sábado, 20 de julio de 2019

MERCEDES MALAVÉ: ¿JUSTICIA O LIBERTAD?

Lo que distingue la democracia cristiana del socialismo y del liberalismo es la noción de bien común como único fin de la política.

Reunida con un grupo de dirigentes del estado Miranda, uno me preguntó: “La izquierda habla de justicia y la derecha de libertad: ¿Nosotros de qué hablamos? Porque no se puede ser ni chicha ni limonada”. La cuestión me hizo recordar a Eduardo Frei, cuando le increpaban a hacer “justicia Ya” por los crímenes de la dictadura pinochetista, y dijo: “si me ponen a escoger entre justicia y libertad, escojo la libertad para seguir luchando por la justicia”. 

Lo que distingue la democracia cristiana del socialismo y del liberalismo es la noción de bien común como único fin de la política. El bien común no es el bien del colectivo, así como tampoco la suma de los bienes individuales. El bien común se define como el conjunto de condiciones favorables al desarrollo de la persona humana. También puede asociarse a la proyección de la conducta individual en la comunidad humana: ese saldo positivo, ethos constructivo, civilizador y edificante que va generando la conducta virtuosa desde las relaciones familiares hasta el ejercicio del poder. 

Evidentemente, no existe bien común sin libertad. El marxismo anula la noción de bien común al mutilar la anchura libre de los actos humanos. Libertad es autodeterminación a un fin, y el fin debe ser el bien, de lo contrario resta libertad, esclaviza la conducta y, eventualmente, acaba con el bien propio y ajeno. El ejercicio habitual y libre del bien genera virtudes, mientras que lo contrario engendra vicios. No existen vicios ni virtudes estrictamente privados, pues ambos “se socializan” vía imitación; luego se organizan y por último se automatizan, lo que conlleva cierta dosis de irracionalidad e inconciencia por parte de quienes ya han perdido la noción de lo bueno y lo malo. Así opera la corrupción generalizada. 

El mal estructural 

La experiencia de los crímenes nazis y de las bombas nucleares introdujo el término de pecado colectivo. Así como el bien común no opera sin consorcio de los actos libres, existen males que no se cometerían sin una especie de cooperación compartida por grupos de individuos a veces tan elevado como el número de habitantes: «¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, señor». 

Parafraseando a Chalbaud en “El pez que fuma”, el personaje de La Garza (Hilda Vera) expresa: “A mi madre la enterraron en Cabimas y no pude verla. Los gringos descubrieron el petróleo: el petróleo era ella. Qué tristeza: el dinero, el negocio, la prostitución”. A lo que Orlando Urdaneta, en el personaje de Jairo, le responde: “¿Por qué no nos vamos a Cabimas y le ponemos unas flores? Total, el petróleo es nuestro, y ella también es nuestra”. Román Chalbaud elevó al séptimo arte lo que podríamos llamar el mal estructural de la Venezuela petrolera. En una escena playera, los personajes asocian el petróleo con la madre ambivalente, a tiempos sobreprotectora, generosa, dadivosa, consentidora, magnánima, y en otros castigadora, irresponsable, infiel, manipuladora, tirana, dominadora y vengadora. 

Para bien o para mal, nuestra historia moderna y democrática transcurre bajo el cobijo de temida progenitora. La dinámica rentista, la enfermedad holandesa y demás prescripciones de una sociedad enferma que transforma cada bonanza en decadencia, al mejor estilo anti-Midas, ha influido sobremanera en nuestras dinámicas de bien común, debido a conductas que se desprenden de la relación traumática de sobreprotección y abandono simultáneo. Incluso se nos hace imposible prescindir de determinados vicios, en ambientes donde nadie valora ni ejercita aquellas virtudes que le son contrapeso. Frente el desafío de la cultura del esfuerzo, impera la viveza criolla; frente a la constancia, la suerte; frente al cultivo, la extracción; frente a la constancia, el inmediatismo. 

Cuando el mal se institucionaliza e irracionaliza asciende al grado estructural. La alta comisionado de los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, es tajante en su informe respecto a la creciente estructuración del mal. Citando sólo un caso, quizás el más espeluznante: “En 2018, se informó de al menos 205 muertes atribuidas a las FAES. Otras 37 personas fueron presuntamente asesinadas en enero de 2019 en Caracas. Al parecer, algunos de estos asesinatos se han producido según un patrón similar: ocurren durante allanamientos ilegales de domicilio realizados por las FAES, y posteriormente estos órganos notifican el fallecimiento como resultado de una confrontación armada, aunque los testigos declaran que las víctimas no portaban armamento alguno”. 

Escogemos la libertad 

Aparentemente inermes ante las estructuras de mal, es lógica la pregunta que hacíamos al inicio: ¿qué es más importante: hacer justicia o promover la libertad? Para que un acto sea de signo radicalmente contrario a lo estructural, a ese mal enquistado que obra de manera mecánica, automática e institucional, es necesario contraponer actos de libertad. Hablando de la importancia del debate político en el seno de las fuerzas democráticas venezolanas, un joven dirigente de Voluntad Popular concluía: “si no hablamos con todos, si no dialogamos entre nosotros, si no nos reconocemos como opositores al régimen, no podemos llamarnos Frente Amplio, es más, ni siquiera podemos considerarnos un frente libre”. Uno espera que así obre la dirigencia nacional de ése y todos los partidos democráticos; si no, tendremos que esperar a que ese muchacho asuma cargas de mayor responsabilidad, y rogar a Dios que no se tuerza en el ascenso. 

Concluye el informe Bachelet: “Es preciso que se alcance un acuerdo sobre una solución política para todos los interesados, con medidas para mejorar una amplia gama de problemas urgentes de derechos humanos. Exhorto a las autoridades a que adopten esas medidas para demostrar su compromiso real con la resolución de los numerosos desafíos presentes en todo el país”. 

El plan país debe ser un convenio de país. De lo contrario, nos pasará lo de Ortega cuando, desengañado por el giro grotesco que iba tomando la República que él mismo había apoyado, gemía: «¡No es eso; no es eso!». 

Mercedes Malavé
@mercedesmalave

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