No hay tema más escabroso en Venezuela que la diatriba entre la abstención y la ruta electoral. Es una controversia que con el pasar de los años ha dividido cada vez más a la oposición y generado beneficios insuperables al oficialismo. Aunque exponerlo hoy pública y abiertamente me haga objeto de cualquier tipo de comentarios, lo hago convencida de que es momento de autoevaluarnos dentro de la oposición, poner en blanco y negro qué hemos ganado y qué hemos perdido con cada paso dado, precisar con qué herramientas contamos para seguir, y en consecuencia, definir las estrategias posibles de aplicar para enfrentar a quienes detentan el poder.
Intentaré ser lo más didáctica posible. Abro este espacio para la reflexión y la discusión de ideas alejadas de radicalismos y posiciones absolutas. Dejo muy claro que, aunque tenga marcadas diferencias con la manera en que se vienen haciendo las cosas, sigo apostando a la coalición política nacional e internacional que lidera Juan Guaidó, a la vez que deploro el parapeto a todas luces armado entre el oficialismo y un pequeño grupo de organizaciones para supuestamente impulsar la vía electoral, sin que esto signifique que esté en contra de las negociaciones políticas ni de avanzar hacia un proceso de elecciones.
Dicho esto, comencemos. Vayamos paso a paso, sin mezclar las cosas. La única forma de hacer un análisis con la fría sensatez que se requiere para afrontar los escenarios por venir en el futuro cercano es remontarnos al principio: la llegada de Hugo Chávez al poder hace 20 años. Aunque le parezca fastidioso hablar de lo sucedido hace dos décadas, hoy tiene más vigencia que nunca; primero, porque podríamos estar en puertas de reeditar ese escenario, y segundo, porque es en ese momento que se ve claramente cómo comenzó nuestra tragedia, la que se ha profundizado con el paso de los años y a la que le hemos buscado cualquier tipo de excusas para no aceptar nuestros errores.
De entrada, tengamos claro que nuestra Ley Electoral establece en su artículo 7 que los cargos de presidente, gobernadores o alcaldes se eligen con base en la mayoría relativa de votos, lo que se traduce en la práctica como una mayoría simple: el que más votos obtenga se queda con el coroto. Ni la abstención ni el voto nulo cuentan para algo porque se entiende que el castigo o la aprobación de alguna gestión se expresa a través del voto directo. Además, lamentablemente en nuestras leyes tampoco se estipula la segunda vuelta. Un ejemplo claro de ello es que Hugo Chávez accedió al poder con 33,3% de los votos y una abstención de 36,3%, con un CNE muy alejado de las garras rojas. El mismo patrón abstencionista, entre 4 y 6 millones de electores, se repitió en la convocatoria a la Constituyente en 1999, la aprobación de la nueva Constitución y luego las megaelecciones del año 2000. Insisto, con un CNE que aún no estaba dinamitado por el chavismo.
Evidenciada hasta aquí la importancia inobjetable que tiene la participación ciudadana a través del voto para decidir sobre nuestros gobernantes y el nulo alcance que tiene la abstención en nuestro sistema electoral, pasamos al siguiente nivel cuando el chavismo, una vez ratificados todos los cargos de poder político en el mapa nacional, se lanzó abiertamente a la conquista del CNE. Fue en 2003 cuando entró Francisco Carrasquero a presidirlo y le tocó asumir el revocatorio en contra de Chávez. ¡Cómo no recordar a un Ramos Allup cantando fraude en toda la prensa y televisión nacional sin, hasta la fecha, presentar ni la más mínima prueba de ello! Fue entonces cuando la carrera abstencionista comenzó a formalizarse en el país más como una excusa que como una estrategia bien organizada que nos llevara a puerto seguro. Desde entonces, los políticos comenzaron a inyectarle de manera intravenosa a la gente la gran mentira de que absteniéndose harían sentir sus reclamos.
