Pretender una “revolución”, no es asunto de agazapados, arrogantes o bravucones. Es un proceso que compromete la intelectualidad sobre la cual se yerguen valores de moralidad, justicia y verdad. Es un proceso que, dada su esencia y nivel de subsistencia, traspasa las fronteras de la economía, de la política y de la sociedad donde circunscribe sus acciones. Por eso cuando se habla de “revolución”, debe hacerse con la observancia que su acaecer merece.
De ahí que la historia, aún cuando no siempre ha sabido discernir entre revoluciones folkloristas y de seria envergadura, contempla casos de revoluciones de importancia. Así se tiene, por ejemplo, el caso de la revolución cultural forjada a partir de las tradiciones que hicieron de China, el símbolo de la cultura asiática. O de otras revoluciones que indistintamente del carácter que contuvieran, marcaron hitos que trascendieron los tiempos y acontecimientos.
Pero de eso, a lo que vulgarmente se ha pretendido en Venezuela llamando “revolución”, la brecha luce casi indeterminada. Precisamente, por la desproporción que hay entre una situación engrosada por una narrativa sin contenido, preparada para que sirva de cebo a ilusos, incultos, corruptos, violentos y furibundos, y otra situación concebida en la perspectiva de una realidad definida por libertades, deberes y derechos que encausen la igualdad, la tolerancia y la solidaridad. En un todo con los principios que fundamentan la vida en correspondencia con los estamentos que cimientan el andamiaje de la democracia.
Por eso, para la historia nacional venezolana, termina siendo un acontecimiento de insólita referencia, considerar la “revolución” que ha presumido el manido “socialismo del siglo XXI”, infortunadamente instalada en Venezuela, como el camino expedito, que a decir del discurso político de rojo trazado, ha buscado refundar una República en el contexto de una “(…) sociedad democrática, participativa y protagónica”. Así lo anunciaba la Constitución Nacional la cual para diciembre de 1999, le apostaba al replanteamiento de una Venezuela soportada en un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia” (Del artículo 2).
Sólo que luego de veinte años, los susodichos preceptos constitucionales cayeron en la desidia provocada por el descaro de un gobierno que desperdició groseramente inmensas oportunidades dispensadas por el fabuloso ingreso del mercado petrolero. Así, el país fue convirtiéndose en el terreno apto para el cultivo de las maledicencias, la corrupción, el delito, la venganza, el chantaje, el crimen y el ultraje político. Realidades estas, animadas por el resentimiento, el odio, las apetencias y la soberbia de sus gobernantes cívico-militares.
Fueron estos los elementos fácticos que estructuraron la política gubernamental. Al extremo, que apagaron buena parte de las libertades, garantías y necesidades que le impregnan sentido a la vida del venezolano. Y además, tales actitudes fijaron el modo de accionar medidas de las cuales se ha valido el régimen para usurpar cualquier función de gobierno posible que conduzca a ganar el mayor espacio político o algún ápice de autoridad que le garantice enquistarse en el poder. A desdén, de las consecuencias que sus torcidas ejecutorias acarrearían y devinieron en trágicas realidades.
De forma que en esta retahíla de incorrecciones y trivialidades, degeneró la política revolucionaria, mal llamada “socialismo del siglo XXI” Razón por la cual, se han valido de aquella parte de la población que, desafortunadamente, cayó en el engaño de la “antipolítica”. Pues así lograron hacerse del poder las huestes que fantasearon en momentos en que la inercia de una historia buchona y bullanguera, hizo de Venezuela el escenario para deparar sobre sus fauces el mejor espectáculo que en la desidia podía montarse.
Fue así también, como estos funcionarios de mala calaña, se aprovecharon de la gestión gubernamental convirtiéndola en el medio expedito para actuar con la demagogia que el tiempo de la política requirió para afianzar sus atrevimientos.
De esa manera, el régimen diseñó la estrategia política necesaria para urdir cuantas posibilidades le ha permitido el aprovechamiento de situaciones en beneficio propio. Por tanto, puede inferirse que para haber escalado en su maraña de complicidades, el régimen se valió de una fuerza popular que, sin méritos, se ha prestado para validar las condiciones necesarias para que el régimen se haya enquistado en el poder. Por eso exalta sin fundamento la presencia de un “pueblo”. Pero no “pueblo” en el sentido antropológico, ni sociológico. Menos, demográfico. Apenas ese tal “pueblo”, ha sido un grupo de vividores de oficio, apertrechados políticamente, carroñeros de camino, preparados para aupar y embrollarse entre quienes han sabido usurpar posturas y posiciones de gobierno. O sea, entre holgazanes, arrogantes y fanfarrones.
Antonio José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
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