Como he consignado antes la expresión “capitalismo” no
es la que más me entusiasma puesto que remite a lo material y la sociedad libre
se base en valores que van mucho más allá de lo crematístico. Se base ante todo
en principios éticos. Por eso prefiero la tan atractiva e ilustrativa palabra
“liberalismo” que como lo he definido hace tiempo en uno de mis primeros libros
es el respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros. De todos modos
autores como Michael Novak derivan de caput la idea de capitalismo en el
sentido de creatividad, iniciativa, emprendimientos, imaginación y conceptos
equivalentes.
En cualquier caso lo que intento demostrar en esta
nota periodística es que resulta esencial comprender que el capitalismo
definido como la libertad contractual y la consiguiente preservación de los
derechos de las personas, comenzando con su propia vida y siguiendo con la
libertad de expresar sus ideas y usar y disponer de lo adquirido legítimamente,
se contrapone en el sentido más riguroso a cualquier alianza entre el poder
político y mal llamados empresarios (mal llamados porque no compiten en
mercados abiertos sino que apuntan a mercados cautivos al efecto de esquilmar a
sus semejantes).
En este sentido tienen razón los críticos del
capitalismo cuando observan que en su nombre se cometen todo tipo de asaltos a
los miembros de la comunidad. Por las razones expresadas, la crítica se dirige
a un blanco equivocado puesto que no se trata de capitalismo sino de un aparato
infame de intervencionismo estatal y una lesión grave a los procesos de mercado
y a los marcos institucionales civilizados.
Ya Adam Smith proclamó en 1776 en su libro más
conocido que “Siempre está en interés del comerciante ampliar su mercado y
reducir la competencia. La ampliación del mercado es frecuentemente del agrado
del público, pero reducir la competencia es contrario a sus intereses y sólo
sirve para que los comerciantes aumenten sus ganancias sobre lo que
naturalmente hubieran sido así imponer, para su propio beneficio, un impuesto absurdo
sobre el resto de sus compatriotas”. Y más contundente aun en la misma obra
Smith declara sobre el empresario prebendario “tiene generalmente interés en
engañar e incluso en oprimir al público y que por ello lo han engañado y
oprimido efectivamente en muchas ocasiones”.
En la actualidad, en pleno siglo xxi, tal vez el libro
más gráfico sobre lo dicho sea Bought and Paid For de Charles Gasparino,
periodista que escribe en el Wall Street Journal, en Newsweek y comentarista
senior de Fox News. En este libro se detallan con nombre propios las empresas y
los ejecutivos que reiteradamente se alían con el poder de turno en Estados
Unidos para sacar tajada a expensas de su prójimo y tejer los más sucios
negociados, algo que no puede menos que definirse como un pantano hediondo en
perjuicio de los trabajadores que no tienen poder de lobby. Transcribo de esta
obra una de las conclusiones más relevantes del autor: “Me he dado cuenta que a
menos que algo cambie (y pronto), a menos que el contribuyente estadounidense -
el votante ordinario- actúe para revertir la expansión sin precedentes del
gobierno que está convirtiendo lo que solía ser el bastión del capitalismo en
un estado intervencionista, a menos que esto ocurra el presente siglo no será
el siglo estadounidense”.
Algo está muy podrido en Dinamarca diría Shakespeare.
En la medida en que se generalice esta alianza infernal las bases de la
sociedad libre se carcomen a pasos agigantados y, como queda dicho, se
desdibuja y se confunde el capitalismo con su opuesto. Es realmente bochornoso
que se critique el capitalismo en un mundo donde no solo avanzan los ladrones
de guante blanco mal llamados comerciantes donde se incrementa la deuda
estatal, se hacen más pesadas las cargas tributarias, se manipula la moneda, se
eleva el gasto público a niveles elefantiásicos y se incrementan las
regulaciones en proporciones insostenibles.
Sin duda que todas las críticas no son inocentes, en
muchos casos lo que se pretende es debilitar aun más el sistema que resulta
claro hace agua por los cuatro costados debido al avance de las ideas
socialistas.