Un año después, en 2005, llegó la debacle: seguimos empeñados en no votar como mecanismo de protesta y regalamos la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional, permitiendo así la materialización de todas las arbitrariedades oficialistas bañadas en legalidad. Una vez más se nos olvidó el pequeño detalle de que los cargos de elección popular en Venezuela se ganan por mayoría simple, sin importar el nivel de abstención. Necesitamos 10 años para darnos cuenta del error cometido. En 2015 nuevamente entramos en el carril electoral, con un CNE controlado por el chavismo con Tibisay Lucena a la cabeza. Y no solo ganamos sino que obtuvimos las 2/3 partes del Parlamento, lo que nos daba la posibilidad de aprobar leyes sin que los rojos pudieran hacer algo para frenarlas. Si los políticos y sus partidos estuvieron o no a la altura de las circunstancias es otro tema de discusión que no tiene nada que ver con la efectividad del voto. Cuidado. No mezclemos ni nos confundamos. De hecho, es esa elección de 2015 y el triunfo contundente obtenido por la oposición lo que nos ha mantenido con vida porque la AN es el único poder legalmente constituido y avalado por la comunidad internacional.
Es obvio que este CNE no juega limpio. Es evidente que el ventajismo electoral es más descarado con cada elección. Es impostergable caminar hacia su depuración para tener elecciones en igualdad de condiciones. Pero también es cierto que cuando participamos en bloque, con candidatos únicos, cubrimos todos los centros y mesas electorales y garantizamos una participación masiva de electores, nuestras probabilidades de triunfo son extremadamente altas. Así se demuestra, una vez más, en 2013 cuando Nicolás Maduro le ganó a Henrique Capriles, pese a todo el ventajismo electoral y un Chávez recién muerto, por apenas 223.599 votos, pero con una abstención de 3 millones de electores. Si Capriles regaló o no el triunfo como algunos han dejado correr, ese es otro tema que tampoco tiene nada que ver con la efectividad del voto sino con el comportamiento político de individualidades.
En el pasado más reciente, octubre de 2017, y después de no dar pie con bola desde las parlamentarias, la oposición ganó 5 gobernaciones con este mismo CNE. ¿Cómo lo hicimos? Todos los partidos apoyaron a un solo candidato y garantizaron el buen funcionamiento de sus estructuras electorales. En el caso específico del Zulia, Juan Pablo Guanipa le arrebató la gobernación a un chavista del 4F, el organismo electoral se la adjudicó pero este decidió no juramentarse. Aunque esa es otra historia. Si lo hizo por dignidad, por cálculos personales o políticos es otro tema para discutir que nada tiene que ver con la efectividad del voto.
Y así llegamos a las presidenciales de mayo de 2018. Sin duda, en ese momento el problema neurálgico tampoco era el CNE sino el candidato. Y a las pruebas me remito. Cuando se planteó la posibilidad, con base cierta o no, de que el candidato opositor sería el empresario Lorenzo Mendoza, más de 70% de los venezolanos estaba dispuesto a votar. Bastó con que este descartara la opción y Henri Falcón se autoproclamara como el adversario de Maduro para que el problema pasara a ser el CNE. ¿Por qué? Porque los partidos políticos más importantes del país no lograron un acuerdo para un candidato único y Falcón se aprovechó de esa coyuntura y saltó al ruedo. Si este era aliado o no del gobierno o si el G4 promovió la abstención para tapar su imposibilidad de llegar a acuerdos es otro tema para discutir que tampoco tiene nada que ver con la efectividad del voto. El hecho cierto es que teníamos votos de sobra para cerrar la era chavista: Maduro se adjudicó ese triunfo con 6.245.862 votos en contra de una abstención de 11.924.235 más los 2.357.474 que votaron por el resto de los candidatos para un gran total de 14.281.709 votos opositores, cantidad que aún restándole los 4 millones de la diáspora, nos daban 10 millones seguros.
Sé que a estas alturas, después de tanto dolor, tanta miseria, tanta hambre y tanta mutilación familiar, es lógico que invitar a una reflexión clara y sincera sobre la diatriba entre la abstención y la vía electoral desate las reacciones más viscerales y cargadas de odio entre nosotros. Créame que lo entiendo. Yo padezco a diario la calamidad de mi país. Pero es absolutamente necesario evaluar el camino recorrido hasta ahora para poder hacerle frente a lo que viene. Votar por votar sin estrategias no es una opción, pero la abstención por sí sola tampoco nos conduce a nada. Al cerrarse la vía electoral nuestro destino lo ponemos en manos de terceros, quedamos sujetos a lo que ellos quieran, cuando quieran, como quieran y si es que quieren. Los aliados internacionales ya han dicho hasta el cansancio que la vía es la negociación para convocar unas elecciones. Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Votaremos o nos abstendremos? Solo le pido a Dios que nos ilumine porque este país no aguanta más. Ya no tenemos tiempo para seguir dándole palos a ciegas a la piñata.
Gladys Socorro
@gladyssocorro
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