valor a la palabra empeñada, es probable entonces
que ese cambio sea posible.
Mientras impere el
desprecio por el otro, la desconfianza serial, la confiscatoria rutina de
quedarse con el fruto del esfuerzo ajeno, la violenta reacción frente a cada
pequeño incidente irrelevante, la revancha sea moneda corriente y la ira le
gane a la concordia, nada bueno surgirá de allí.
El próximo gobierno
tiene mucho por hacer, pero más importante será la tarea de los ciudadanos para
lograr su propia reconversión y desplegar esa capacidad de desaprender para
empezar de nuevo, intentando ser mejores, para que la sociedad en la que vive
pueda ser distinta a la actual.
El reto es
convertirse en agente de cambio, liderando ese proceso, intentando que otros
imiten las buenas conductas sin justificarse aduciendo que los demás no
reaccionan. Si cada ciudadano se anima a dar ese trascendente paso, a empezar
la jornada con esos pequeños gestos en su comunidad, entonces si existe una
verdadera oportunidad de cambio.
La nueva gestión
podrá ser mejor o peor, pero importa mucho más que los ciudadanos hagan la
necesaria contribución en el sendero adecuado. Si se pretende vivir en un lugar
mejor, no se debe esperar que solo el gobierno acierte con sus decisiones,
también la gente tiene en sus manos el porvenir. Es necesario comprender cuales
son los imprescindibles pilares del cambio.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
@amedinamendez
Argentina
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