En este último sentido, es del caso subrayar que el
método más eficiente para la penetración socialista es el sistema fascista que
significa que se permite el registro de la propiedad pero usa y dispone el
gobierno, a diferencia del socialismo más abierto que usa y dispone la
propiedad directamente el gobierno sin atajo alguno. El fascismo hace de
precalentamiento y prepara el camino a la socialización total. Esto es así no
solo porque resulta en general más digerible para la gente la manipulación
desde el gobierno respecto a la expropiación lisa y llana, sino que frente a
los desaguisados que provoca el sistema el gobierno se escuda en el hecho de
que los responsables son los titulares aunque se deba al intervencionismo.
Esto del fascismo puede aparecer como una receta
alejada pero está encima nuestro diariamente. Veamos los sistemas educativos en
los que las denominadas instituciones privadas en verdad están privadas de
decidir en su totalidad la estructura curricular que debe ser aprobada por
ministerios de educación y similares. Veamos algo tan pedestre como los taxis
en la mayor parte de las ciudades: el color con que están pintados, los
horarios de trabajo y las tarifas están determinadas por los gobiernos con lo
que la propiedad es otra vez nominal y así sucesivamente en los sectores y
áreas más importantes.
Mi libro titulado Las oligarquías reinantes, que lleva
un muy generoso prólogo de Jean-François Revel que subraya la tesis que
expongo, está prácticamente dedicado a las componendas de estos barones
feudales y sus socios para el saqueo de sus semejantes con la careta del
empresariado. A continuación voy a reproducir parte de un pequeño relato de
este libro al efecto de ilustrar el tema grave que estamos comentando.
Estaba caminando por un terragal en Chichicastenango,
era un día de feria de modo que incluso las calles alejadas estaban abarrotadas
(casi más turistas que locales). En Guatemala cada pueblito tiene sus atuendos
particulares. Los más vistosos y atractivos son los huípiles, una especie de
poncho de largo variado con coloridos y dibujos trabajados cuidadosamente en
telares caseros y que usan las mujeres en combinación con faldas más bien
lisas. En el huípil de Chichicastenango predomina el violeta, matizado con
verdes fuertes y un negro retinto con algunos bordados de pájaros de la zona.
Algunos turistas recalcitrantes los ponen en bastidores y los cuelgan en sus
livings iluminados por las consabidas dicroicas.
El aire en ese lugar es de una pureza que acaricia los
pulmones, probablemente debido a la altura y, en esa época del año, el cielo
está casi siempre azul sin nubes a la vista. La temperatura acoge a los
transeúntes con la más amable de las hospitalidades. En realidad estaba yo en
busca de un San Juan Bautista tallado en un palo de procesión. Pero no logré mi
cometido, puesto que ni siquiera llegué a la plaza principal donde se
desplegaban las largas mesas con los cachivaches de la feria (mucho más
adelante mi María me consiguió lo que ese día andaba buscando).
Confieso que el turismo más bien me disgusta y que los
tumultos me trasmiten una mezcla de desconcierto y de temor irrefrenable. En
cualquier caso, me llamó la atención la cara de un hombre mayor que estaba
conversando con un chiquito en una de las maltrechas veredas del lugar por
donde se filtraba pasto y algún arbusto que tozudamente se abría paso empujando
piedras y otros materiales de construcción evidentemente colocados sin escuadra
y, aparentemente, sin mucho esmero. No soy muy afecto a la conversación con
extraños (incluso en mis viajes en avión si me toca de vecino un entusiasta de
lo cotorril, de inmediato alego problemas en las cuerdas vocales), pero en este
caso no sé si por la mirada tierna de esta persona o por la gracia que me hizo
el chico, el hecho es que me detuve frente a la solicitud del anciano para que
lo atendiera. Hablaba un español por momentos atravesado con su dialecto maya
(Chomsky dice que la diferencia entre un dialecto y una lengua estriba en que
esta última es impuesta por las armas).
No soy bueno para calcular edades pero tendría poco
más de ochenta primaveras sobre los hombros. Pude constatar un cuadro de
situación que no es nuevo pero al recibirlo de primera mano se torna más
patético. Más dramático resultaba el cuento cuando uno miraba los profundos y
significativos surcos cincelados por una vida ruda en el rostro de este indito
anciano y anfitrión de la jornada.
