domingo, 17 de abril de 2016

DARÍO ACEVEDO CARMONA, LA MARCHA Y LAS IZQUIERDAS, DESDE COLOMBIA

El tema y el tono de las columnas de opinión de la semana pasada giraron en torno a  la marcha promovida por el Centro Democrático y el uribismo para protestar contra el mal gobierno y contra la impunidad en el proceso de paz.

La reacción oficial osciló entre el desprecio, la minimización, la ridiculización y el silencio. Una manera de decir que no les importó aunque de puertas para dentro en el palacio de Nariño debe haber preocupación ante el descontento generalizado y el malestar de la opinión pública con las políticas que en diversos frentes adelanta el gobierno nacional, y que se manifiesta, además, en las encuestas.
El atomizado campo de los grupos y tendencias de izquierda armadas y civiles, moderadas y extremistas, fue unánime en la estigmatización de un hecho que, gústeles o no, tuvo sabor democrático. Resulta paradójico que Uribe, el Centro Democrático y el uribismo hayan logrado lo que esas fuerzas nunca han podido alcanzar, su unidad. Unidad no alrededor de un programa, de un proyecto de país, de fortalecimiento de las instituciones y de la democracia o de crítica a un gobierno desastroso, sino para atacar, hasta el delirio, a quienes consideran enemigos a muerte.
Para mí, como historiador, es inevitable no echar una mirada reivindicativa a algunas marchas de nuestro pasado reciente. Quien apeló a la movilización callejera, desfiles, marchas, concentraciones y otros mecanismos, fue el liberalismo. En la campaña de Benjamín Herrera por la presidencia en 1922, en la de 1930 con Olaya Herrera, miles de personas expresaron con entusiasmo y alegría la convocatoria democrática que renacía después de lustros de ausencia de competencia o de comicios en los que participaban unos cuantos delegados. Luego, desde 1934 y hasta fines de los cuarenta, tanto liberales como conservadores, en uso de reformas que ampliaron los derechos electorales de los ciudadanos, resignificaron la calle y la plaza pública como escenarios de la movilización popular.
Entre tantos caudillos y líderes que sobresalieron en las artes de ganar adeptos cabe recordar a Olaya, a López Pumarejo, pero, sobre todo a Jorge Eliécer Gaitán, el hombre de las multitudes, la política hecha una fiesta. No obstante las tensiones propias del agudo y procaz enfrentamiento ideológico entre rojos y azules, no hay registros de desórdenes, de hechos de violencia o destrucción o de agresión a la policía, sino en casos aislados.
Gaitán, el más eficaz de todos, llegó a causar alarma en razón de las marchas de sus seguidores que portando antorchas recorrían las calles de Bogotá. Pero, nunca hubo un incidente que lamentar. Entonces, sus rivales, entre quienes se encontraban liberales oficialistas, el alto clero, el conservatismo y los comunistas, carentes de argumentos, lo tildaron de fascista, embaucador, demagogo, etc.
A lo que quiero llegar es a una muy breve reflexión sobre la necesidad de asumir las consecuencias del sistema democrático. Parece que los escribanos de las izquierdas, incluidos liberales desteñidos, socialbacanes, académicos del buenismo, desde verde pastel hasta rojos rubí, se fastidiaron con la demostración del 2 de abril. La marcha de multitudes, poco importa el número exacto que no fue de cuatro gatos ni de millones, se destacó por su despliegue cívico, pacífico, ordenado, sin agresiones ni provocaciones, sin llamados a la violencia ni a la guerra.
Las gentes soportaron la lluvia, lanzaron sus consignas de protesta, sus exigencias y reclamos como corresponde en una democracia. El paro armado promovido por una bacrim aliada de las guerrillas en Urabá, cumplió un papel de saboteo de la marcha en algunas localidades.
No había un motivo para que las izquierdas salieran a despotricar contra un hecho propio de la democracia, contra el ejercicio de un derecho que ellos imploran y exigen desde tiempos inmemoriales, como si quisieran que el derecho a protestar les fuera concedido y respetado a ellos y solo a ellos.
He leído, en otras coyunturas, escritos que se lamentan de los yerros de las izquierdas colombianas, de su inmadurez, de su dogmatismo, de su espíritu de turba, de su incapacidad para la autocrítica. En esta ocasión han revalidado todo eso que impide y obstaculiza ser reconocidos como una fuerza democrática. Siguen siendo marginales, estrechos de miras, creyéndose poseedores de la verdad y de la razón amén de vanguardia de un pueblo que no les reconoce esa gracia.
Esas izquierdas ni se inmutan cuando los encapuchados sabotean los desfiles pacíficos de los sindicatos o cuando las guerrillas, en nombre de la paz y de la política sin armas, amenazan con hacer de Colombia un campo experimental de las luchas sociales inspiradas en el odio de clases.
En toda la basura que escribieron sobre la marcha se advierte un tufillo antilibertario y antidemocrático. Es como si desearan, sin reconocerlo, que las fuerzas opuestas les tienen que desocupar el espacio político. Su enfermiza obsesión antiuribista se alimenta en un antiguo y no enterrado anhelo de construir una sociedad homogeneizada. Dicen querer la paz y la reconciliación pero aniquilando a la principal fuerza política de Colombia. Marchar está bien si son ellos los que marchan.
Ruben Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc
Colombia

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