El asunto es complicado de encarar y no admite respuestas simples. Las sanciones aplicadas por Donald Trump contra el gobierno de Nicolás Maduro, por rebote, terminarán golpeando a los venezolanos, desde los empresarios hasta los modestos trabajadores. Este efecto no buscado le servirá a Maduro para alimentar el sentimiento antinorteamericano existente entre los militantes del Psuv y en otros sectores, incluidos algunos grupos opositores.
Conviene recordar que ninguno de los graves problemas que enfrenta el país se debe a las sanciones. Ha sido la mezcla letal de soberbia, incompetencia, desidia y corrupción la que los ha provocado. La debacle del sistema eléctrico, la falta de mantenimiento de los acueductos, la diáspora, el deterioro del sistema de salud público y del sistema educativo, aparecieron en plena bonanza de los precios petroleros. No puede afirmarse que la hiperinflación, causa de la pulverización del salario de los venezolanos, sea debido a las sanciones financieras. Tampoco que la decadencia de Pdvsa tenga que ver algo con el cerco económico. La destrucción del sector privado de la economía, que tanto les preocupa a algunos economistas, no comenzó con las penalizaciones al régimen. La aniquilación de los empresarios particulares fue una decisión de Hugo Chávez luego de los sucesos del 11 de abril de 2002. A partir de esa fecha su venganza consistió en asfixiar al sector privado para construir un sistema económico al estilo cubano: grandes empresas públicas controladas por la burocracia del régimen, especialmente los militares, y un segmento residual subordinado a la ‘economía comunal’. De esa manera complacía a la franja más modernista y voraz del oficialismo, y a los más ortodoxos y frugales marxistas-maoístas.
Desde el punto de vista económico, la alternativa al levantamiento de las sanciones, o a la ausencia de ellas, no es un futuro luminoso de crecimiento y desarrollo. No nos espera un giro progresivo hacia una economía de mercado, con reglas claras, un estado de derecho sólido y una intervención mínima del Estado. La experiencia de dos décadas de gobierno chavista-madurista demuestra hasta el hastío, que Maduro y su equipo tienen incrustados en los genes el sovietismo en su versión cubana: la economía debe estar supeditada al dominio del aparato político y el sector privado tiene que ocupar un lugar marginal.
En el plano político, es cierto que las sanciones le dan basa al discurso antiimperialista, pero, ni de lejos puede compararse la experiencia de Fidel Castro con la del modesto Maduro. Castro fue un fenómeno que, en parte, puede explicarse por la Guerra Fría, y en parte por el predominio que el marxismo ejercía entre los intelectuales, los partidos políticos de izquierda y los universitarios. La infinita incapacidad de Castro para gobernar quedó enmascarada por su también infinita capacidad para sobrevivir. Su carisma logró seducir a los propios cubanos, víctimas de sus costosos devaneos, y a millones de seres que lo idolatraron, a pesar de sus desvaríos. Castro y el Che Guevara fueron los máximos exponentes de una revolución que ha significado una tragedia para la isla antillana y para América Latina.
Maduro se encuentra muy lejos de ese ideal. Él y sus más estrechos colaboradores, Diosdado Cabellos y Vladimir Padrino, no encarnan ningún mito nacional o continental. A ese equipo no lo quieren ni en el Psuv. El marxismo se eclipsó en el mundo universitario. Muy pocos intelectuales asumen ese credo. El antiimperialismo cuenta con pocos pregoneros. El ejemplo patético del derrumbe de esa corriente acabamos de verlo con la lánguida reunión del Foro de Sao Paulo en Caracas. Unos cuantos nostálgicos fueron atraídos para rumiar su amargura y su fracaso. La izquierda democrática latinoamericana no quiere mantener ninguna relación con el régimen de Nicolás Maduro y su gente. Las sanciones no le servirán para alimentar un discurso que ya perdió fuerza y que solo sobrevive entre los minúsculos grupos de adeptos que lo siguen.
La alternativa política ante el levantamiento de las sanciones no reside en la promesa de unas elecciones presidenciales libres y competitivas, ajustadas a la ley del sufragio, sino al desafuero de la arrogancia de Maduro, quien se niega a admitir que en él se centra la crisis global de la nación, y que sólo su desplazamiento hacia un lado permitirá que los graves problemas del país comiencen a resolverse.
Las sanciones podrían profundizar la crisis nacional sin que las dificultades se superen. Ese riesgo existe. En Sudáfrica y en la Nicaragua de los años 80, cuando Daniel Ortega había terminado de arruinar al ya pobre país centroamericano, las condenas internacionales fueron eficaces porque se mantuvo una presión interna gigantesca, no exenta de violencia. En Venezuela, sin una presión similar, los castigos estarán predestinados a fracasar.
Parte de la presión reside en continuar con el diálogo. Todos los escenarios están planteados. Mantener las negociaciones es uno de ellos. Norteamericanos y vietnamitas conversaban a las afueras de París, mientas los combates en Vietnam continuaban a todo vapor. Esa referencia histórica nunca hay que olvidarla.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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