Según parece este personaje, en sus épocas mozas,
trabajaba mediodía en casa de un conocido empresario en la ciudad. Por ese
entonces no vivía en Chichicastenango sino a unos diez kilómetros al sur de
Guatemala. Tenía otros compinches que hacían diariamente el mismo recorrido.
Todos en bicicleta. Entre algunos pobladores estaba muy generalizado este medio
de locomoción. Si mal no recuerdo, las bicicletas costaban poco menos de ciento
veinte quetzales hasta que se produjo el desastre para esta gente laboriosa y
cumplidora: los rodados de ese tipo subieron a bastante más del doble del
precio. Al principio las reposiciones se fueron estirando con arreglos en
general precarios, pero finalmente la situación se hizo insostenible
especialmente para las nuevas generaciones que debían trabajar y no les
resultaba posible mudarse a la ciudad. Aquel instrumento de trabajo se tornaba
inaccesible. Antes de la abrupta suba, las bicicletas eran en su mayoría
importadas de Taiwan. Ahora una de las cámaras locales de empresarios convenció
al gobierno que prohibiera la importación a los efectos de permitir que los
guatemaltecos abastecieran sus propios requerimientos y así “promover la
industria nacional y el pleno empleo”.
Además se recurrió al anzuelo envenenado al argüir que
de ese modo el país podría contribuir a su independencia y, pasado un tiempo,
después de acumular experiencia, la industria local podría mostrar su
competitividad y consolidar beneficios para todos.
¿Cuáles beneficios? Si antes compraban un artículo más
barato y de calidad superior evidentemente estarán peor. Si había empresarios
que consideraban que podían mejorar la marca, nada les impedía poner manos a la
obra y si la evaluación de ese proyecto mostraba que habría pérdidas en los
primeros períodos que serían más que compensadas en los siguientes, debieron darse
cuenta que nada justifica que los referidos quebrantos sean trasladados, a
través de aranceles, sobre las espaldas de los consumidores ajenos al negocio.
Lo que sucede es que resulta más cómodo que buscar socios para financiar el
emprendimiento y más provechoso contar con un mercado cautivo que facilita las
más ambiciosas aventuras, ya que si se toma como parámetro la rentabilidad
frecuentemente resulta en un cuento chino (con perdón de los chinos).
Ocurre que para esos fantoches como los de nuestra historia
-acotada para esta nota periodística- resulta más atractivo explotar a los
demás que servirlos en competencia. Esta acrobacia verbal de la que hacen
alarde estos pseudoempresarios está en alguna medida sustentada por algunos
ingenuos capaces de tragarse cualquier sapo y por quienes despliegan ideas que
con desfachatez llaman “proteccionistas”.
Aquel tipo de empresarios requiere de estos apoyos,
puesto que sería insostenible la argumentación basada en que necesitan mejores
mansiones, automóviles más confortables y adornar con joyas a sus mujeres o
amantes. El apoyo logístico es indispensable. Los intereses creados tienen que
escudarse en presentaciones de apariencia filosófica para poder prosperar. Sin
duda que allí donde se ofrecen privilegios habrá largas filas para
solicitarlos. De lo que se trata es de producir cambios institucionales de
características tales que imposibiliten o por lo menos obstaculicen en grado
sumo la dádiva. Para ser ecuánimes debemos cargar más las tintas en el clima de
ideas que hace posible el mercado cautivo que en la voracidad empresarial que
sólo responde a los accionistas quienes no demandan filosofía sino retorno
sobre la inversión, en este caso mal habido.
Esta parte del relato que estampo en el mencionado
libro muestra apenas un rincón de los avatares de los bandidos que se refugian
en la figura del empresario que nada tiene que ver con el significado del
empresario en una sociedad libre donde cada uno debe esforzarse por atender a
su prójimo y si da en la tecla obtiene ganancias y si yerra incurre en
quebrantos, siempre sin privilegio alguno. Es obligación moral de todos
desenmascarar aquellos filibusteros que arruinan nuestras vidas aunque el costo
resulte alto porque como ha dicho José Martí con volcánica temperatura moral:
“mas vale un minuto de pie que una vida de rodillas”.
Alberto Benegas Lynch (h)
@ElIndependent